El caso es que pedimos nuestra cena, platicamos como siempre —como si nunca nos viéramos— y pedí la cuenta. Al acercarse Jessica, la mesera que nos atendió me dice: ¡Nunca me había pasado esto antes... pero su cuenta ya está pagada, el señor que estaba con su familia, en la mesa de junto, la canceló por ustedes! Como digo, hace años que no me sucedía esto desde la última vez que me pasó en mi querida selva de cemento allá por el 2018. ¡Dios llene de bendiciones a esta persona que no sé quién es y probablemente nunca lo sabré, y a su familia no le falte nunca lo necesario! Seguramente se fijó en mi camisa clerical —que de ordinario acostumbro a usar, menos en el gym— y viendo que era sacerdote, le conmovió que con mi anciana y acelerada madre estuviéramos disfrutando tanto el rato.
No me parece casualidad que después de esto, me tope en este amanecer con el pasaje de las bienaventuranzas (Mt 5,1-12) que el evangelio nos propone para la misa de hoy. Y es que hablar de bienaventuranzas es hablar de felicidad, pero no de la felicidad al estilo del mundo, sino la felicidad al estilo de Jesús, que es siempre el gozo de ver por el otro: ¡Dichoso el hombre que, compartiendo lo que tiene, hizo feliz a un sacerdote misionero que hambriento, se detuvo con su mamá a cenar en el primer restaurante que vio en la carretera, porque de los que son generosos, como él, es el reino de los cielos! Que María santísima nos conceda hoy, un día en el que, como todos, podamos hacer vida las bienaventuranzas. ¡Bendecido lunes, inicio de semana laboral y académica!
Padre Alfredo.
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