Dios ha creado a los hombres y mujeres de este mundo. Dios dijo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.» Y Dios creó al hombre como fiel imagen suya. Lo formó del polvo de la tierra, y le infundió el aliento de la vida. Entonces lo puso en un hermoso y fértil jardín (el paraíso terrenal) para que lo cultivara y conservara. Dios formó el cuerpo del hombre del polvo de la tierra. El alma la creó de la nada; por medio de ella dio al cuerpo la vida humana. El primer hombre fue Adán, y la primera mujer fue Eva. De ellos procede todo el género humano (son nuestros primeros padres).
El alma del hombre es una substancia espiritual. Tiene entendimiento para comprender y voluntad para decidirse libremente. Porque el alma es sustancia espiritual, por eso es asimismo inmortal. Por su alma espiritual, el hombre es semejante a Dios, que es espíritu infinitamente perfecto, y está muy por encima de todas las demás criaturas de la tierra. Llevado de su amor, también creó Dios a los hombres para que un día pudieran contemplarle y vivir eternamente junto a Él. Por esto les hizo partícipes de su vida divina. A este grande e inmerecido don lo denominamos la vida de la gracia, o la gracia santificante (don sobre natural). Por la vida de la gracia nuestros primeros padres eran hijos de Dios y semejantes a Él de una manera especial. Dios concedió todavía a nuestros primeros padres otros magníficos dones. Podían vivir en el paraíso, en donde se hallaban particularmente cerca de Dios.
Iluminó su entendimiento con luz especial y fortaleció su voluntad con fuerza igualmente especial. Sus ansias y tendencias estaban dirigidas únicamente hacia el bien. Nuestros primeros padres se veían libres de la inclinación al mal y vivían felices en la presencia de Dios. El trabajo no era ninguna carga para ellos. Estaban libres de dolor, enfermedad y demás males; incluso debían verse preservados de la muerte. Todos estos dones los llamamos gracias especiales del paraíso terrenal (dones preternaturales). Al recibir la vocación a la existencia, nuestros primeros padres habían recibido la misión de transmitir los dones recibidos por éstos a toda la humanidad. Todos los hombres y mujeres del mundo debían heredar de Adán, juntamente con la vida del cuerpo, la vida de la gracia y demás dones especiales de que disfrutaron nuestros primeros padres en el paraíso.
Dios, nuestro Padre bueno y cariñoso, nos llama a la existencia en este mundo porque antes de venir a este mundo éramos un latido de su corazón. La vocación a la existencia la recibimos gratuitamente. Dios, por medio de los papás, va llamando a la vida a los seres humanos. Nosotros no somos el resultado casual de una unión de un hombre y una mujer, sino que Dios ha asociado en su obra creadora a nuestros papás. Traer a un nuevo ser a la existencia, es la respuesta al deseo de Dios expresado bellísimamente en el libro del Génesis con esas palabras divinas: “Crezcan y multiplíquense, llenen la tierra” (Gen 1,28). No importa la mucha o poca conciencia que los esposos tengan del hecho de traer un niño a este mundo, ellos están de cualquier manera colaborando con la obra de Dios, Y sabemos, por la fe, que el Señor, atento a todo lo que los hombres y mujeres de este mundo hacen, crea personalmente el alma de cada niño concebido, por eso nuestra Madre la Iglesia siempre defenderá la vida desde el primer momento de su existencia en el vientre de la mamá.
Una vocación, es una misión que Dios nos ha encomendado, y vivir la vida como vocación es dejar actuar a Dios en nuestras vidas. Dios toma la iniciativa de llamar a todos los hombres y mujeres de todas las épocas. Los hombres, atentos al plan de Dios, que contempla a toda la humanidad, responden desde su libertad. Decir “Sí” a la propuesta de amor de Dios es dar una respuesta salvadora a las necesidades de los hombres y a las necesidades del mundo. Vivir nuestra vida como vocación, desde niños, es vivir la fe cristiana. Él me llamó a la existencia por mi nombre. Así, la primera llamada es la Creación, la vocación a la Vida. En el origen, Dios creó el mundo pensando en el hombre, es decir, pensando en mí (es muy bonito, ¿no?) Pues es así, pensó en mí desde el principio y mirando a su Hijo, lo creó todo para que nada me faltase y me creó y me dio la vida y así “el universo está lleno de su presencia” y toda “la creación es alabanza de su gloria”.
