En el ambiente de Iglesia, sobre todo en los grupos aún de niños pequeños en la catequesis, es común oír hablar del término “vocación” y de por sí en las parroquias o en los mismos grupos se hace referencia a la vocación cuestionando a los niños y niñas acerca de la misma: ¿Has pensado cuál es tu vocación? ¿Te has puesto a pensar que vocación tendrás cuando seas grande?, pero hay una pregunta que poco se toca y es esta: ¿Cuándo nace la vocación?
La vocación nace cuando es concebida la persona, porque toda criatura, al nacer, tiene una misión que realizar en la vida porque dentro del ámbito de la creación, todo ser humano está llamado a compartir la vida con Cristo. No sabemos el cómo, pero Dios hace nacer la vocación de seguimiento de Cristo en cada uno y el mismo Cristo sale al encuentro de todos: “El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (Gaudium et spes n. 22, Cf. Jn 1,14).
Con la vocación a la vida nace la vocación cristiana, porque todo fue hecho por Él y para Él. Cuando un nuevo ser nace las personas preguntan: ¿Qué fue?, ¿niño o niña? Dentro de esta diferencia de sexo hay un llamado especial que es para todos, un llamado a seguir a Cristo, a configurarse con Él. Este es el nacimiento de la vocación a la vida, a la vocación cristiana. Esta vocación cristiana es el inicio de un camino en el que la llamada de Dios se vendrá repitiendo para invitarnos a seguirle más de cerca en una respuesta que se va a concretizar luego en una vocación específica.
Cada persona es diferente, nunca se da una igualdad en las personas, aún los llamados “gemelos idénticos” tienen sus diferencias de fondo. La vocación nace en cada persona como algo único e irrepetible, no hay dos vocaciones iguales por eso no hay dos santos que sean iguales. Cada persona tiene sus gustos, sus gestos particulares, su forma de ver y vivir la vida y desde allí ha nacido la vocación particular de cada uno. La vocación nace pues, en el momento mismo en que se nace a la vida, pero se va tomando conciencia de este llamado a lo largo de los primeros años de la vida, especialmente con la ayuda de catequistas, orientadores y orientadoras de los colegios, sacerdotes o religiosos amigos de la familia que van haciendo a los niños conscientes de una elección en el tiempo de la adolescencia y de la juventud. Toda persona está llamada a construir la civilización del amor.
Al nacer un nuevo ser, nace alguien que con el tiempo vendrá a ser un buen padre de familia, una madre muy bondadosa, un cristiano ejemplar, un hermano religioso dedicado a la educación o una religiosa enfermera; un sacerdote muy generoso o un obispo entregado de lleno al servicio de su pueblo; un san Juan Pablo II, un san Juan Bosco, una beata Teresa de Calcuta, una beata María Inés Teresa Arias recibieron ese llamado al nacer.
Cada uno tiene una tarea en la vida, una misión que será única e irrepetible. Lo que uno deje de hacer no lo hará nadie de la misma forma. Cada uno tiene una tarea por hacer en la vida de acuerdo a sus propias capacidades. Cada uno es, como dice la beata Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento: “Un pensamiento de Dios, un latido de su corazón” un ser único e irrepetible que ha sido llamado a poner su granito de arena en la edificación de nuestro mundo, en la construcción de la civilización del amor. Cada uno es un ser irrepetible en el modo de vivir la vida de Cristo, que es vida en el Espíritu, y en el modo de prolongar su misión. La vocación no es un modo de instalarse en este mundo, sino una invitación, en declaración de amor, a ser constructores de un mundo que nos vaya acercando al cielo. Cada vocación o llamada tiene como objetivo ordenar las cosas según el amor, es decir, dar un paso más hacia la construcción de la historia según los planes de Dios para el bien de la humanidad.
Todo aquel que ha descubierto que en él ha nacido una vocación que lo hace cumplir una misión en la vida, está obligado a buscar la manera concreta y efectiva de realizar esa vocación. El mundo está siempre incompleto, hay que seguir edificando la parte del Reino de Cristo que empieza en este mundo y por eso el que se sabe llamado no puede esperar. ¿A quién le toca perfeccionar este mundo para llevarlo a metas altas de desarrollo humano y espiritual? Ese perfeccionamiento le corresponde a cada persona que forma parte de la humanidad, esa tarea la ha dejado Dios en el corazón de cada uno de los llamados.
