La presunción de la autosuficiencia, la arrogancia por la valoración excesiva de uno mismo, el sentimiento de superioridad por sentirse por encima y la falta de humildad por exhibir soberbia, parecen ser cuestiones reinantes en la sociedad actual. Pero es curioso que estas van unidas a la desesperación, dejando ver en el fondo, una gran negación de la esperanza, porque en estas cosas el hombre rehúsa la propia impotencia, no la acepta y hace un lado el poder del amor de Dios. Me llama mucho la atención el afán de sentirse por encima y «lucirse» como los mejores en el vestir, en el deporte, en el conocer, en el opinar... pensando que se es el «non plus ultra». Hoy vemos un sinfín de mujeres que se niegan a envejecer con naturalidad, hombres metrosexuales que se transforman por completo, deportistas dopados para ganar, políticos egocentristas que buscan fans, artistas que no definen su identidad para llamar la atención... en fin: ¡Ser el centro y estar por encima!
Detrás de estas conductas que parecen estar de moda pero que vienen desde antiguo, se alcanza a ver que la persona que vive así, está vacía de atractivos naturales y por eso presume lo que no tiene, o busca creárselo a la fuerza, para sentirse satisfecha, aunque solamente ella se crea lo que presume. Hay un dicho que todos conocemos y dice: «dime de qué presumes y te diré de qué careces». En el Evangelio de hoy (Lc 18,9-14) aparece alguien así: Un fariseo va al templo y se pone erguido en primera fila, como si él fuera el dueño del templo y reza de tal manera que aquello es más bien un monólogo: Siente que es tan perfecto que no tiene nada que pedir al Señor. Su oración es una lista de méritos que subraya su propia arrogancia. Transita por un camino que conduce directamente al encuentro de sí, pero ese es precisamente el camino que lleva a la perdida de Dios porque no hay esperanza de ser mejor.
El comportamiento del publicano que allí aparece es de signo contrario. Él también sube al templo, pero entra discretamente, se queda atrás, como si no quisiera profanar el lugar porque es consciente de su situación de pecado. Su humilde conducta y la súplica que dirige a Dios denotan un corazón magullado por el dolor de haberlo ofendido, por lo que interpela el perdón divino. Jesús asegura que el publicano volvió a casa justificado, porque «cualquiera que se exalta será humillado y el que se humilla será exaltado» (Lc 18, 14). Esto habla de esperanza, porque si uno camina en humildad, descubre que la esperanza nos lleva a salir de sí mismo, de nuestra autosuficiencia, de nuestra arrogancia y de nuestra ceguera para ver que tenemos mucho que cambiar en nuestras vidas y no quedarse en la superficialidad viéndonos por encima de los demás. El publicano fue a presentarle al Señor su corazón, su interior. Fue a suplicar su misericordia con la esperanza de ser mejor. EL fariseo se sentía ya en el «Top» sin esperar más. Yo creo que este domingo podemos buscar un momento y preguntarnos qué calidad tiene nuestra relación con Dios, a cuál de los dos protagonistas del evangelio de hoy nos parecemos más. Que la Virgen, con su sencillez, reconociendo que el Señor se fijó en su pequeñez, nos ayude. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
P.D. Les recuerdo que mi escrito lleva el encabezado «UN PEQUEÑO PENSAMIENTO» no por la extensión de palabras, sino por lo pequeño, lo poquito que yo puedo aportar al compartir mi reflexión personal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario