«El amor es comprensivo, es servicial y no tiene envidia; el amor no es presumido ni se envanece; no es grosero ni egoísta; no se irrita ni guarda rencor; no se alegra con la injusticia, sino que goza con la verdad. El amor disculpa sin límites, confía sin límites, espera y soporta sin límites. El amor dura por siempre» (1 Cor 13,4-7). Este texto de la Sagrada Escritura es un texto conocido. La enseñanza es clara: Una vida sin amor no tiene valor. Nuestra vida tiene que estar fundamentada en el amor.
El capítulo 13 de la Primera Carta a los Corintios nos habla del amor. Podemos dividir nuestro texto en cuatro grandes partes: Del verso 1 al 3, nos presenta la necesidad y la excelencia del amor; del verso 4 al 7 hace una descripción poética del amor; del 8 al 10 habla de la permanencia del amor y, por último, del 11 al 13 toca la dimensión escatológica del amor. Vamos a traer a nuestra vida, en una conversación familiar este tema, recordando que la acción de la palabra de Dios es siempre viva y eficaz.
Para que nosotros entendamos la importancia del amor, San Pablo se vale de expresiones sencillas y claras, fáciles de entender en el lenguaje popular. Si no tengo amor no soy nada. Hoy en esta época tan difícil, pudiéramos nosotros pensar, a la luz de este escrito paulino maravilloso, en hacernos una pregunta: ¿En qué linea se mueve quien ama de veras?
Dios nos ama, de eso no hay duda. Basta recordar el texto de Jeremías 1,5: «Desde antes de formarte en el seno materno te conozco». O en otra parte del mismo libro del profeta Jeremías, podemos escuchar a Dios mismos que nos habla y nos dice : «con amor eterno te amé» (Jer 31,3). Dios nos eligió porque quiso. Nos trajo a este mundo a vivir en el amor.
La pregunta , pues, es: ¿En que linea se mueve quien ama de veras?
La respuesta es obvia y sencilla: Si Dios nos ha amado, hemos de devolver amor con amor. Santa Teresita del Niño Jesús dice así: «Jesús, se muy bien que el amor solo con amor se paga. Por eso busqué y hallé el modo de desahogar mi corazón devolviéndote amor por amor». Lope de Vega, el poeta, tiene por allí un pensamiento que dice: «Quien no siente de ti no puede hablar bien en ti, porque toda tu ciencia está en amarte, y quien no te ama, no te entiende». Por otra parte, San León Magno, un santo del siglo V decía: «Si Dios es amor, no podemos poner límite alguno al amor, ya que la divinidad es infinita».
¿En que linea se mueve, entonces, quien ama de veras? El que ama de veras se siente en primer lugar, amado por Dios, se siente elegido, llamado, consagrado. Desde antes de ver la luz de este mundo ya el Señor nos amaba, el amor ha estado presente siempre en nuestras vidas. La beata María Inés Teresa Arias, precisamente en una reflexión sobre este escrito de San Pablo escribe así: «En el amor me convertiste a Ti, en el amor te encontré, en el amor te he vivido y en tu amor quiero morir».
El que ama de veras se mueve en esta linea. El que ama de veras sabe que el amor es algo comenzado que no pasa. Su función va más allá de este mundo: llegar a la culminación absoluta en la unión total con Dios. Por eso no puede haber distinción real entre el amor a Dios y el amor a los hermanos, y la realización plena de este amor ser la santidad.
Jesús mismo, verdadero Dios y verdadero hombre, es la manifestación más clara de este amor. Jesús fue enviado a todos para dar ese amor y para que vivamos en el amor. Su obra no se limitó a unos cuantos y el amor lo mostró de una manera tan simple y ordinaria, que la gente decía: ¿No es este el Hijo de José?
Como dice San Agustín: «Tú, Señor, Dios mío, escúchame, inclina a mí tus ojos y mírame, y compadécete de mí y sáname. Yo he hecho de mi mismo un enigma a tus ojos. Esta es mi trágica dolencia». Un enigma, sí, un enigma por el pecado, por las rivalidades, por el egoísmo, por el ansia de poder, por tantas y tantas cosas, nuestro corazón ha quedado convertido en un enigma que tantas y tantas veces no puede amar, ni sabe descubrir el amor en lo ordinario y en lo simple. Tal vez si estuviéramos al lado de Jesús nos preguntaríamos nosotros también: ¿que no es este el Hijo del carpintero?
A nosotros nos llama la atención lo novedoso, lo raro, aquello a lo que no entendamos con facilidad pero que sea llamativo. ¿Por qué muchos católicos nos quejamos de lo que la Iglesia nos pide a veces en cuanto a comportamiento o ayuda económica, y los bailes y presentaciones de artistas de muy dudosa reputación se anuncian con los boletos agotados? ¿Por qué algunos otros decimos que Dios nos ama y luego vamos a que nos lean la tacita de café para saber que va a pasar más delante en nuestras vidas? ¿Por qué mandamos a los hijos a confesar diciéndoles que Diosito es muy bueno, nuestro Padre bueno y cariñoso que nos ama y no vamos a confesarnos nosotros? ¿Por qué criticamos a ese sacerdote conocido o a esa religiosa a quien vimos por aquí o por allá y ocultamos nuestras acciones? Al ver la reacción de aquellos que escuchaban a Jesús en la Sinagoga, cuando el evangelista san Mateo dice: «todos los que estaban en la Sinagoga se llenaron de ira, y levantándose, lo sacaron de la ciudad» (Mt 4,28), uno ve como desde aquellos tiempos lo querían echar fuera de sus vidas. No convenía, como igual sucede hoy, que Él se enterara de muchas cosas.
El amor de Dios debe estar en la vida de cada día, el amor de Dios quiere llegar a la casa, al trabajo, a la escuela. El amor de Dios quiere abarcar a todo el hombre y como dice San Alfonso María de Ligorio: «El Señor no te pide pensar continuamente en Él o que eches a un lado el cumplimiento de tus deberes. Lo único que te pide es que actúes con Él durante el día como actuaras con aquellos que te aman y a quienes tú amas».
Tenemos que aprender a amar a Dios en quienes nos rodean y en todo tiempo y lugar. Tenemos que aprender a amar a Dios en las cosas que nos suceden día a día, pero, para amar de verdad, tenemos que ser comprensivos y serviciales; tenemos que hacer a un lado la envidia; no ser presumidos ni envanecernos; tenemos que evitar el ser groseros y egoístas; no irritarnos ni guardar rencor; no alegrarnos en la injusticia sino mas bien gozar con la verdad; para amar a Dios y a nuestros hermanos tenemos que disculpar sin límites, como Dios mismo, que perdona y olvida: tenemos que disculpar sin límites, confiar sin límites; esperar sin límites, soportar sin límites.
Les invito a mirar juntos a María Sant¡sima, que supo amar de verdad en una vida sencilla y humilde siempre amando. Ella, la humilde sierva del Señor nos alentará y nos enseñará a amar.
Termino esta reflexión con una oración del siglo XIV, que lleva este mismo tema del amor: «Oh Dios, a quien todos los corazones están abiertos, para quien todo deseo es elocuente y ante quien nada secreto está oculto; purifica los pensamientos de mi corazón y derrama tu Espíritu, para que yo pueda amarte con amor perfecto y alabarte como t£ mereces.» Amén.
Alfredo Delgado Rangel.
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