jueves, 14 de enero de 2016

Un amor misericordioso desde la Cruz hasta la Eucaristía...

En los últimos tiempos, y en diversos países, se ha hecho presión para retirar el crucifijo de los salones de clases y de los lugares públicos. Nosotros, los católicos, lo debemos fijar entonces más que nunca en las paredes de nuestro corazón. Decía San Juan María Vianney: “La señal de la Cruz es temible para el demonio, porque por ella nos escapamos de él. Es necesario hacer la señal de la Cruz con un gran respeto. Se comienza signando la frente: es la cabeza, la creación, Dios Padre; luego el corazón: el amor, la vida, la redención, Dios Hijo; y por último los hombros: la fuerza, el Espíritu Santo. Todo nos recuerda a la Cruz. Nosotros mismos hemos sido hechos en forma de cruz”.[1]

Cristo murió por nosotros. Pero parece que el corazón de mucha gente, en el mundo de hoy, es un corazón duro, un corazón esclerotizado, impermeable a toda forma de amor que no sea el amor de sí mismo y no dice nada ante esta realidad. Cuando hace algunos años, Benedicto XVI presentó su primera encíclica apuntó: «Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan, ayuda a comprender lo que ha sido el punto de partida de esta Carta encíclica: “Dios es amor”. Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar».[2] Dios es amor, y la cruz de Cristo es la prueba suprema de ello, la demostración histórica. 

Hay dos modos de manifestar el propio amor hacia alguien, decía Nicolás Cabasilas, un autor del oriente bizantino. El primero consiste en hacer el bien a la persona amada, en hacerle regalos; el segundo, mucho más comprometido, consiste en sufrir por ella. Dios nos amó en el primer modo, o sea, con amor de generosidad, en la creación, cuando nos llenó de dones, dentro y fuera de nosotros y nos amó con el segundo, un amor de sufrimiento en la redención, cuanto inventó su propio anonadamiento, sufriendo por nosotros los más terribles padecimientos, a fin de convencernos de su amor.[3] Por ello, es en la cruz donde se debe contemplar ya la verdad de que «Dios es amor». 

El amor de Cristo en la cruz, es un amor de misericordia, que disculpa y perdona, que no quiere destruir al enemigo, sino en todo caso la enemistad (Ef 2,16). Jesús muere en la cruz diciendo: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).

Hay una enseñanza importantísima que nos viene del amor de Dios manifestado en la cruz de Cristo. El amor de Dios por el hombre, que es un amor misericordioso, fiel y eterno: «Con amor eterno te he amado», dice Dios al hombre en los profetas (Jr, 31,3), y también: «En mi lealtad no fallaré» (Sal 89,34). Dios se ha comprometido a amar para siempre, se ha privado de la libertad de volver atrás. Es éste el sentido profundo de la alianza que en Cristo se ha transformado en «nueva y eterna» y que queremos hacer vida en cada momento de nuestra existencia que debe ser «espacio de santificación» para quienes nos rodean. Decía el cura de Ars: "Si amáramos a Dios, amaríamos las cruces, las desearíamos, estaríamos a gusto con ellas. Estaríamos contentos de poder sufrir por el amor de quien ha querido sufrir por nosotros”.[4]. El Concilio Vaticano II habla de María al pie de la cruz como espacio de santificación para los demás: «También la Santísima Virgen —dice Lumen Gentium, 58— avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por designio divino, se mantuvo de pie, sufrió profundamente con su Hijo unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado". Consentir en la inmolación de la víctima que ella había engendrado fue como inmolarse a sí misma para hacerse ese espacio en el que los demás pudieran encontrarse con la misericordia de Dios. 

Iniciados en nuestro bautismo como católicos discípulos-misioneros, en el amor ascendente, con imperativos a cumplir o deseos ideales, vamos avanzando por el camino del amor pasando por la purificación, hasta llegar a aprender el amor consumado de la misericordia en la entrega a los demás, amando según Cristo y al estilo de Cristo que dice: “A mí nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero” (Jn 10,18).

