La Iglesia, remontándose a la razón humana, a la Sagrada Escritura y a toda la tradición, sigue insistiendo y defendiendo que el matrimonio es la unión conyugal de un hombre y de una mujer, orientada a la ayuda mutua y a la procreación y educación de los hijos.
La palabra «matrimonio» procede del latin y tiene varias raíces: «matrimonium», con origen en los términos matrem (madre) y monium (calidad de): Matris munium puede ser otra de las raíces, que proveniente de dos palabras del latín: matris (madre) y munium (gravamen o cuidado), viniendo a significar «cuidado de la madre», en tanto se consideraba que la madre era la que contribuía más a la formación y crianza de los hijos. Otra posible derivación provendría de matreum muniens (idea de defensa y protección de la madre), implicando la obligación del hombre hacia la madre de sus hijos. De manera que es evidente la necesidad de la complementariedad sexual para su existencia. Desde el punto de vista jurídico-formal, en los inicios, el matrimonio fue considerado siempre como la unión legal de dos personas de sexo diferente, Es frecuente hoy en día la unión de parejas que forman un hogar sin estar casadas, lo cual se conoce como concubinato. Además de eso, existen nuevas leyes que aprueban al matrimonio con la unión de dos personas con el mismo sexo, porque últimamente, según criterios derivados de encuestas sociológicas hechas solamente en ciertos colectivos, resulta que ha de llamarse matrimonio a la institución social que, de cualquier forma, constituya la forma reconocida para fundar una familia.
Para la Iglesia y para todo hombre y mujer de fe firme, en lo teológico, el matrimonio es la unión del hombre y la mujer dirigida al establecimiento de una plena comunidad de vida y amor. Así, en la Iglesia Católica, el matrimonio no es una institución meramente «convencional» ni es el resultado de un acuerdo o pacto social. El matrimonio tiene un origen más profundo. Se basa en la voluntad creadora de Dios. Dios une al hombre y a la mujer para que formen «una sola carne» (Mc 10,8) y puedan transmitir la vida humana: «Sean fecundos y multiplíquense y llenen la tierra» (Gn 1,28; 9,7). Es decir, el matrimonio es una institución natural, cuyo autor es, en última instancia, el mismo Dios. Jesucristo, al elevarlo a la dignidad de sacramento, no modifica la esencia del matrimonio; no crea un matrimonio nuevo sólo para los católicos frente al matrimonio natural que sería para todos. El matrimonio sigue siendo el mismo, pero para los bautizados es, además, un sacramento.
En la defensa a ultranza de la institución matrimonial como fue diseñada desde el plan de Dios, la Iglesia «no gana nada». No obtiene ningún beneficio. No aumenta su poder, ni su influencia, ni incrementa la cantidad de donativos que pueda recibir. Al contrario, se expone al escarnio público por parte de algunos colectivos muy influyentes y al rechazo de sus posiciones por parte de sectores importantes de población. Si a pesar de este costo, la Iglesia sigue insistiendo en su mensaje, es que algo muy serio está en juego. Lo que está en juego, en este caso como en cualquier otro en el que la Iglesia alza la voz, es el respeto a la dignidad de la persona humana y a la verdad sobre el hombre. El sujeto de derechos es la persona, no una peculiar orientación sexual. Para la Iglesia y por lo tanto, en la Iglesia, el matrimonio no es cualquier cosa; no es cualquier tipo de asociación entre dos personas que se quieren, sino que es la íntima comunidad conyugal de vida y amor abierta a la transmisión de la vida; comunidad conyugal y fecunda que sólo puede establecerse entre un hombre y una mujer. Por otra parte, no se puede privar a los niños del derecho a tener padre y madre, del derecho a nacer del amor fecundo de un hombre y de una mujer, del derecho a una referencia masculina y femenina en sus años de crecimiento. La Iglesia considera que la relación sexual es una expresión de amor entre un hombre y una mujer, que se dan el uno al otro totalmente. Dicha entrega debe ser sostenida por Dios, que le da a los esposos la gracia de amarse como Él los ama, ser fieles y mantenerse unidos hasta que la muerte los separe.
Como madre y maestra, la Iglesia se preocupa por todos sus hijos, quiere que estén lo mejor posible, y si percibe que corren algún riesgo, se los advierte. Este es el caso del llamado «matrimonio igualitario». La Iglesia no reconoce el tipo de uniones homosexuales como matrimonios porque no quiere que nadie sufra los daños que este tipo de unión suele provocar: daños a la salud física, psicológica y espiritual. La Iglesia Católica, sin olvidar la maternidad espiritual a la que está llamada. dedica un amoroso cuidado maternal a los homosexuales que se acercan viviendo en castidad y para ellos, y los que están en búsqueda de vivir en gracia, las puertas están siempre abiertas. En el Catecismo de la Iglesia Católica se enseña que las relaciones homosexuales «no pueden recibir aprobación» (CEC 2357), pero también enseña que los homosexuales «deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará todo signo de discriminación injusta» (CEC 2358). Cuando el Papa Francisco dijo: «Si una persona gay se acerca a Dios y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para criticar?», no estaba aprobando la relación homosexual, sino invitando a los homosexuales a acercarse a Dios, y a experimentar la dicha y la paz de amoldar su vida a la divina voluntad.
