Es hermoso poder dar gracias al Señor por el don de la vida y por la vocación a ser cristianos que hemos recibido, pues «su misericordia es eterna» como canta el salmista (Salmo 135). «Él levanta del polvo al desvalido y al pobre de la inmundicia para que se siente entre los príncipes de su pueblo» dice el salmista (Sal 113). No hemos sido escogidos a causa de nuestros méritos, sino sólo por su misericordia. «Te he amado con un amor eterno» dice el Señor, (Jer 31,3),. Esta es nuestra seguridad, este es nuestro orgullo: la conciencia de ser llamados y escogidos por amor y el amor de Dios va en serio y dura eternamente.
A veces hay personas que por ser ancianas o enfermas, no se sienten amadas por Dios, cuando el sufrimiento humano es un lugar privilegiado para el encuentro entre Dios y el hombre en el amor que se expresa en las cosas pequeñas de cada día cuando se vive una relación profunda entre el Dios crucificado y el hombre sufriente (Cf. Mario Vázquez Carballo, «La Solidaridad de Dios ante el Sufrimiento Humano», Ed. IMDOSOC, México 1999, p. 11). «Dios y el hombre se encuentran en las múltiples cruces del dolor que la cotidianeidad nos depara» (Mario Vázquez Carballo, «La Solidaridad de Dios ante el Sufrimiento Humano», Ed. IMDOSOC, México 1999, p. 13). Para el que vive en el amor de Dios no hay nada que impida ser feliz, aún en medio del dolor físico o moral causado por la enfermedad o la ancianidad.
En el año 2005, San Juan Pablo II, en aquel entonces un Papa anciano, profundamente marcado por el sufrimiento y la enfermedad, eligió, como cita bíblica para impulsar la Jornada Mundial del Enfermo, un texto del libro del Deuteronomio: «En Él está tu vida, así como la prolongación de tus días» (Dt 30,20). El mensaje, presentado por el reconocido filósofo y teólogo belga André-Mutien Léonard, obispo de Namur a quien el santo Papa le encomendó esta tarea, lanzó así un llamamiento al amor por la vida de los ancianos. En este tema, san Juan Pablo II, enfermo y ya muy entrado en años, hizo reflexionar al mundo que toda vida es digna de ser vivida.
Cuando san Juan Pablo II recordó al mundo que no se podía decir que una persona debilitada por la enfermedad o la edad es inútil y no es más que un peso para la sociedad, su palabra se encarnó en el testimonio que él mismo ofreció al mundo hasta el final de su vida. Había peregrinado a Lourdes y, en el silencio que envolvía sus últimos años, había una elocuencia excepcional. Enfermo entre los enfermos, al límite de sus fuerzas, testimonió en nombre de todas las personas erosionadas por la edad o la enfermedad, que siempre tienen un lugar importante en la sociedad. El testimonio de la debilidad de este santo de nuestros días fue quizá el más fuerte de todo su pontificado. Ya decía san Pablo «mi fuerza se muestra perfecta en la debilidad» (2 Cor 12, 9).
Parecería que el argumento de nuestra reflexión: «La fuerza del misionero está en ser transparencia de Cristo» nada tuviera que ver con lo que estoy tocando al hablar de la ancianidad, pero quisiera que fuéramos ahora a un pasaje de la Escritura, que ilumina nuestra reflexión. El pasaje del que hago memoria inicia diciendo que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Todos sabemos el resto del relato, que continúa con la profecía de Ana, la hija de Fanuel, de la tribu de Aser, que siendo de edad avanzada… no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones (Cf. Lc 2,22-38).
Estos dos ancianos, supieron acoger al Niño Jesús y encontrar así su propio lugar como misioneros en el Plan de Dios. Fueron ellos, dos personas entradas en años y casi al final de sus vidas, quienes grabaron en su ser el rostro de aquel pequeño Niño, y vivieron como transparencia de Él. Desde aquel momento… ¿cuál sería el tema de conversación de Simeón, que como todos los ancianos platicaba de sus vivencias y experiencias que marcaron su vida? ¿De qué hablaría Ana a sus gentes? Dos ancianos, en un pequeño trozo evangélico, nos hablan hasta nuestros días de cómo el discípulo-misionero se hace transparencia de Cristo. Con cuánto entusiasmo estas personas de edad esperarían ese encuentro que marcó el resto de sus días.
De igual manera que a un hombre anciano y a una mujer anciana, la revelación había confiado la primera promesa de salvación en Abraham y Sara; los viejos y cansados brazos de Simeón temblarían de emoción al cargar al Divino Niño, realización de todas las promesas de salvación. Dios confía por un instante a Simeón toda la esperanza del mundo, a fin de que él sepa que nadie está excluido, que todos somos invitados a ser transparencia del Mesías hasta el último segundo de nuestras vidas y que para Dios, no existe el descarte. En el año de la Misericordia, el Papa Francisco hablando a un grupo numeroso de ancianos, más de siete mil, les dijo: «¡Esto del descarte es muy feo!... ¡No hay que dejar que esta cultura del descarte se imponga! La cultura debe ser siempre inclusiva... Queridos abuelos y queridas abuelas –concluyó- gracias por vuestro ejemplo de amor, de entrega y de sabiduría. Seguid dando testimonio de estos valores con valentía. Que no falten en la sociedad ni vuestra sonrisa ni la hermosa luminosidad de vuestros ojos. ¡Que la sociedad los vea!» (Aula Paulo VI, 15 e octubre de 2016).