En la vida de cada día, el amor se traduce en autodonación que crea vida y promueve el bien del otro, un amor que se inclina por el más débil, que se olvida de sí. Es imagen del amor de Cristo, amor que culmina en la Cruz con la autodonación total y personal de Sí mismo. Con justa razón los santos hablan de una «locura de amor». No sabemos dónde está el mayor milagro, si en la locura de Dios, que nos ha llamado siendo todos diferentes, hasta hacernos vivir como él con los apóstoles; o en nuestro pobre corazón, que se atreve, con audacia incomprensible, a amar así, al estilo misericordioso de Cristo.

El amor que crucifica[5] es el subsuelo y el centro de nuestra vida de cristianos. Jesús Eucaristía, que es el mismo Cristo del Gólgota, ocupa el centro de nuestras relaciones como discípulos y misioneros. Es el diario vivir en las pequeñas cosas de cada día por Cristo, con él y en él. Desde nuestro bautismo, el amor auténtico va tomando las riendas del corazón: lo concentra, le hace perder interés por personas y cosas que antes alimentaban las energías afectivas, se comienza a ver lo relativo de todo excepto Dios mismo, se comienza a amar en otra dimensión que impulsa a ser incondicionales para seguir a Jesús cargando la cruz. “¡Oh! ¡La Cruz de Cristo! –decía San Rafael Arnáiz Barón– ¿Qué más se puede decir? Yo no se rezar… no se lo que es ser bueno… no tengo espíritu religioso, pues estoy lleno de mundo… sólo sé una cosa, una cosa que llena mi alma de alegría a pesar de verme tan pobre en virtudes y tan rico en miserias… sólo sé que tengo un tesoro que por nada ni nadie cambiaría… mi cruz… La Cruz de Jesús”.

Unas veces el amor de cruz es desgarrador, con ansias que crecen en la ausencia del Amado. Otras veces la experiencia del amor es más atemática y no se focaliza tan claramente, pero produce frutos de desasimiento, de recogimiento, etcétera. 

El santo Cura de Ars, es un alma que entendió mucho de cruz y nos dice: "Se quiera o no, hay que sufrir. Hay quienes sufren como el buen ladrón y otros como el malo. Los dos sufrían paralelamente. Pero uno supo volver sus sufrimientos meritorios; el otro expiró en la desesperación más horrible. Hay dos maneras de sufrir: sufrir amando y sufrir sin amar. Los santos sufrían todo con paciencia, alegría y perseverancia, porque amaban. Nosotros sufriremos con cólera, pesar y cansancio, porque no amamos; si amásemos a Dios, estaríamos felices de poder sufrir por el amor de quien ha querido sufrir por nosotros".[6]

“Amemos la cruz, –dice la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento– sólo ella puede salvar el mundo. Y la cruz más exquisita, la que más santifica, es la que nos viene de parte de los amigos, de los que juzgábamos bienhechores, de los propios nuestros, porque tiene el poder de llegar al fondo del alma. ¿No pasó también él por la ingratitud?”.[7]

La contemplación y la vivencia del amor de Cristo crucificado, va cambiando la dispersión interior por un despliegue de amor unificado y totalizante en Cristo; va haciendo a un lado las gratificaciones para servir con libertad interior; va transformando la oscuridad de juicio por limpieza de conciencia. Cristo vive nuestra vida y nuestra historia en este contexto de amor como consorte (esposo) y protagonista, haciendo posible que cada uno se realice libremente en el camino del amor y de la donación a Dios y a los hermanos. Se hace encontradizo con cada uno para compartir la misma suerte. Cristo ha asumido nuestra vida «esponsalmente» y se ha entregado a la muerte de cruz por nuestra salvación. En Cristo, como Iglesia, formamos una sola familia, «una sola esposa». Por esto dice San Pablo a los cristianos de Corinto: "Los he desposado con un solo marido, presentándoos a Cristo como una virgen casta" (2Cor 11,2).

