Cada vez que participamos en la celebración Eucarística, antes de recibir la Sagrada Comunión, dirigimos a Dios una súplica: «Una palabra tuya bastará para sanarme». Hoy, Miércoles Santo, podemos pensar —para hacer nuestra meditación— en la figura de Judas Iscariote, que entrega a Jesús a sus ciegos verdugos.
Jesús, el Cristo, cumpliendo la voluntad de su Padre, hablaba con autoridad y siempre con la verdad... ¿Cuántas palabras diría a Judas una y otra vez? ¿En cuantos de sus sermones estaría presente el traidor, antes de aquel impresionante momento?
«Una palabra tuya bastará para sanarme»... No basta estar presente, hay que escuchar al Señor, hay que llenarse de amor a la Santísima Trinidad para escuchar siempre y con constancia la palabra que sana. Cada gracia recibida, es una palabra de Dios salida de sus labios que destilan, en todo momento, la miel de su infinita misericordia. Con cuánta verdad la beata María Inés Teresa decía: «¡Láncense al mar de la misericordia1». ¿Por qué ponemos obstáculos a las palabras de Nuestro Señor? ¿Por qué no recibimos su gracia?
Al contemplar el día de hoy a Jesús sufriente, antes de iniciar el arduo y penoso camino hacia el Calvario, deberíamos de pensar en nuestra condición de «amadores de Dios», de «amigos suyos»... de «cristianos». Judas no llegó al beso de la traición de la noche a la mañana...
Debemos estar atentos cada día, para superar, junto a la Santísima Virgen María, medianera de todas las gracias, las resistencias que nuestra naturaleza opone a su gracia, y abrir, también junto a ella, nuestro corazón a la llamada del Dios Uno y Trino para exclamar con una confianza desbordante en Él un «sí», cuando todos abandonan a Jesús.
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
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