En la vida de cada uno de nosotros, como en la vida de Simeón y Ana, de Abraham y Sara, de san Juan Pablo II, de la beata María Inés, de Benedicto XVI o el Papa Francisco, ha habido una llamada; de otra forma no estaríamos aquí. Incluso nuestro «sí» fue tal vez un «sí» en la oscuridad, sin saber hasta dónde nos llevaría. A muchos años de distancia, los ancianos casados, solteros, viudos o consagrados, no deben tener miedo de reconocer lo que Dios ha sabido construir sobre aquel pequeño «sí», a pesar de que quizá haya habido algunas resistencias e infidelidades. Somos transparencia de Cristo y cada uno de nosotros puede entonar un conmovido y agradecido «Nunc Dimitis» cuando Dios juzgue que ha llegado el momento de volar al cielo.
Tal vez la prueba más dolorosa y más frecuente de la vejez en un discípulo-misionero, sea el de llegar, al declinar las propias fuerzas, a tener que abandonar las actividades que se piensa con las que transparentan a Cristo. El mundo atareado en el que vivimos, hace caer en la tentación de pensar así, que las actividades son transparencia de Cristo y no es así; la transparencia de Cristo es la persona, el ser humano que, como diría san Ireneo, uno de los santos padres: «Es la gloria de Dios».
El discípulo-misionero está llamado a ser transparencia de Cristo no por lo que hace, sino por lo que es. Ninguno de nosotros sabíamos, desde el primer instante de nuestro «sí», cuál es en concreto el camino y la santidad que Dios quiere de cada uno; sólo Dios la conoce y nos la desvela según avanza el camino. Con ello consigue que para alcanzar la santidad el hombre no pueda limitarse a seguir las reglas generales que valen para todos y que haya un tiempo o edad. El cristiano debe entender lo que Dios le pide a él y solamente a él. Pensemos en qué habría ocurrido si José de Nazareth se hubiera limitado a seguir fielmente las reglas de santidad entonces conocidas, o si la beata Madre Inés se hubiera obstinado en observar las reglas canónicas vigentes en los institutos religiosos hasta entonces fundados. Lo que Dios quiere en particular de cada uno se descubre a través de los acontecimientos de la vida, de la palabra de la Escritura, de la orientación del director espiritual; pero el medio principal y ordinario, es el formado por las inspiraciones de la gracia. Estas son las solicitudes interiores del Espíritu en lo profundo del corazón a través de las cuales Dios no sólo da a conocer lo que pide, sino que al mismo tiempo comunica la fuerza necesaria para realizarlo si la persona acepta.
Así, cada día que pasa, Cristo se hace presente en nuestras vidas, hemos de transparentarlo a los que nos rodean para que ellos le puedan seguir más de cerca. Esta es nuestra forma de ser misioneros, por eso no importa si no se camina aprisa, si se batalla para respirar, si algunas cosas se borran a veces de la memoria. ¿Cuál es el eje que hace girar mi vida cada día? Dice la beata María Inés que el discípulo-misionero debe ser «un Cristo viviente, que sabe a que se atiene y comprende que debe ser cristocéntrico, todo lo relaciona a Él, todo lo convierte en monedas para salvar almas para Él» (Cf Carta colectiva de junio de 1965.
En el fondo de la vida está la gran elección, que es decidir cual quiero que sea el eje de mi vida en torno al que quiero que mi vida gire. Para algunos, aún al final de sus días, o sumergidos en medio de penosas enfermedades, la vida gira en torno al dinero y a las cosas que el dinero consigue: cosas materiales, lujos, placeres, etc. Muchos son los que centran su vida en el tener, en el placer y en el poder. Otros centran su vida en el trabajo: es su única obsesión, es su única motivación o, al menos es la más importante. Algunos quizás centran su vida en un ser querido, en un amante, o en un hijo y todo gira alrededor de aquella persona al grado de vivir un tanto alienados de otras experiencias y vivencias. Otros viven en torno a sí mismos en una experiencia egocéntrica y narcisista, olvidándose de los demás. Nuestra vida, a diferencia de la los animales, necesita tener sentido y no hay nada en este mundo que le dé un sentido pleno nuestra vida ya que como dice san Agustín, «fuimos creados para ti y nuestro corazón no descansará hasta que repose en ti», refiriéndose a Dios, es decir, hasta que se centre en Dios. Sólo Él puede dar plenitud y sentido a la vida humana en cualquier vocación específica y esto por dos razones que al final se convierten en una sola: Porque salimos de él, fuimos hechos a su imagen y semejanza y porque le tenemos como destino. Sólo él puede satisfacer a plenitud los anhelos más auténticos y profundos de nuestro corazón.
