Este Año Jubilar, marca para todos los miembros de nuestra Familia Inesiana, un imperativo a la hora de hablar como misioneros en nuestras distintas expresiones inesianas, del presente y el futuro de nuestro ser y quehacer. Este imperativo es «la esperanza». Imperativo que sintoniza perfectamente con lo que el lema de este año santo nos estampa en el corazón: «Peregrinos de Esperanza». Sí, no debemos olvidar que somos peregrinos y que este jubileo es una invitación a ser conscientes de ello. Vamos andando en este mundo en peregrinación, tanto física como espiritual, viviendo la fe en el camino y buscando acercarnos a Dios y a los demás en caridad. Pero somos peregrinos de esperanza. Y esta esperanza se entiende como la certeza del amor de Dios, la capacidad de superar las tribulaciones y de construir un futuro de paz y fraternidad que nos ha de llevar a metas altas de santidad, pasando por el mundo haciendo el bien como Cristo, que se encarnó para salvarnos (cf. Hb 10,38).
A todos los que estamos aquí, como hombres y mujeres de fe, nos consta que es mucho más lo que se puede alcanzar y lo que está por venir, que lo que nuestros ojos apenas pueden ver. El mundo en el que somos misioneros, necesita de esperanza; mucha más esperanza en lo que somos, en lo que hacemos y en lo que vivimos, recordando que somos hijos de un corazón sin fronteras que, hasta el último aliento de vida, se mantuvo inmerso en la esperanza.
Por encima de todas las pequeñas esperanzas que nos proponen las utopías y las diversas ideologías que en nuestra época van y vienen, los inesianos, a imitación de nuestra fundadora, ciframos nuestra esperanza en Dios, que es el único que nos puede salvar.
Es de todos conocido que el mundo actual, caracterizado por el auge del individualismo, el relativismo y un enfoque en lo material en el que la influencia y práctica del cristianismo han disminuido significativamente, resultando en un menor apego a los valores esenciales y a las sólidas enseñanzas, implicando un desplazamiento de lo religioso de la esfera pública a la privada, sufre una pérdida de referentes morales y un vacío espiritual.
La secularización ha hecho a un lado instituciones y aspectos de la vida que antes estaban vinculados a la religión al hacerlos ahora parte del ámbito civil, causando que la religión pierda su preeminencia pública.
Nos movemos, como ciudadanos de un mundo globalizado, en medio de una confusión de orden jerárquico de los valores morales. Sobre todo nuestros adultos jóvenes, los jóvenes y los adolescentes, experimentan una desorientación en los valores y principios básicos que antes eran proporcionados por la fe, lo que ha generado inseguridad y un vacío existencial. La dificultad de educar en la fe ha llevado, sobre todo a los niños, a aprender sus valores de fuentes alternativas como los teléfonos celulares y las redes sociales, en lugar de la familia.
El individualismo y el relativismo, que tanto denunció Benedicto XVI, de feliz memoria, en su brillante encíclica «Spe Salvi» han hecho que la tendencia de la vida de las personas se desplace hacia un individualismo que va degenerando en la «beatificación del antojo», donde todo se percibe como incierto y sin una validez única.
Por su parte, el predominio del materialismo, va marginando los valores espirituales y la presencia de Dios en la sociedad en favor de un enfoque centrado en lo material, lo que puede ser impulsado por los medios de comunicación y las lógicas del mercado. Si bien este concepto se aplica especialmente a Europa Occidental y a América, la descristianización coexiste con un leve crecimiento del cristianismo en algunas regiones, de África, el llamado «continente de la esperanza» y de Asia.
Para algunos, incluso gente cercana a nosotros, los misioneros pudiéramos parecer como simples entusiastas que cada mes de octubre celebran el mes de las misiones y nada más. Porque inclusive es triste ver que muchos, incluso consagrados, ya no quieren desinstalarse de este ámbito atractivo y comodón que la tecnología actual nos brinda en las grandes ciudades y que difícilmente llega a las pequeñas y alejadas comunidades a donde pocos quieren ir.
El Papa Benedicto XVI, el gran teólogo y misionero de los últimos tiempos, en esa obra maestra de la Esperanza que ya he mencionado: «Spes Salvi», afirma que «a lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los periodos de su vida. A veces —dice el Papa— puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida» (Spe salvi, n. 30).