La vivencia del amor en el servicio desinteresado a los hermanos, sea cual sea su credo y su condición, hace a un lado cualquier clase de orgullo y de vanidad para que reine el desprendimiento y la misericordia. Con el amor misericordioso se acaba la tendencia fácil al desaliento y se fortalece la debilidad; se quitan las ansiedades posesivas y se vive en un gozoso agradecimiento que hace experimentar el amor de Dios y del prójimo en todo.

Hablando en plata limpia, la purificación del corazón se resume en el amor que crucifica y nos hace «uno con Él». Sólo un corazón enamorado de la Cruz es capaz de purificarse y ningún corazón alcanzará la purificación si no es en el amor de Dios. Dice san Juan de la Cruz: “Si en tu amor, ¡oh buen Jesús!, no suavizas el alma, siempre perseverará en su natural dureza”.[8] ¡Y no se trata de ir en busca del sufrimiento, o inventarse cruces en cualesquiera que sea nuestra vocación! Sino de acoger con ánimo nuevo el sufrimiento y la cruz que hay de por sí en la vida de cada bautizado. 

Podemos comportarnos con la cruz como la vela con el viento. Si lo toma por el lado adecuado, el viento la hincha e impulsa la barca por las olas; si en cambio la vela se atraviesa, el viento parte el mástil y vuelca todo. Bien tomada, la cruz nos conduce; mal tomada, nos aplasta. Dice la beata María Inés Teresa: “Quiero ser una verdadera esposa fiel, viviendo vida oculta en mi corazón Contigo y en la cruz; bien se Dios mío, que no bastan mis propósitos por sinceros y fuertes que sean, si tu gracia no los fecundiza y para que ésta no me falte, que mi oración sea sin interrupción”.[9]

Cada Domingo —si no es que diario— la comunidad de bautizados se congrega para celebrar la Eucaristía. Cada vez que participamos en la Santa Misa, plena, consciente y activamente, podemos decir con Cristo y con el sacerdote que celebra la Eucaristía: “Tomen y coman todos de él porque esto es mi cuerpo que será entregado por ustedes”. Podemos beber su cáliz y decir con él: “Tomen y beban todos de él, porque esta es mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna derramada por ustedes y por muchos” Ese Cristo que ofrecemos, es el Crucificado, el pan de vida que dice: “Hagan esto en conmemoración mía ”. (Cf. 1 Cor 11,23-25). En la Eucaristía tenemos un encuentro íntimo con el que dio su vida por nuestra salvación y al verlo en la cruz junto a mí y junto a mis hermanos, “entonces aprendo a mirar a cada persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo”.[10]

Alfredo Delgado, M.C.I.U.
_____________________________________________________________________

[1] José Pedro Manglano Castellary, “Hablar con Jesús, orar con el cura de Ars”, Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao 20045 p. 162
[2] Deus caritas est, n.12.
[3] Cf. N. Cabasilas, Vita in Cristo, VI, 2 (PG 150, 645)
[4] José Pedro Manglano Castellary, “Hablar con Jesús, orar con el cura de Ars”, Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao 20045 p. 150.
[5] La Venerable Concepción Cabrera de Armida solía decir: “Amor que no crucifica, no es amor”.
[6] José Pedro Manglano Castellary, “Hablar con Jesús, orar con el cura de Ars”, Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao 20045 p. 144.
[7] Carta de la beata que escribió desde Cuernavaca a sus hijas de Puebla el 26 de julio de 1951 confortándolas por los sucesos negativos que por la intervención de algunos eclesiásticos tuvieron lugar en aquella comunidad, e invitándolas a «no denigrar a nadie». Esta carta, por diversos mtivos, no la recibieron las hermanas. La copia se conserva en Roma, en el AgeMCSS. Fotocopia autenticada de la misma se encuentra en el AcacROM.
[8] San Juan de la Cruz, “Dichos de luz y amor”.
[9] Ejercicios Espirituales de 1933.
[10] DCe 18

No hay comentarios:

Publicar un comentario