Cristo, nuestro amigo y hermano, nos invita a seguirle y nos da ejemplo de entrega libre a la voluntad de nuestro Padre Dios. Durante toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo (cf. Rm 15,5; Flp 2, 5): Él es el "hombre perfecto" (GS 38) que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle. Con su entrega, nos ha dado un ejemplo para que lo imitemos desde pequeños (cf. Jn 13, 15). Con su oración atrae a la oración a todos los niños, jóvenes y adultos del mundo entero.(cf. Lc 11, 1). Con su pobreza, nos llama a aceptar libremente la escasez y las persecuciones (cf. Mt 5, 11-12).
Al llamarnos por nuestro nombre Dios Padre nos invita a vivir una vida única, singular e irrepetible en la que nuestro amigo Jesús esté siempre presente. Nuestro Padre bueno y cariñoso nos llama a ser amigos de Jesús y a hacerle muchos amigos a Jesús. Dios nos llama en Cristo, él primero piensa en nuestra vida como misión y luego nos otorga las cualidades necesarias para llevar a cabo esa misión que nos ha encomendado. Dios nos llama a todos. Nos ha elegido a todos en Cristo, antes de la creación del mundo, con una vocación común, que nos impulsa a ser santos. Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, somos llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad’ (LG 40). Todos somos llamados a la santidad: ‘Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto’ (Mt 5, 48).
Nuestra vocación a la vida cristiana es al mismo tiempo vocación a la santidad. Para alcanzar esta perfección, todos los creyentes hemos de emplear nuestras fuerzas, según la medida del don de Cristo, para entregarnos totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo haremos siguiendo las huellas de Cristo, haciéndonos conformes a su imagen, y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos. (LG 40. Catecismo de la Iglesia, 2013). Los primeros cristianos tenían una conciencia clara de la llamada universal (es decir, general, dirigida a todos) a la santidad. Entre los primeros cristianos hay un niño de 11 años que nos ayudará ahora a entender como debe ser nuestra respuesta a esta llamada que Dios nos hace en la vocación a la vida cristiana.
En el siguiente relato de un autor actual se evoca su martirio: "Es un día especial para los primeros cristianos de Roma. Sixto es ahora el sucesor del pontífice Esteban al que han matado los perseguidores. Todos cantan salmos, en medio de un gran silencio se leen algunos trozos del Evangelio. El diácono Lorenzo pone pan y vino sobre la mesa y el anciano sacerdote comienza la fórmula de la consagración. Antes de comulgar se dan el saludo de la paz. Todos conocen las consecuencias de su vocación cristiana, y la viven con coherencia, aunque pueda llevarlos a la muerte. Antes de dispersarse se habla del encargo de llevar la comunión a los encarcelados; son los confesores de la fe; no han querido renegar. Rezan por ellos, deseando hacerles partícipes de los santos misterios para que le sirvan de fortaleza en la pasión y en los tormentos. ¿Quién puede y quiere afrontar el peligro? Hace falta un alma generosa. Delante del nuevo papa Sixto un niño, Tarsicio, extiende la mano. Aceptan: nadie sospechará de un niño. Jesús Eucaristía es envuelto en un fino lienzo y depositado en sus manos. Sólo tiene once años y es conocido por su fe y su piedad; no se ha amilanado en la furia de la persecución, aunque vio cómo mataban al papa Esteban.
Pasa junto al Tíber. Al verlo, unos amigos le llaman para jugar. Se niega; ellos se acercan: "¿Qué llevas ahí? Queremos verlo". Quiere echar a correr, pero es tarde. Uno de los que se ha acercado al grupo se hace cargo de la situación y dice: "Es un cristiano que lleva sortilegios a los presos". Pequeños y mayores emplean ahora, bajo excusa de la curiosidad, con furia y saña, palos y piedras. Recogieron el cuerpo destrozado de Tarsicio y lo enterraron en la catacumba de Calixto. Al fin de la persecución, el papa Dámaso mandó poner sobre su tumba estos versos: «Queriendo a san Tarsicio almas brutales arrebatar el sacramento de Cristo, prefirió entregar su corta vida antes que los misterios celestiales."
Dios nos da la vocación a la vida cristiana para que seamos todos santos —felices en esta tierra y en el Cielo, unidos a la Cruz de Cristo— recorriendo el camino irrepetible de cada una, de cada uno. La vocación, por tanto, es al mismo tiempo comunitaria (todos tenemos vocación) y personal (yo tengo mi vocación, una vocación singular). Todos tenemos una misión específica. Cada persona es un misterio único de amor y de vocación: “Todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío” (Catecismo de la Iglesia Católica, 864).
Dios, al darnos una vocación, nos concede la gracia necesaria y conveniente para llevarla a cabo, para cumplir su Voluntad: para aceptar y encarnar en la vida la vocación que nos ha dado. Cuando la persona va creciendo, va descubriendo que Dios le confía una misión concreta e irrepetible (una tarea de apostolado, de ayudar a salvar a unas almas determinadas, con nombres y apellidos) que debe realizar durante toda la vida, una vida cuya duración sólo Él conoce. Cada persona debe recorrer ese único camino de santidad por el camino particular por donde Dios le llame: sacerdote, laico soltero o casado, religioso, religiosa o misionero.
*Con el deseo de que estas reflexiones ayuden a los catequistas para que hagan a los niños y a los adolescentes cercana la tarea de descubrir la vocación, les dejo en sus manos este material que cada uno, que cada una, podrá fácilmente ampliar.
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
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