La libertad que nos dio el Hijo de Dios al hacerse hombre y nacer para nuestra salvación, tiene el propósito de que podamos expresar nuestra fe y amor al mayor grado, libre de restricciones impuestas por los hombres, no por Dios. Cualquier pérdida complaciente de esa libertad lleva aparejado inevitablemente un sacrificio de la verdad. Quienes imponen tales restricciones lo hacen, no por la verdad, sino por el error. El amor y la fe, las auténticas «reglas» del cristiano, pueden alcanzar a los pensamientos más íntimos y profundos del corazón si la persona vive con libertad.
La verdadera libertad, la que nos trae Cristo y que va más allá de lo tangible, no se consigue de «golpe y porrazo», de repente. No es el fruto de un acto de magia, ni de ideologías utópicas, ni un regalo de algún mesías populista que la ofrece sin más. Alcanzar la libertad supone, por tanto, recorrer un largo y complejo camino de liberación dejándose alcanzar por Cristo. Para eso ha venido al mundo, para hacernos libres. Libres como María, la humilde servidora del Señor, libres como los santos, libres como tanta gente buena que con la paz y la fe, que acrecienta esa búsqueda de libertad dejan en el corazón. ¡Bendecido sábado de la Octava de Navidad!
Padre Alfredo.
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