Además, centrar la vida en Jesucristo para ser transparencia suya, no significa renunciar a dar la espalda a la vida, sino darle un significado positivo y bueno. A lo que nos invita renunciar es a todo aquello que tiene un signo de alienación, es decir, aquello que no nos permite vivir en plenitud como sería un placer desordenado, un amor obsesionado o un apego material destructivo. El Señor quiere que amemos a las personas y muy intensamente, pero sin que perdamos de vista el horizonte amplio del existir. El Señor quiere que seamos felices y que gocemos de las cosas buenas de la vida, pero no quiere que vivamos esclavos de los excesos al grado de olvidar de vivir auténticamente nuestra consagración porque ya no hay mucho que hacer.
Centrar la vida Jesucristo es descubrir que Él, viviendo en nosotros, es capaz de sostener, animar, orientar y dar plenitud a nuestra existencia como misioneros. Hay personas enfermas o ancianas que no son felices porque se buscan mucho a sí mismas. Centrar la vida en Jesucristo es permitir que nos ayude vivir plenamente hasta la total y profunda realización y felicidad.
Permítanme ahora transcribir una experiencia anónima que me conmovió y que mucho me enseñó: «Soy una anciana, maestra de escuela pública, jubilada, convertida a los 31 años. Estoy enferma e inválida a causa de la artritis y la descalcificación. Desde hace 7 años vivo "enclaustrada"; doy todavía algunos pasos por la recámara con dos bastones ingleses; estoy casi siempre acostada en la cama o en un sillón; he podido "subsistir" en mi casa hasta ahora con la ayuda de una empleada-amiga que viene cuatro mañanas por semana.¿Soy por lo tanto una inútil? Ciertamente que no. Llego a decir riendo: "Yo no soy inútil… Doy a todos la oportunidad de ejercer su caridad". Esto puede parecer una broma, sin embargo, es una verdad. ¡No me siento inútil! Hay, sin duda actividades que yo todavía puedo realizar: leer y escribir por ejemplo.
Yo practico —continúa diciendo esta santa mujer— lo que llamo "la operación puerta abierta": acoger a todos aquellos que quieran venir hacia mí. Pero lo que me hace creerme útil, lo que me hace ver "la eficacia de mi vida" (para usar esa palabra que en nuestra época se emplea con tanta frecuencia), es la certeza de que Dios está presente en mí y en los otros y que es Él quien sostiene mi vida. Es Él, quien a través de mí, por este miserable "instrumento" puede irradiar su Amor. Sí, por mí, esto es cierto: "Cristo vive en mí", el Espíritu Santo habita en mí… Si mañana o ahora mismo quizás, un "ataque", un accidente de salud me redujera a una vida vegetativa no pienso que sería inútil. Mientras Dios me de un soplo de vida, mientras Dios habite en mí, Él puede servirse de todas las incapacidades; "acción e inacción" están entre sus manos. La "ofrenda" hecha conscientemente, permanece válida a pesar de que la lucidez desaparece, y yo creo que Dios nunca rehúsa ni la más pobre ofrenda de nuestra vida con sus dificultades, sus penas, sus alegrías, sus sufrimientos. En la pasión de Cristo ellas participan en la redención (A.M. Besnard, O.P. “Horizontes para la Tercera Edad”, México 1990, p.p. 27-28).
Esta certeza, de saber que se es transparencia de Cristo, hace que se entienda plenamente el sentido de la misión, que no puede reducirse solamente a ir a tierras lejanas, sino que, como nos lo recuerda constantemente la beata Madre Inés, es nuestro más caro derecho, nuestra más grande obligación en todo tiempo y lugar a donde la obediencia nos destine. Sin la ofrenda de cada uno de sus dolores, de sus sufrimientos, así como de los míos y de cada uno de los cristianos, el concepto de «Iglesia misionera» se debilitaría. El sufrimiento, unido a la oración es fuerza misionera que hace centrar la vida en Cristo.
San Pablo nos recuerda: «Sabemos que si nuestra casa terrena o, mejor dicho, nuestra tienda de campaña llega a desmontarse, Dios nos tiene reservado un edificio no levantado por mano de hombres, una casa para siempre en los cielos» (2 Cor. 5,1). Y la beata Madre Inés, entre tantas enseñanzas que nos deja, nos dice que el alma misionera «vive enamorada de Dios, es cristocéntrica, pero lo relaciona y ofrece primero a su Madre del Cielo, para que lo purifique ella y lo presente a su Divino Hijo. No sabe separar a María de su vida diaria, de su apostolado y de su fe…» (C.C., junio de 1965).
Hagamos oración: Señor Jesús, que mis oraciones, dolencias y enfermedades sean también la oportunidad de ser tu transparencia y el camino para llegar a la gloria bajo el cuidado de María. Amén.
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.