miércoles, 29 de junio de 2016

«¡ES EL SEÑOR»... El entusiasmo de Pedro por re-encontrarse con Jesús


«¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre? Unos dicen que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros que Jeremías o alguno de los profetas... Y entre ustedes, ¿quién dicen que soy yo?» (Mt 16,13ss; Mc 8,27ss). Aquel grupito de Apóstoles no se imaginaba, tal vez, que Jesús, su maestro, les llegara a lanzar algún día esa pregunta: «Ustedes, ¿quien dicen que soy yo?»

Ya estaba lejano aquel día en que un humilde carpintero de Nazareth les había dicho «¡Síganme! Los haré pescadores de hombres» (Mt 4,19). Ellos habían sido generosos. Unos dejaron a su padre, otros a su familia entera tal vez, algunos abandonaron sus barcas y sus redes y todos —llegado el momento— se alejaron de su lago y de la suave Galilea. Lo hicieron con alegría porque el carpintero de Nazareth era un hombre fascinante y, además, les había dicho textualmente: «Desde ahora serán pescadores de hombres». Pero, ahora, en estos momentos, mientras van de camino, el Maestro quiere saber una cosa: «¿Quién dicen ustedes, que soy yo?».

La Escritura dice que fue Simón Pedro quien tomó la palabra y con fuerte voz —de modo que todos oyeran— exclamó: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16) y que el Maestro respondió lleno de gozo: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos!» (Mt 16,17). Cuántas cosas habrían de suceder después. Pienso, por ejemplo, en el gozo que guardaría Pedro al recordar aquella respuesta que dio en aquel examen en nombre de todos sus compañeros y con cuanta emoción recordaría aquellas otras palabras, en aquel momento no muy claras para él, cuando Jesús le dice: «Tú eres Pedro, y, sobre esta piedra, edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18).

El tiempo pasó... ¡como pasa ahora!... Aquel grupito de los Apóstoles celebraría una Pascua inolvidable, una Pascua accidentada y dolorosa como ninguna otra. ¡Qué lejos quedaría de aquel día en que el Maestro les había hecho esta pregunta! Todo, en la noche de Pascua, en los momentos de la pasión y en los días de las apariciones del Resucitado sería recordar. Los Apóstoles estarían juntos como en aquel entonces y una vez, nos narra el Evangelio, Pedro decidió pescar... Trabajo, distracción, ganas de olvidar reconociendo el fracaso y las negaciones... 

Seguro, sin entender aún aquellas palabras que Jesús le había dicho: «Yo te daré las llaves del Reino» (Mt 16,19), Pedro pensaría en la sonrisa del Maestro, aquella sonrisa que ahora se le había congelado por los hechos acontecidos y su incapacidad de reconocer que era uno de los seguidores de Jesús. Pensaría tal vez que ya no tenía sentido quedarse en Judea y le brotó espontáneamente un: «¡Voy a pescar!» (Jn 21,3) que contagió a los demás, también agobiados y confundidos por los acontecimientos vividos. Ellos dijeron: «¡Vamos, también nosotros iremos contigo!» Estaban decididos a olvidar su pasado reciente. Uno de los del grupo —cuyo nombre no siquiera querían pronunciar— conocido después como «el traidor», había muerto en Jerusalén de la manera que todos sabían. Nada quedaba del pasado tan reciente. Lo más sensato era olvidar y regresar al lago.

Aquellos hombres conocían la barca, manejaban los remos con habilidad, el lago les era familiar, sabían en dónde habían pescado en abundancia. El trabajo que les esperaba iba a ser duro, debían soportar la humedad del lago y el frío de la noche. Ellos lo sabían. La dureza del trabajo tendría, sin duda, su recompensa al amanecer. Simón Pedro y sus compañeros ya imaginaban las redes repletas de pescados. Pocas horas después de que saliera el sol, ellos —según sus pronósticos— ya habrían terminado de vender la mercancía obtenida en varios lugarcitos de la región.

Se pusieron a trabajar con renovada ilusión. ¡Al fin olvidarían todo aquel pasado que ahora no entendían! ¡Comenzaban a digerir sus pasadas desilusiones y fracasos apenas recientes! ¡Había un futuro y ellos eran hombres que servían para algo! Las horas pasaban lentamente. Los pescadores echaban la red una y otra vez... y en cada vuelta no sale nada. ¡No puede ser! Tiempo atrás capturaban muchos peces en el mismo lugar. Ahora hay que añadir un fracaso más luego de haber sabido de la muerte del Maestro, pues solo uno estuvo allí junto a la Madre de Jesús (Jn 19,27). Decidieron regresar a casa y nadie hablaba. ¡Qué diferencia de aquellas veces en que yendo por el camino con el Maestro discutían, hablaban, reían, oraban, cantaban! Ahora sólo se escuchaba el lento y pesado golpe de los remos al dirigirse a la orilla.

Cuando distaban de la orilla unos cien metros, alguien les grito: «¡Muchachos, ¿han cogido por casualidad algo que comer?» ¡Lo que faltaba! Aquel desconocido no solamente los ponía en evidencia, sino que se atrevía a pedirles en esas palabras algo para comer... a ellos, que ni siquiera tenían un charalito para llevárselo a la boca. Un bronco y malhumorado «¡No!» sonó al unísono. El desconocido de la playa, no obstante, tenía ganas de hablar. Los Apóstoles se sintieron heridos en su amor propio seguramente. A ellos, conocedores del lago, aquel desconocido les iba a decir dónde tenían que tirar la red. Reprimieron sin embargo el coraje, al fin y al cabo nada perdían con intentarlo una vez más. Siguieron el consejo de aquel hombre extraño porque presentían que algo especial venía.