Esas esperanzas, sin embargo, no bastan, sobre todo porque los humanos, —aunque no todos sean hiperactivos como alguno que otro—, tenemos un corazón inquieto en el que muchos obstáculos impiden lograr lo que deseamos.
Nosotros, queridos hermanos, nos hemos dejado alcanzar por Cristo a imitación de Nuestra Madre fundadora. En Él tenemos un referente para no quedar atrapados en un simple optimismo de una reunión internacional que no deje eco en el corazón. Entre la esperanza cristiana y el optimismo hay una gran diferencia. ¡No son iguales! El optimismo pasa y la única y auténtica esperanza para todos los creyentes es la cruz de nuestro Señor Jesucristo que permanece y que nosotros hemos abrazado. Si es verdad que muchas diócesis, instituciones, familias misioneras, congregaciones — incluso muchas comunidades contemplativas—, están viviendo momentos difíciles, por la escasez de vocaciones y por falta de compromiso por parte de los seglares, hemos de reconocer y agradecer el don de la fidelidad, de la perseverancia y el espíritu de confianza en Dios que está presente en la Iglesia.
Solo en Dios podemos llegar a vislumbrar esa gran esperanza. Benedicto XVI nos lo dice: «Esta gran esperanza solo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto» (Spe salvi, n. 31)..
Cuando nuestra amada fundadora, la beata María Inés Teresa fundó la Familia Inesiana, con nuestras hermanas Misioneras Clarisas, pilares de lo que somos y hacemos, lo hizo llena de esperanza en un mundo que parecía muerto a la esperanza. La época estaba marcada principalmente por la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto y las consecuencias de la Gran Depresión, incluyendo la pobreza y el desempleo que persistieron. Ataques aéreos, hambrunas, así como el inicio de la Guerra Fría y la amenaza de la energía atómica envolvían la faz e la tierra en la desesperanza. Es en ese tiempo en el que ella, llena de esperanza funda nuestra familia misionera.
Pero eso no es todo. Años antes, México sufrió también un tiempo marcado, para muchos, con desesperanza: la persecución cristera. Una época que se veía como interminable y parecía acabar con la fe de un pueblo que, cobijado por el manto de la Guadalupana, se debatía en la lucha cristera mientras que los templos estaban cerrados y las columnas de la vivencia de la fe, iban al exilio. Se estima que entre 250 mil y 300 mil personas murieron durante la Guerra Cristera (1926-1929). Solamente tres obispos permanecieron ocultos en el país: Pascual Orozco y Jiménez, José María González y Valencia y San Rafael Guizar y Valencia, que fue el único que pudo mantener un seminario oculto en la clandestinidad.
En medio de todo esto, la Beata María Inés Teresa, llena de esperanza, buscó la manera de responder al llamado que Dios le hacía para consagrar su vida como religiosa e ingresó a una comunidad de clarisas exiliada en Los Ángeles, California, en 1929. Su experiencia de persecución y exilio la llevó a mantener viva la esperanza para dedicarse a cumplir la voluntad de Dios con alegría, aún en medio del sufrimiento.
No me bastaría ni siquiera un día entero, para compartir con ustedes tantos testimonios y anécdotas de aquellas dos épocas de la vida de nuestra fundadora en los que la esperanza se hizo siempre presente. Aún conociéndome... ¡me dieron 20 minutos! A ver hasta dónde llego de esto que escribí.
Ciertamente no he venido aquí a dar una intrincada conferencia sobre la esperanza. Esa, con las catequesis y el tiempo de preparación a este magno encuentro, la tenemos clara. Vengo aquí a invitarles a no apartar nuestra mirada de la vida y e la obra de la beata María Inés para vivir como ella, no en el simple entusiasmo pasajero de algo que se consume como una llamarada de petate, sino en esperanza, en esa esperanza que, como dice San Pablo en la carta a los Romanos, no defrauda (Rm 5,5).
