Cada día, en este mundo en donde hasta el ruido se ha globalizado, el individualismo está presente en cada paso que damos, lamentablemente todo mundo va de prisa y no tiene tiempo de interiorizar. El ruido caótico define a nuestra sociedad como una cultura desordenada, salvaje y subversiva en la que los individuos no tienen ninguna consideración hacia el otro. Vivimos rodeados de ruidos que nos obligan a mantenernos alejados de nosotros mismos y nos mantienen pegados a las cosas; intentando tapar con música los ruidos de la calle o con conversaciones triviales hablando por el celular, watsapeando y arriesgando la vida por estar desatentos. Es extraño escuchar a alguien decir que se toma unos minutos al día para estar en silencio para encontrarse consigo mismo y para encontrar a Dios. Jesús tenía la costumbre de ir solo a orar en silencio (Lucas 4,42 ).
¡Qué importante es el silencio en nuestra vida y no solamente en el tiempo en que se hace retiro o se participa en unos Ejercicios Espirituales. Dice san Ireneo de Lyon que Abrahán, antes de oír la voz de Dios, ya lo buscaba «ardientemente en su corazón», y que «recorría todo el mundo, preguntándose dónde estaba Dios», hasta que «Dios tuvo piedad de aquel que, por su cuenta, lo buscaba en el silencio». [Demonstratio apostolicae praedicationis, 24: SC 406, 117.] (L.F. 35). Cuando estamos en silencio, hay miles de cosas que escuchamos y a las que de otra manera no se les pone la debida atención… Logramos identificar el canto de los pájaros, escuchar la fluidez del agua, los latidos de nuestro corazón, la quietud de nuestro alrededor y percibir la presencia de Dios. Si realmente un alma quiere conocer las cosas de Dios y adelantar en el camino de la santidad, el silencio no se hace obligación sino «necesidad». “Silencio de los hombres y silencio de las cosas”, decía san Juan Pablo II.
San Ignacio de Loyola, dice que el silencio tiene dos facetas: Ante todo hay un silencio interior, que consiste en acallar otros pensamientos, preocupaciones e inquietudes que distraen al alma de lo único necesario (Lc 10, 38-42). En segundo lugar está el silencio exterior. Sólo así se podrá obtener fruto, sólo así se podrá escuchar la voz de Dios. El Papa emérito, Benedicto XVI, escribió en uno de sus libros "Introducción al Cristianismo", tal vez el más conocido antes de ser elegido como Sumo Pontífice: “Dios es palabra, pero con eso no hemos de olvidar la verdad del ocultamiento permanente de Dios, sólo si lo experimentamos como silencio, podemos esperar escuchar un día su palabra que nace del silencio".
Es que el silencio es una excelente herramienta para muchas cosas, desde enriquecer nuestra vida interior a “bajar varias revoluciones” cuando estamos ansiosos, nervioso o estresados sintiendo que Dios no tiene tiempo de escuchar. Los estímulos que nos rodean (publicidad, televisión, radio, PC, ruidos, conversaciones, bocinas) hacen que nuestro cerebro siempre esté en «alerta» y lleno de ruidos. Estamos continuamente pendientes de lo que ocurre más allá de nuestro cuerpo, hasta cuando dormimos. Sin ellos, podemos sentirnos solos, abandonados, con miedo, etc. Es necesario parar de hablar un momento, dejar de escuchar la televisión o a las personas (desde la pareja a los amigos, pasando por los políticos a los periodistas) y comenzar a conectarse más con el silencio, porque en el silencio se puede escuchar a Dios con más claridad y se pueden tomar mejores decisiones. El silencio es la mejor plegaria, el mejor camino hacia el autoconocimiento y la vía recta hacia el encuentro con Dios... ¡Con razón la Virgen habla tan poco en el Evangelio!
Hay que buscar y poner los medios para el silencio, Sobre los frutos de la soledad y el silencio puede ir uno a la Imitación de Cristo I, 20. Necesitamos el silencio para que María, la Madre del Señor, se pueda acercar a nuestro oído y escuchemos sus finas palabras que casi susurrando nos dirán siempre: «Hagan lo que Él les diga» (Jn 2,5). El silencio además junto al tiempo es una excelente cura para las heridas del alma. Allí donde ese sufrimiento parece interminable, el silencio prepara el camino para la reflexión, el análisis inteligente y el enfoque correcto para una vida con paz mental. El silencio es una bendición.
La beata María Inés Teresa nos dice: “Resolvamonos a ser silenciosos, a no hablar interiormente con nosotros mismos, en disputa con nuestro yo. Hablemos mejor con Dios, de corazón a corazón ya sea en la capilla o en medio de nuestras ocupaciones diarias, con tanta mayor intensidad, cuanto podamos. Y, cuando esto, por el trabajo intelectual que ocupe la mente, no nos sea posible, ofrezcamos entonces al Señor, la intención de orar con él en cada latido de nuestro corazón y ofrezcámosle la acción que realizamos, uniéndola a sus méritos infinitos. Rectifiquemos esta intención con la mayor frecuencia posible. Hagamos de nuestro trabajo una perpetua oración”. (Carta colectiva de Octubre 20 de 1958, f. 3323).
Tal vez valga la pena hacernos algunas preguntas y hacer un espacio de silencio para contestarlas:
¿Hago silencio en mi interior para penetrar en la grandeza de mi vocación de hijo de Dios y como parte de la higiene mental de mi vida?
¿Busco el silencio con el deseo sincero de encontrarme personalmente con Dios, de abrirle mi alma de par en par, de escucharle, de conversar con Él, de convertirme, de acercarme más a Él?
¿Vivo el silencio como un callar práctico o por mera obligación, o trato de vivirlo como silencio que se hace “adoración” y encuentro con Dios y conmigo mismo?
¿Cómo son mis relaciones con Dios en mis ratos de silencio: de indiferencia, superficialidad, autosuficiencia, o de verdadera humildad, de sencillez y de confianza absoluta?
¿Aprovecho los momentos de silencio para crecer, como María, en el amor de Dios en las cosas pequeñas que puedo hacer, en el cumplimento de mi horario personal, en la delicadeza, en la caridad, en el aprovechamiento del tiempo en lo que puedo adelantar, en tener un pasatiempo lícito que me ayude a crecer, en practicar algún acto de piedad, o es solo un espacio de aburrimiento?
¿Me ayuda el silencio para crecer en mi vida interior? ¿Lo cultivo todos los días? ¿De qué manera? ¿Vivo el recogimiento de mi alma y de mis sentidos para que mi corazón sea un sagrario donde more la Santísima Trinidad por la vida de gracia y las virtudes?
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
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