viernes, 22 de enero de 2016

«SAGRARIOS DEL ABSOLUTO»... vivir nuestro compromiso bautismal

Dios es principio de vida. Ha creado el mundo como semilla y ha confiado a la humanidad, representada por Adán y Eva, la gran tarea de conseguir que esa semilla se convierta en árbol fecundo. Así, la humanidad está llamada a colaborar con el Dios de la vida. 

Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Por revelación de Jesús sabemos que Dios es amor, familia trinitaria y comunidad de amor infinito (Padre, Hijo y Espíritu Santo). Tomando a este Dios como fundamento, tenemos que vivir intensamente el amor formando la comunidad de los creyentes. Hombres y mujeres bautizados somos una especie de sagrarios del Absoluto. Aún teniendo una naturaleza débil y limitada, nos podemos abrir al infinito en búsqueda de realización total. Hemos de ser imitación de Cristo, por eso cada día que pasa, al vivir nuestro compromiso bautismal, hemos de purificar el corazón, este es el gran sueño de Dios, la gloria de Dios es el hombre en plenitud, decía san Ireneo.

Dios quiere siempre que triunfe la vida basada en su misericordia. Él nos eligió para vivir en el amor y ser misericordiosos como Él. Nosotros, que hemos sido llamados por Dios gracias al bautismo y a una vocación específica, estamos llamados antes que nada a ser discípulos y misioneros de Cristo.

¿Cuál es el plan que Dios tiene para mí? Tengo que ubicarme y encontrarlo, yo tengo un espacio en el Corazón de Jesús para que mi corazón se vaya tras Él. Todo en mi, debe estar ordenado hacia el fin último. Debo disponerme siempre a preferir lo que más y mejor conduce al fin, sin dejarme llevar por los afectos naturales. Debo entregarme totalmente a la voluntad de Dios, a pesar de los límites personales: salud, edad, lugar concreto de vida, vocación específica, situación actual, etcétera, recordando que desde el bautismo todos somos misioneros. Dede nuestro bautismo, el Señor nos llamó para estar con él y para enviarnos a predicar (Mc 3,13-14). En nuestra respuesta vocacional específica —sea cual sea nuestra vocación— la misión no se puede entender simplemente en sentido geográfico, sino que llega a los areópagos modernos, los nuevos mundos y los fenómenos sociales y culturales que están sedientos de Dios.

Nuestro ser de misioneros exige que tengamos una relación personal con el que nos llamó a ser sus discípulos y a quien hemos de anunciar, una unión de corazón a corazón que se renueve día a día impregnando nuestras vidas de su misericordia. “Todos nosotros, hijos de la Iglesia, estamos llamados a caminar en la vida cristiana con un renovado impulso.”[1]

Nuestra vocación de oyentes y seguidores del Señor, se sostiene en el compartir la comida del Señor en su Palabra y en su Eucaristía principalmente. El mismo que nació en «Belén», que significa: «La casa del pan», nos reúne especialmente el Domingo, así como cada día, para comer con él como lo hacía con sus discípulos. Al llamarnos, Dios quiso establecer con nosotros un parentesco espiritual y místico. Nos llamamos en la fe «hermanos» y «hermanas» en Cristo, y cada vez que nos acercamos al Señor en su Eucaristía y en su Palabra le decimos: «Dame de beber».[2]

En la Sagrada Escritura, para designar la vocación, misión o inspiración de algún personaje, se emplea muchas veces una frase en tono de solemnidad: «Entonces fue dirigida la palabra de Dios a...»[3] En cada Eucaristía, en esos momentos de cielo de contemplación del misterio de la celebración de la Santa Misa, cada bautizado es un elegido, un alma de caridad, de paz, de reconciliación, de comunidad que escucha la Palabra y se fortalece con la Eucaristía para ser «pan partido» para el mundo, signo viviente de la misericordia de Dios.

Todo bautizado es frágil, lo sabemos. Somos creyentes que «llevamos este tesoro en vasos de barro, frágil y quebradizo; para que se reconozca que la grandeza del poder que se ve en nosotros es de Dios y no nuestra.»[4] Por eso necesitamos de la Eucaristía y de la Palabra que siempre nos sostendrán.

Y hay alguien vital en todo esto, alguien que vivió de la Palabra y de la Eucaristía para mantener el «Sí»: ¡María Santísima!, la humilde sierva del Señor, la joven de Nazareth, dichosa por escuchar la palabra de Dios y vivirla[5]. Ella hizo la Eucaristía en su vientre para nosotros. Amasó el Pan que ahora nos alimenta.

Dejemos en el corazón unas palabras de la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, que nos ayuden a valorar el don que recibimos en La Palabra y la Eucaristía y aumenten en nosotros la confianza en la infinita misericordia del Señor:

“Mi alma reboza en estos momentos de agradecimiento; de paz; ¡Que bien se vive con Jesús! ¡Cuán bueno ha sido siempre para mí! Cómo quisiera empezar de nuevo una vida santa, no a medias... tenemos que ser santos con la santidad de él, no con nuestra falsa santidad adquirida, ¿o no es así? Entonces me apropio sus méritos infinitos y los ofrezco al Padre Celestial; ofrezco a él mismo, a Jesús, como rescate de mi propia santificación. Y ahorita me siento, de veras enamorada, toda de Dios. Que él haga de mí lo que quiera”.[6]



[1] ECCLESIA DE EUCARISTÍA # 60.
[2] Jn 4,10.
[3] Cf. Jer 1,4 y 11; Lc 3,2 como casos típicos y que decir de María Santísima en varias ocasiones en su vida.
[4] Cf. 2 Cor 4,7.
[5] Lc 11,27-28.
[6] Carta a su director espiritual, Cuernavaca, agosto 8 de 1950.

No hay comentarios:

Publicar un comentario