martes, 7 de octubre de 2025

HOMILÍA EN LA FIESTA DE NUESTRA SEÑORA EL ROSARIO.


Queridos hermanos: 

A este Año Jubilar dedicado a la virtud teologal de la Esperanza, se une el año jubilar que desde febrero hemos iniciado por la próxima celebración del 25 aniversario de erección de nuestra parroquia. En medio de este hermoso marco, celebramos hoy a nuestra patrona, Nuestra Señora del Rosario en San Nicolás, la Madre de Dios que encarnó esta virtud de la esperanza acompañando a su Hijo en los misterios de su vida y de la nuestra. La esperanza, dio a la Virgen la fuerza y el coraje para dedicar voluntariamente su vida a hacer vida la Buena Nueva y abandonarse por completo a la voluntad de Dios. El Papa León, el día de ayer, en el rezo de las Vísperas Solemnes en honor de Nuestra Señora nos ha recordado que «se dice a menudo que la Encarnación tuvo lugar primero en el corazón de María, antes de ocurrir en su seno —y que— esto subraya su fidelidad diaria a Dios». 

El breve relato que hemos escuchado en la segunda lectura, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, nos presenta a María santísima envuelta en los misterios de la vida de la comunidad, que se reunía en torno a Jesús, que se había quedado presente en la Eucaristía. «Todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos». (Hch 1,12-14). Desde sus inicios, la comunidad cristiana no quiso prescindir de la presencia de la Virgen María, a la que se reconoció inmediatamente como arquetipo de aquellos que «han encontrado gracia» a los ojos del Señor. 

El Evangelio de hoy (Lc 10,38-42), destaca hoy el papel de otra María, la de Betania, que seguramente, aunque la Escritura no lo menciona, siendo amiga de Jesús, con sus hermanos Marta y Lázaro, sería también amiga de la Virgen, a quien contemplaría en otras veces a los pies de su Hijo Jesús. Esta actitud de María de Betania, tiene entonces tiene un significado muy profundo para nosotros: implica de hecho de que ella, imitando el «Sí» de la Madre de Dios, que personifica a la esposa amada del Señor, que es la Iglesia, nos invita a escoger siempre la mejor parte haciendo lo que él nos diga. No en vano en esa ocasión, dirigiéndose a Marta, agobiada por el quehacer, el Hijo de María le dice: «Marta, Marta, muchas cosas te preocupan y te inquietan, siendo así que una sola es necesaria». 

La Virgen, queridos hermanos, nos enseña muy bien cuál es esa sola cosa necesaria. Ella es la que ha creído, y, de su seno, han brotado ríos de agua viva para irrigar la historia de la humanidad en diversos misterios de la vida. En nuestro ser y quehacer, como en la vida de los hermanos de Betania a los que hoy visita Jesús, los misterios del rosario se entrecruzan acompañados de María. ¿Quién de nosotros no ha pasado por momentos maravillosos de gozo como Ella, que quedó llena de alegría con el anuncio del ángel? ¿Quién de nosotros no ha experimentado la luz de Cristo que nos saca de tantos apuros como en aquella ocasión que faltaba el vino y gracias a María alcanzó y sobró? ¿Quién de nosotros no ha experimentado el dolor como María, que ciertamente lloró ante el cuerpo lacerado de su Hijo al ser bajado de la Cruz? Y por último, ¿Quién de nosotros no mantiene viva la esperanza en la gloria del Cielo como Ella, que con su confianza y perseverancia nos invita a esperar? 

Cada vez que desgranamos las cuentas del Rosario, en la camándula o en un decenario, recordamos, llenos gratitud y de alegría su protección a lo largo de nuestra historia personal y comunitaria, sobre todo gozando su presencia silenciosa, cercana y maternal que siempre conforta. La beata María Inés, en un sencilla cartita que dirige a su hermana Tere, esposa y madre de familia le dice: «No dejen de rezar en casa todos los días el Santo Rosario. Acuérdate como les pidió esto con mucha instancia, la santísima virgen a los pastorcitos de Fátima. Es el pararrayos en las familias, por ese medio la madre de misericordia derrama torrentes de gracias, preserva del mal, y nos ayuda a ser cada día más semejantes a su divino Hijo». (Carta a su hermana María Teresa el 31 de mayo de 1952). Por otra parte, quizá adelantándose proféticamente a sus tiempos y contemplado lo que ahora vivimos anota en su Diario: «Si en tantos hogares no hay paz, no hay amor, tolerancia mutua y no se goza de la vida íntima de familia; es porque no se ama a María; ya no se reza en familia el Santo Rosario, las costumbres piadosas han desaparecido de muchos hogares; el dulce nombre de María no se invoca, Y si no aman a ella, Jesús ¿Quien los enseñará a amarte?» Diario de 1932 a 1934.

