miércoles, 8 de junio de 2016

Santos y misericordiosos como el Padre Celestial... Un tema de reflexión para seguir a Cristo más de cerca

Cómo deben resonar en nuestros corazones misioneros aquellas palabras tan claramente pronunciadas por San Juan en su primera carta: «No dejen que nadie los engañe. Quien practica la santidad es santo, como Cristo es santo... En esto se distinguen los hijos de Dios de los hijos del diablo: todo aquel que no practica la santidad, no es de Dios; tampoco es de Dios el que no ama a su hermano» (Cf 1 Jn 3,7-10)

Todos los hijos de Dios, hemos sido llamados a vivir esta vocación a la santidad. La Iglesia ha recibido como herencia de Cristo la santidad. A estas palabras de San Juan pudiéramos unir nosotros ahora aquellas otras que resuenan en la carta de San Pablo a los Efesios y que dicen: «Cristo amó a su Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la pa-labra, y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia, sin mancha ni arruga, ni nada semejante, sino santa e inmaculada» (Ef 5, 26).

El Señor Jesús, ha podido comunicar a la Iglesia su santidad, porque Él es el Hijo de Dios, el Cordero de Dios en quien no hay pecado. Él posee la plenitud de la santidad. Y por su santidad ha surgido la Iglesia Santa.

«En aquel tiempo —nos narra el Evangelio— estaban Juan el Bautista con dos de sus discípulos y, fijando los ojos en Jesús que pasaba, dijo: "Éste es el Cordero de Dios"» (Jn 1,35). Los dos discípulos, al oír estas palabras siguieron a Jesús. Él, con su presencia, predicaba la santidad de vida a todos los discípulos, y esto es lo que la Iglesia quiere seguir predicando a los hombres en nuestros tiempos. Cristo nos ganó la gracia necesaria para vencer el pecado y vivir como hijos de Dios y esta es la misión que la Iglesia cumple en el mundo. La Iglesia sigue haciendo la invitación que Cristo hacía a aquellos discípulos: «Vengan a ver» (Jn 1,39). De esta manera la Iglesia es santa porque con su Palabra, con sus sacramentos y con el testimonio de vida de los fieles comunica a los hombres la santidad que ella ha recibido de Cristo.

Con el bautismo, todos hemos recibido la vida nueva de los hijos de Dios, germen de santidad que debemos desarrollar durante toda la vida. Nuestra vocación a la santidad consiste, por lo tanto, en la exigencia de cumplir con la máxima fidelidad posible los compromisos bautismales en la vocación específica a la que hemos sido llamados pero recordando que todos somos discípulos misioneros.

Todos los bautizados estamos llamados a la santidad y Dios da a cada uno una vocación concreta, una vocación específica diversa: unos son llamados al sacerdocio, otros a consagrarse en la vida religiosa o en un instituto secular; algunos otros como seglares, son llamados a formar una familia o a quedarse solteros en el mundo, en fin. Cada uno lleva un estilo diferente, pero todos estamos llamados a llegar a la santidad unidos a Cristo.

En cualquiera de estas vocaciones específicas, la santidad consiste en vivir el espíritu evangélico de amor al prójimo. «Tampoco es de Dios el que no ama a su hermano» dice San Juan (1 Jn 4,20), por eso, la santidad no se puede entender si no tiene una proyección de amor hacia los demás ejerciendo las obras de misericordia. Quien se santifica no se santifica sólo a sí mismo y desde sí mismo, sino también al entorno social en el que se desenvuelve su vida. «Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con Él ese día. Eran como las cuatro de la tarde» (Cf Jn 1,35-39). «Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron lo que Juan el Bautista decía y siguieron a Jesús. El primero a quien encontró Andrés, fue a su hermano Simón, y le dijo: "Hemos encontrado al Mesías. Lo llevó a don-de estaba Jesús."» (Cf Jn 1,40-42).

El mundo de hoy necesita santos así, auténticos. Santos que lleven a plenitud la vida cristiana y la perfección en la caridad ejerciendo las obras de misericordia. Santos que más que cautiven por sus milagros extraordinarios, conmuevan por su amor a Dios y a los hermanos en la vida ordinaria en las pequeñas cosas de cada día. La beata María Inés teresa del Santísimo Sacramento es un claro ejemplo de estos santos que se necesitan en la época actual. Una mujer, gran mujer; sencilla, humilde, serena, alegre, llena de paz y de amor que reflejaba a Dios en una constante sonrisa; una mujer valiente y audaz en la caridad con un corazón misericordioso sin fronteras.

Ella misma nos ha dejado en sus escritos esos anhelos de santidad que todos deberíamos de sentir: «Heme aquí, pues me has llamado.- Me doy a Ti con toda la intensidad de mi alma. ¡Ah Señor!, quiero llegar a la santidad de Santa Teresa, a la de San Francisco y Santa Clara, no en cuanto a las revelaciones, ni a las obras ostentosas y exteriores; las primeras no me atraen, las segundas no son para una miserable chiquilla como yo. El amor, ­¡ah! ese sí me atrae inmensamente, y es tu deseo que todos te amemos con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente...» (Escritos).

Sin duda alguna, al fundar la Familia Inesiana, Nuestra Madre —como cariñosamente llamamos muchos a la beata María Inés— sabía lo que hacía como respuesta a lo que Dios le pedía. Sin duda alguna ella quería entregar santos a la Iglesia y al mundo. Hombres y mujeres, sacerdotes, consagrados, casados y solteros que apoyándose en la fuerza de Dios fueran auténticos hombres y mujeres realizados en su vocación de hijos de Dios.

Bien sabemos, que a diario estamos sometidos a la tentación, bien sabemos que la vida en un mundo atrapado por el consumismo y envuelto en el egoísmo, es difícil, ¡muy difícil! Bien sabemos que el ambiente entre los adolescentes, jóvenes y adultos en nuestra sociedad hedonista es en general adverso a las cosas de Dios. ¡­Ánimo hermanos y hermanas! No nos podemos considerar ahora confirmados en la santidad pero vamos en camino, Cristo nos santifica sin cesar y quiere hacer de cada uno de nosotros una roca firme en la fe capaz de sostener a nuestros demás hermanos que vagan buscando sentido en esta vida. Una roca firme como María, que nos mostró a Cristo al darlo a Luz, una roca firme como José, que en el silencio del pesebre hace un discurso elocuente que invita a la santidad, una roca firme como Pedro, como Juan, como Andrés, como la beata María Inés Teresa.

Lo que necesitamos, lo sabemos, es la misericordia de Dios y confianza y más confianza en Él para todos los días implorar la santidad hasta que llegue el día en que justicia y rectitud sean las normas con las que rija a todas las naciones y se cumpla lo que dice el salmista: Toda la tierra ha visto al Salvador (Sal 97).

Alfredo L. Delgado, M.C.I.U.

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