Sabemos que Dios tiene un proyecto de amor concreto para todos y cada uno. Su amor es universal y a la vez, su amor es personal: es decir, el amor con que me ama a mí es único, sólo para mí. De tal manera que sólo seremos verdaderamente felices en la medida en que sepamos responder a ese amor con el que somos amados. Descubrir ese amor es descubrir la vocación. Y si todo el mundo es amado, todo el mundo “tiene” vocación. Pero no todos lo saben y no todos lo han descubierto. Dios quiere que todos, desde pequeños, descubran que tienen una vocación. La vocación es un misterio que se va desarrollando conforme vamos viviendo y creciendo. No hay que buscar la vocación como “algo” aparte de la vida de cada día sino que hay que “vivir la vida como vocación”. Y la vocación, como la vida, no consiste en un momento sino que es una totalidad en continuo desarrollo, aunque tenga momentos “inolvidables”.
Qué bonito hubiera sido que nuestros primeros padres hubieran entendido con claridad cuál era el plan de Dios, pero la humanidad —representada en ellos— y que podía haber respondido a la llamada de Dios de un modo libre y total y hacer de la tierra el paraíso, no entendió bien eso de obedecer la vocación de Dios y quiso seguir la terrible tentación de obedecer sólo a su propia voz: “seréis como dioses” y cayó en la nada maligna del pecado, dando la espalda a Dios. Rota la relación fundamental, rompió todas las demás y tuvo miedo de dar la cara y se escondió de Él, convirtiendo el jardín en un estéril y triste desierto. Esto no pasó sólo al principio hace mucho tiempo, esto sigue pasando hoy y aquel pecado original sigue causando más pecados que originan la suma de todos los pecados de la humanidad, también los de los niños que se portan mal, que destrozan la unidad de sus familias con caprichos y malas acciones, de los amigos entre sí y del hombre con la entera creación.
Pero Dios, en su entrañable amor lleno de compasión, no se resistió a perder su criatura y ante el pecado irracional, contrapuso el amor de elección y recomenzó una Historia de Salvación, una nueva llamada. Dios llama a hombres de un pueblo elegido: Abraham, Isaac, Jacob, José, Moisés, los jueces, los profetas, los reyes, el resto de Israel... Una dramática historia de amor, de promesas y sacrificios, de alianzas y de destierro, de ira celosa y de tierno consuelo, de fidelidad y de infidelidad... Una historia que prepara el gran acontecimiento, la gran llamada para toda la humanidad.
Y en “la plenitud de los tiempos”, la gran maravilla: Dios nace en su pueblo. Jesús de Nazaret, el hijo de María la virgen y de José el carpintero. Jesucristo, el Hijo llamado y la Palabra que llama. Cristo, el Único que une de nuevo al hombre con Dios; el que trae el cielo a la tierra, su Espíritu Santo. Él es el que nos revela el gozo de ser hijos de Dios. Cristo, vivo por su Resurrección, es la gran llamada para todo hombre de toda época y lugar, es “la piedra angular”, la “puerta abierta” donde Dios vuelve a ser cercano y nos llama a un paraíso de intimidad.
*Con el deseo de que estas reflexiones ayuden a los catequistas para que hagan a los niños y a los adolescentes cercana la tarea de descubrir la vocación, les dejo en sus manos este material que cada uno, que cada una, podrá fácilmente ampliar.
Alfredo Delgado R., M.C.I.U.
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