Jesús, en este evangelio de hoy, vuelve a llevar el discurso al terreno de su unión con el Padre, de lo que ya nos ha estado hablando en estos días, porque es esa la vida que promete. La no-muerte que anuncia es la vida que da el Padre, y que queda indicada en el signo de la resurrección de Lázaro que realizará ya cercana la Pascua. Esa es la vida definitiva y la muerte también definitiva que dará la comunión o no con el Padre. Incluso los gozos de Abraham al ver realizada la promesa en su vida —«terrena»—son anticipos del gozo definitivo; la promesa realizada de Abraham en Isaac es anticipo del día definitivo del cumplimiento de las promesas en el Hijo de Dios que nos trae la salvación.
La vida que nos anuncia, es en realidad vida divina, porque Jesús comparte eso también con el Padre, por eso puede decir «yo soy», como era el nombre divino en el Antiguo Testamento. Los que lo oyen se escandalizan y pretenden matarlo —lo que no lograrán por ahora porque no ha llegado la hora—. Con esto algo queda patente, mientras Jesús procura la vida de los hombres, estos procuran la muerte de Jesús; Jesús es Hijo del Padre de vida, los judíos que no quieren comprender son hijos del maligno que es homicida. Pero esto es también esperanza para quienes pretenden «guardar su palabra» ya que contamos con la garantía de Jesús que seremos artesanos de la vida. Sigamos acompañando a Jesús con María en estos días previos a su pasión, muerte y resurrección. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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