Lo que sucedió después nunca supieron explicarlo. La red se hundía hacia el fondo del lago queriendo hundir la barca. Sí, ciertamente había algo especial, algo distinto a las sensaciones de hacia apenas unos cuantos minutos. Ahora tenían la sensación de que la barca se iba a volcar del lado derecho. Comenzaron todos a tirar de la red bastante sorprendidos, porque nunca antes habían pescado tanto como ahora. Es más, casi no tenían fuerza para sacarla. La red iba subiendo y aparecían pescados y más pescados, eran muchísimos... Jamás habían visto tantos peces juntos en una sola red.

Uno de aquellos hombres, a quien amaba el Maestro con un especial cariño paternal, porque era el más pequeño, se fijó detenidamente en el extraño que aún permanecía de pie en la orilla. Antes, cuando se había dirigido a ellos llamándoles «muchachos», su corazón juvenil le había brincado fuerte. Solamente una persona de sonrisa transparente los interpelaba a todos con ese cariño, aunque nunca en alguna otra vez las hubiera llamado con esa palabra... «¡Es el Señor!» (Jn 21,7), gritó Juan con fuerte voz.

Pedro abrió entonces unos enormes ojos y no esperó ni un segundo. ¡Cuántas cosas pasarían por su mente y su corazón mientras sus ojos brillaban y se llenaban de lágrimas! Se sujetó la ropa a la cintura y se tiró al agua. Nada le importaba, ni los peces ni la frialdad o la tibieza del agua, lo único que quería era llegar cuanto antes al que había proclamado como Mesías en aquella vez que le venía a la memoria ahora. Ni siquiera se detuvo antes de lanzarse para calcular distancias y tiempos. Lo único que buscaría sería llegar cuanto antes y volver a ser el Pedro de antes, aquel que por amor había dejado su casa y sus redes; aquel que por amor le había dicho a Jesús un día: «¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios!» (Mt 16,16) Seguro iría nadando pensando sin cesar: «¡Es el Señor... es el Señor... es el Señor!» y rebosante de gozo nadando cada vez más de prisa. Tal vez todos a coro se fueron uniendo al grito de alegría: «¡Es el Señor!».

La verdad es que aquellos hombres no tuvieron tiempo para detenerse en altas reflexiones. Como María, que después de la anunciación se encaminó presurosa, ellos también presurosos tras haber descubierto al Maestro vivían la sorpresa que Dios les estaba regalando. Al tocar tierra vieron las brasas, pescado y pan... esperando la parte que a ellos les tocaba para completar la celebración de aquel encuentro maravilloso. Jesús les dijo: «Traigan de los peces que han pescado ahora» (Jn 21,10). Atraídos por la mirada transparente y serena del Maestro no preguntaron de donde sacó aquel pescado y el pan, simple y sencillamente cumplieron con prontitud sus órdenes, añadieron algunos peces recién capturados y se sentaron a almorzar.

Antes de probar un solo bocado, el Señor ejecutó algunos gestos ya conocidos por sus discípulos: «Se acercó, cogió el pan y se lo repartió, y lo mismo hizo con el pescado» (Jn 21,13). ¡Qué sabor tan delicioso y desacostumbrado encontraron en aquel manjar! La comunión de Jesús de Nazareth, el Mesías, el Salvador, el Hijo de Dios vivo con sus discípulos no terminaría nunca... a la vez, todo era tan nuevo que no acertaban a explicarlo, se contentaban con vivirlo.

Esta vivencia les infundió un nuevo ardor, un ardor tan nuevo, tan maravilloso tan impetuoso, que al amanecer de aquel día abandonaron definitivamente el lago —a lo mejor sin vender siquiera aquel pescado sino regalándolo— y se esparcieron por toda la tierra pregonando: «¡Es el Señor! ¡Es el Mesías! ¡Es el Hijo de Dios!» 

Nosotros, los creyentes de nuestros tiempos, tenemos de mil formas y muchas veces un encuentro con el Maestro que nos tiene siempre algo preparado y solamente pide esfuerzo, entrega, sencillez y confianza. La Nueva Evangelización no espera para ir a gritar también nosotros: «¡Es el Señor! ¡Es el Mesías! ¡Es el Hijo de Dios!»... Es el Cristo de la Eucaristía, es la Palabra del Padre, es el Señor de la Misericordia.

Tenemos toda una escuela de santos y beatos, como San Pedro, san Pablo, San Juan Pablo II, el Beato Miguel Agustín Pro, las Beatas Teresa de Calcuta y María Inés Teresa Arias... No nos podemos quedar con los brazos cruzados. Nuestra vida y nuestras acciones tiene que ser misioneras. Nuestra existencia no puede pasar sin dejar las huellas de Cristo por donde hallamos pasado.

Una mirada a María, Madre de la Iglesia, bastará para empezar ya. No hay tiempo para teorizar... ¿No podrán brillar nuestros ojos como los de Pedro en aquella ocasión en que escucho de Juan: «¡Es el Señor!»

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

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