La Iglesia no odia a los homosexuales, los ama, y sufre si ellos sufren, por eso es que precisamente se opone a que las uniones entre homosexuales reciban el nombre de «matrimonio». A la Iglesia le duele tanto el hombre como la mujer. Le preocupa lo que vaya a ser de cada uno. En definitiva, no se lava las manos ante la suerte de lo humano, aunque esta defensa sea incomprendida y acarree críticas. La Iglesia no teme hablar con la verdad, aunque ya sabe que, como dice el dicho, «la verdad no peca, pero incomoda«, y en ciertos casos no sólo incomoda, sino enfurece. Ni modo, no hay para dónde hacerse, porque la Iglesia recibió la misión de ser profeta de Aquél que dijo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6), aunque lo que diga no sea «políticamente correcto» y sea tomado a mal por mucha gente. A un sacerdote católico le escupieron participantes de una marcha del orgullo gay. Un padre de familia que pidió ser avisado cuando en la escuela dieran lecciones de homosexualidad, para no enviar a su hijo, fue arrestado. Una maestra que se negó a leer un cuento gay a los niños de guardería, fue despedida. Los centros de adopción son presionados para dar prioridad a parejas homosexuales que desean adoptar niños. Negocios relacionados con bodas (pastelerías, florerías, salones, etc.), cuyos dueños se han negado a dar servicio a bodas gay han sido multados y/o clausurados... ¿es qué no tenemos todos libertad para estar de acuerdo con algo o no?
Los homosexuales de nuestros tiempos exigen tolerancia pero son, en su mayoría, intolerantes. Hay quienes —sobre todo colectivos gays y lésbicos— se quejan de que la Iglesia no se pone al día, que no se moderniza, que su pensamiento es retrógrada, que no es democrática, que no toma en cuenta las encuestas como otras iglesias. Es que la Iglesia Católica no se manda sola. La Iglesia Católica es consciente de que es depositaria del tesoro de la fe que le encomendó el que la fundó: Cristo, y sabe que debe mantenerse fiel a Él y a nadie más. La Iglesia Católica no está para darle gusto a las masas o colectivos; no es política, ni agente de relaciones públicas; no busca caer bien o quedar bien para ganar público. La Iglesia, como he dicho, es madre y maestra. Lo que le interesa es acoger y encaminar amorosamente a todos sus hijos a la salvación, y si para eso hace falta exhortarlos, los exhorta, y si hace falta decirles para su bien algo que no les guste oír, se los dice.
A la unión legal de un hombre con una mujer (sexos diferentes) se le ha llamado siempre «Matrimonio». Los contrayentes adquieren la condición de Familia y de esta manera perpetúan la especie humana por medio de la procreación. La familia tradicional es la célula básica y el soporte vital de nuestra sociedad. Por lo tanto, la unión de dos hombres o de dos mujeres (con sexos iguales y que no pueden procrear entre si) nunca podrá ser matrimonio, por esa rotunda imposibilidad física y biológica de transmitir la vida. Y cabe aclarar que a estas parejas masculinas o femeninas yo las respeto absolutamente y las acompaño espiritualmente si lo piden, pero, llamar Matrimonio a lo que hablando con propiedad, nunca ha sido, no es, ni puede ser algo correcto.
La cosa, entonces, no es como algunos medios de comunicación han planteado, ni por un conservadurismo que la hace aferrarse neciamente a tradiciones arcaicas, ni porque odie a los homosexuales. Lo que la Iglesia propone tiene siempre dos razones: ser fiel a lo que dice la Palabra de Dios, y buscar lo que pueda ayudar al ser humano a ser verdaderamente libre, pleno, feliz, encaminándolo a su salvación.
Un barco transatlántico que navegaba en medio de una noche oscura, de pronto avistó a lo lejos una luz que parecía avanzar directo hacia él. El capitán envió de inmediato un mensaje: «Están en ruta de colisión con nuestra nave, cambien de rumbo». Le contestan: «No. Más bien ustedes deben cambiar su rumbo». El capitán vuelve a insistir y los otros también. Luego de intercambiar varios mensajes en los que nadie cedía, el capitán, exasperado, escribió: «Estoy transmitiendo desde el buque de su majestad, ¡les ordeno que cambien de rumbo!». Y le contestan: «¡Cambie usted de rumbo! Nosotros estamos transmitiendo desde el faro del puerto...»
Me dio risa esta anécdota que encontré en un artículo y comparto con ustedes, pero plantea algo muy cierto: lo que está sólidamente asentado no puede moverse, hacerse para otro lado, cambiar. La Iglesia Católica es como ese faro del puerto. Además, el principio de no contradicción de Aristóteles dice claramente: una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo lo que es. Y el matrimonio, para el hombre y la mujer de fe, en el seno de la Iglesia, no puede ser, al mismo tiempo clara y rotundamente, lo que no es: porque la Palabra de Dios lo rechaza; porque no santifica ni da vida; porque causa daños físicos, psicológicos y espirituales; porque donde se ha legalizado se ha atentado contra la libertad de conciencia y de expresión, porque como se opone a la voluntad de Dios, pone a los involucrados, en grave riesgo de perder su salvación.
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
Nota: Este artículo está tomado de diversas fuentes del Catecismo de la Iglesia, de la Sagrada Escritura, de la Tradición y el Magisterio de la Iglesia y de algunos artículos de Internet de blogs serios.
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