El sacerdocio es una vocación gracias a la cual la misión confiada por Cristo a sus apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Esta vocación es un único sacramento que comprende tres grados: el episcopado, el presbiterado y el diaconado. Todos los que reciben de Dios esta vocación, quedan consagrados como verdaderos sacerdotes de la Nueva Alianza, a imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote (Hb 5,1-10; 7,24; 9,11-28), para anunciar el Evangelio a los fieles, para dirigirlos y para celebrar el culto divino.
Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo, hizo a los obispos partícipes de su misma misión por medio de los Apóstoles de los cuales son sucesores. Estos han confiado legítimamente la función de su ministerio en diversos grados a a los presbíteros para que, constituidos en el orden del presbiterado, fueran los colaboradores del Orden episcopal para realizar adecuadamente la misión apostólica confiada por Cristo. Los Obispos son los transmisores de la semilla apostólica. Tienen la plenitud del sacramento del Orden, están incorporados al Colegio Episcopal. En cuanto sucesores de los apóstoles y miembros el Colegio Episcopal, participan en la responsabilidad apostólica y en la misión de toda la Iglesia, enseñan y gobiernan bajo la autoridad del Papa, sucesor de San Pedro y cabeza visible de la Iglesia.
Los Presbíteros están unidos a los obispos en la dignidad sacerdotal y al mismo tiempo dependen de ellos en el ejercicio de sus funciones pastorales. Son llamados a ser cooperadores diligentes de los obispos, forman en torno a su obispo el Presbiterio que asume con él la responsabilidad de la Iglesia particular. Reciben del obispo el cuidado de una comunidad parroquial o de una función eclesial determinada. A los presbíteros los llamamos comúnmente: «Sacerdotes» o «Padres».
Los Diáconos son ministros ordenados para las tareas de servicio de la Iglesia, no reciben el sacerdocio ministerial, pero la ordenación les confiere funciones importantes en el Ministerio de la Palabra, del culto divino, del Gobierno Pastoral y del servicio de la caridad, tareas que deben cumplir bajo la autoridad pastoral de su obispo. Ellos tienen la vocación de realizar un servicio sobre todo en la caridad, en el amor.
La vocación sacerdotal, se da a la persona de una vez y para siempre y quien recibe este llamado ha de ser un varón bautizado. Es decir, los niños pueden ser sacerdotes, las niñas no. Esto es porque Cristo, para realizar esta vocación, llamó solamente a varones, que fueron los apóstoles y los apóstoles hicieron lo mismo cuando eligieron a sus colaboradores (1 Tm 3,1-13; 2 Tm 1,6; Tt 1,5-9) que les sucederían en su tarea (S.Clemente Romano Cor, 42,4; 44,3). Es así porque Cristo lo hizo y lo quiso así, y la Iglesia se siente vinculada por esta decisión del Señor.
Aquel niño o joven que cree reconocer las señales de la llamada de Dios al ministerio ordenado, debe someter humildemente su deseo a la autoridad de la Iglesia a la que corresponde la responsabilidad y el derecho de llamar a recibir este sacramento. Como toda gracia, el sacramento sólo puede ser recibido como un don gratuito que viene de Dios. Esta vocación, como hemos dicho, es un sacramento y en la celebración de este sacramento podemos encontrar tres partes: La primera es la preparación, que está integrada por la llamada a los candidatos, presentación al Obispo, elección y alocución del Obispo, un pequeño diálogo y las letanías de los Santos. Luego viene la imposición de manos que conlleva en toda la tradición bíblica (Núm 27, 15-23; Dt 34,9; 1 Tim 4,14; 2 Tim 2,6) la idea de la transmisión de un oficio y la oración consecratoria, que hacen de éste el momento central del sacramento. Por último está el gesto de diferentes acciones explicativas del ministerio que va a ejercerse:
Al Obispo se le otorgan el báculo y se le impone un anillo episcopal, también recibe el libro de los evangelios y se sienta en la cátedra, ungiéndosele la cabeza. Los Presbíteros reciben la patena y el cáliz, se les ungen las manos y se les coloca la estola y la casulla. A los Diáconos se les entrega el libro de los evangelios, imponiéndoles la estola cruzada por el pecho y la dalmática.
Los sacerdotes no se casan. Unida a esta vocación hay un llamado de la Iglesia a vivir el celibato como un don de Dios, y el sacerdotal tiene su razón de ser en la configuración con Cristo y la entrega entera a Dios y los hombres. El Sacerdote —sea quien sea— es siempre otro Cristo. Todos los niños y niñas del mundo entero deben pedir para los sacerdotes, los de ahora y los que vendrán, que amen de verdad, que amen a sus hermanos los hombres, y que sepan hacerse querer de ellos.
*Con el deseo de que estas reflexiones ayuden a los catequistas para que hagan a los niños y a los adolescentes cercana la tarea de descubrir la vocación, les dejo en sus manos este material que cada uno, que cada una, podrá fácilmente ampliar.
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
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