El llamado a una determinada misión viene siempre acompañado de los dones necesarios para la realización de la misma. Hemos venido a este mundo a cumplir la voluntad del Padre, que nos quiere discípulos—misioneros de su Hijo Jesús y de su Reino.
La tarea que tenemos como discípulos—misioneros es la de buscar la conversión de todos y la reunión, en torno a Cristo para celebrar y hacer vida su pasión, muerte y resurrección no solamente en el Triduo Sacro.
El Señor, con tristeza, en el Evangelio que este martes se escucha (Jn 13,21-33.36-38), expresa que «alguien» lo va a entregar. Es uno de ellos, de los suyos, de los más cercanos colaboradores... ¿Qué ha hecho ese «alguien» con los dones recibidos? ¿Qué le ha movido a actuar de esta manera? A otro de los discípulos, el Señor le asegura que lo va a negar... ¿Por qué irá a suceder esto? ¿Por qué no podrá con valentía defender a Jesús?
Estos dos hechos hacen que brote de nuestro corazón una súplica en este Martes Santo: ¡Señor, que no sea yo un traidor ni te niegue! Que sea valiente como nuestros mártires del tiempo de la persecución cristera en México y pueda decir como la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento: «¡Jesús, tú eres la única realidad!».
El arrepentimiento es doloroso, pero es también consolador. Uno de estos dos discípulos se va a arrepentir y renovará su corazón hasta hacerlo totalmente nuevo y capacitarlo para decirle a Jesús: «¡Tú sabes que te amo!» (Jn 21,17). El otro... sabemos cómo acaba con su vida (Mt 27,5).
Bajo la mirada dulce de María Santísima que nos acompaña en el caminar de estos días santos junto a Jesús, y es testigo fiel de los dones que Dios nos ha dado, puedo preguntarme: ¿Y yo, qué actitud tomo en esta Semana Santa?
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
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