Quiero volver ahora al inicio de esta mal hilvanada reflexión, que preparé en medio de mis inesperados días de enfermedad, quiero invitarlos a contemplar a María como la Madre que nos invita a mantenernos firmes en esperanza, que no defrauda (cf. Rm 5,5). María como discípula-misionera, Madre de Dios y Madre nuestra, es el prototipo de cómo vivir la esperanza cristiana de modo comprometido. En los textos marianos del Nuevo Testamento, como este tan sencillo que hoy da pie a nuestra reflexión, la actitud de esperanza de María se realiza por medio de un itinerario que comparte la misma vida de Cristo y sabe dejarse sorprender por él para acompañar después a sus hijos, los hermanos de Jesús. El testimonio de María, en medio de este grupo de oración que nos presenta el libro de los Hechos, se propone como figura o personificación de la Iglesia que vive en esperanza comprometida.

Es fácil encontrar en la vida de María los «lugares» de aprendizaje del ejercicio de la esperanza: la oración como escuela de la esperanza, el actuar y el sufrir, el juicio o examen de amor ya desde ahora y al final de la peregrinación terrena. En las diversas escenas evangélicas, como la anunciación, el Magnificat, Belén, la huida a Egipto, Nazareth, las Bodas de Caná, la vida pública de Jesús, su permanencia al pie de la Cruz... María se presenta con esta actitud de apertura a la Palabra personificada en el mismo Jesús. Por esta «contemplación», ella podía vislumbrar, llena de esperanza, un más allá. La cercanía de Jesús, desde el día de la Encarnación, se convierte en experiencia de una presencia que es más allá de la visibilidad humana y de los éxitos inmediatos que le hizo permanecer siempre a los pies de su Hijo Jesús siendo la primera en escuchar su Palabra y ponerla en práctica. María fue viviendo estas sorpresas gozosas y dolorosas, los momentos de luz y de gloria llena de esperanza. Por eso Ella, para aquellos primeros cristianos, impactados ciertamente por la resurrección de Cristo, pero experimentando a su vez su ausencia física, se convierte en «Estrella de esperanza» y «Madre de la esperanza» por ser reflejo de la luz personificada en Jesús. Y por ser Madre de Jesús, nuestro hermano mayor, es Madre de todos nosotros. 

Si al rezar el Rosario contemplamos a María, como Esperanza nuestra, entendemos que esperar, para todo hombre y mujer de fe, es caminar juntos, es salir de nuestras pequeñas covachas para dirigirnos, como Ella, hacia la inmensa fuerza del Misterio de Dios, que es su Reino que ya estamos viviendo. Con el ejemplo que ella nos da, nos queda más claro que esperar es aceptar el riesgo de la vida de Dios en nuestra vida y decirle «Sí»

Cuando estaba preparando en medio de la oración esta homilía que seguro los está arrullando y que parece no terminar nunca, me vino el pensar que nunca he preguntados por qué este hermoso templo está dedicado a Nuestra Señora del Rosario desde antes de haberse constituido como parroquia hace casi ya 25 años. No sé de quién o de quienes fue la iniciativa, pero sé que eso, ha venido de lo alto. Ella quiso quedarse aquí, en el corazón de tantos y tantos que hemos pasado por este bendito lugar, como yo, que aquí celebré mi primera misa y como muchos de ustedes que aquí se bautizaron, que aquí se casaron, que aquí han vivido momentos de gozo, de luz, de dolor y de gloria.

Queridos hermanos, estamos hablando de María pero, en cierto sentido, también estamos hablando de nosotros, de cada uno de nosotros, poerque también nosotros somos destinatarios del inmenso amor que Dios reservó —ciertamente, de una manera absolutamente única e irrepetible— a María. En esta solemnidad de Nuestra Señora del Rosario, sigamos contemplando a María. Pidámosle llenos de fe que ella nos abra a la esperanza, a un futuro lleno de alegría y nos enseñe el camino para alcanzarlo. Que Ella nos ayude a acoger en la fe a su Hijo, a no perder nunca la amistad con él, a dejarnos iluminar y guiar por su Palabra; a seguirlo cada día, incluso en los momentos en que sentimos que nuestras cruces resultan pesadas. María, el arca de la alianza que está en el santuario del cielo, nos indica con claridad luminosa que estamos en camino, en esta hermosa red que es nuestra parroquia, hacia nuestra verdadera Casa, la comunión de alegría y de paz con Dios. Amén.

Padre Alfredo, M.C.I.U.

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