Somos esperanza en el mundo desde la normalidad de nuestra vida de familia con la fraternidad, el complemento de las diversas expresiones de nuestro carisma inesiano en los diferentes miembros en su forma de ser, la disponibilidad para la misión y viviendo la evangelización donde la Iglesia nos llama, compartiendo nuestra espiritualidad de sacerdotes, de consagrado(Florecillas de San Francisco no. 287; cf. Sal 33,23).
Nuestra Madre fundadora, fue una mujer que con convicción firme, esperó siempre en el Señor. En una carta colectiva escribe: «Alguien me dice que me promete confiar en Dios… contra toda esperanza ¡magnífico! es algo que me da tanta alegría. La confianza en Dios todo lo puede» (Carta colectiva de marzo 14 de 1963).
Las distintas esperanzas humanas, que inspiran las actividades diarias de todos los miembros de nuestra familia inesiana, corresponden, desde que el Señor estableció su reinado, al anhelo de felicidad que Dios ha puesto en el corazón de cada uno de nosotros que hemos sido llamados y confiamos en Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica no. 1818). Dice Nuestra Madre: «La esperanza es una virtud obligatoria; radica en el espíritu, pero irradia en todo el ser» (Ejercicios Espirituales de 1933). Y por otra parte afirma: «La confianza en Dios es precisamente la esperanza, pues, como confiamos en él, esperamos lo que nos ha prometido» (Carta colectiva desde Roma el 4 de octubre de 1978). Ella recomienda en una carta: «Confiemos siempre en Dios, aun sobre toda esperanza y… triunfaremos en todo. El es infinitamente misericordioso» (Carta colectiva desde Cuernavaca el 21 de agosto de 1958).
Ante esto podemos preguntarnos en sintonía con Madre Inés: ¿Cuáles son mis esperanzas?, ¿a dónde tiende mi corazón misionero? «Dile a Cristo —escribe la beata María Inés— que, aunque toques y no te conteste, aunque pidas y no te dé, aunque busques y no encuentres, en él confías y que confías en él contra toda esperanza, y que aún cuando estuvieras sentado en sombras de muerte en él esperarías. Es esta esperanza, esta confianza lo que deleita su corazón» (Carta personal de 11 de noviembre de 1955).
Para terminar, quiero invitarles a contemplar con los ojos de la esperanza a la Santísima Virgen, vestida de Guadalupana que habló a nuestra madre fundadora y la llenó de esperanza ante una realidad que ella aún desconocía: «Si entra en los designios de Dios servirte de ti para las obras de apostolado...». Ella, hermanos, en ese entonces era una religiosa de clausura en el exilio... ¿qué podía hacer? Pensando en aquella escena, creo que todos podemos experimentar interiormente la serena certeza de que la esperanza cristiana, nuestra esperanza, es cierta. No es vano producto de una ilusión quimérica o la proyección ilusa de un ideal inalcanzable. Nuestra esperanza es cierta. Es, como dice la Carta a los Hebreos, ancla del alma, segura y firme (Hb 6,19). Segura y firme dice, es decir cierta.
Por tanto, no debemos olvidar que la Virgen santísima, nuestra patrona principal, María de Guadalupe, alma del alma de nuestra familia misionera, es modelo de nuestra esperanza. Y una esperanza cierta, sin la cual nuestra fe se convertiría en simple ideología y nuestra caridad en una solidaridad intrascendente. A fines del siglo XIX un poeta francés, Charles Péguy (Charles Pierre Péguy, también nconocido por sus seudónimos Pierre Deloire y Pierre Baudouin (7 de enero de 1873-5 de septiembre de 1914, fue un filósofo, poeta y ensayista francés, considerado uno de los principales escritores católicos modernos), decía: «La esperanza es la pequeña de la casa, insignificante en apariencia y que apenas cuenta, pero sin la cual ni la fe ni la caridad se sostendrían» (“El misterio de la santa infancia”. Es un largo poema que reflexiona sobre la fe. y la esperanza, y en el que la esperanza es representada como una niña pequeña e indispensable para la vida cristiana, según lo menciona un artículo en la página del sitio “Iglesia de Aragón”). Cerremos nuestra reflexión recordando que el Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que la esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo (Catecismo de la Iglesias Católica no. 1817). Eso es lo que hizo Madre Inés.
Padre Alfredo, M.C.I.U.
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