Hay que hacer que los pequeños se pongan a pensar en preguntas como estas: ¿Te has puesto a pensar cuál es tu primera vocación y cuándo nació? ¿En manos de quién está el mundo? ¿Ya es perfecto el mundo? ¿Cómo puedes colaborar cuando seas grande para hacer este mundo mejor?
Hay muchas personas que no se sienten llamadas. Otras, ya en la pista de una vocación específica, se han hecho unos «arreglos» que no tienen nada que ver con el seguimiento de Cristo. A pesar de todas las limitaciones que pudiéramos encontrar, todas las personas, los acontecimientos y las cosas nos hablan de «alguien» que se nos ha hecho encontradizo para convertir nuestra vida en donación: “Cristo descubre al hombre la sublimidad de su vocación” (Gaudium et spes n. 22).
Si el hombre no descubre que la vocación ha nacido en él desde el momento mismo de su concepción la vida se hace hueca, nada y vacío, un mundo absurdo. Si el hombre no estuviera vocacionado o no fuera fiel a su vocación, surgirían en espiral indefinida un montón de dudas sobre su propia identidad.
Entre tantas figuras que se pudieran presentar, podemos hablar de San Francisco de Asís, que llamaba al sol: «hermano sol» y a la luna: «hermana luna». Cuando el corazón de Francisco de Asís comenzó a latir en sintonía con el de Cristo, las cosas dejaron entrever su mensaje y Francisco se convirtió en el «hermano universal», como anhela ahora ser el Papa Francisco, que, en cierto sentido, por eso adoptó este nombre al llegar al pontificado. El secreto del cambio de Francisco de Asís, estuvo en haber tomado conciencia del nacimiento de la vocación cuando abrió el corazón a Cristo, que sigue llamando a cada uno para compartir la vida con Él. La vida es un encuentro con Cristo para compartir con Él nuestra existencia. Una cara arrugada por el tiempo, unas manos callosas por el trabajo, una salud deteriorada que habla de una entrega de años... todo ello habla de gente que entendió cuándo nació su vocación, la vocación de seguir a Cristo.
«Vocación» significa llamada, insistiremos a los niños. Y Cristo llama a cada uno para comunicarle una vida nueva (Jn 3,5; 4,14) y para hacerle portador de esta misma vida. De cada uno de los que saben que en ellos ha nacido una vocación, Cristo quiere hacer su prolongación, su instrumento, su signo visible, ante el Padre y ante los hombres. La vocación se hace, pues, un desafío permanente. Nace del encuentro con Cristo y se desarrolla en su amistad. La relación personal se hace compromiso esponsal para toda la vida. Cristo sigue llamando a cada uno con un amor irrepetible y para una misión irrepetible, como ya lo hemos dicho.
En 1985, hablando a los jóvenes san Juan Pablo II decía: “Él mira con amor a todo hombre. El evangelio lo confirma a cada paso. Se puede decir también que en esta mirada amorosa de Cristo está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva” (Juan Pablo II, Mensaje a los jóvenes, 31 de marzo de 1985). A partir de esta realidad fuertemente «cristiana», todo llamado siente el respeto y el amor por la vocación de los demás hermanos: casados, solteros, ministros ordenados, religiosos y misioneros. Cada vocación se complementa con las demás para vivir y llevar la Buena Nueva.
En todos nosotros, ha nacido una vocación que nos hace conscientes de que todos somos llamados a amar con todo el corazón y, por ello mismo, a sentirse unidos a los hermanos que construyen en comunión la civilización del amor, Pueblo de Dios, cuerpo místico de Cristo, Iglesia sacramento universal de salvación. Algunos quizá, desde muy pequeños, tuvimos ayuda para irlo descubriendo. Ahora nosotros somos portadores de este gozo de vivir la vocación. Cada uno de nosotros somos una página de la biografía de los demás, porque en todos ha nacido esa vocación a formar la única biografía del «Cristo total». “Nos ha elegido en Él antes de la creación del mundo” (Ef 1,4). Toda llamada de Dios es declaración de amor que espera un «Sí» como el de la Virgen María (Lc 1,38) para compartir la vida con Cristo.
*Con el deseo de que estas reflexiones ayuden a los catequistas para que hagan a los niños y a los adolescentes cercana la tarea de descubrir la vocación, les dejo en sus manos este material que cada uno, que cada una, podrá fácilmente ampliar.
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
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