Apenas acabamos de celebrar la solemnidad de Todos los Santos y el día de todos los fieles difuntos. Sin embargo, sobre todo nuestra gente joven —casados, solteros incluso muchos niños y adolescentes— se engolfaron celebrando el Halloween y llegaron desguanzados a estas dos grandes celebraciones que en el fondo, nos hablan de vida, de esa visa eterna que nos espera y que, como tarea y conquista, por la misericordia de Dios hemos de alcanzar. Antes se hablaba de la «santidad de vida», como una meta anhelada echando manos de una serie de virtudes para llegar. Haciendo a un lado esto hoy se habla de alcanzar una buena «calidad de vida», pero como algo ilusionante, es decir poder disfrutar de todo lo que el cuerpo pida: ocio, salud, nivel económico, medios tecnológicos, sexo... Y todo ello para disfrute propio y sin tener en cuenta a los demás. Es el claro testimonio de que nos hemos despistado influenciados por la mundanidad y el «todo vale» si a mí me beneficia.
San Juan Pablo II llamaba a todo esto «cultura de la muerte». Esta cultura ha avanzado con paso acelerado desde finales del siglo XX hasta nuestros días. Las consecuencias pueden verse en los altos índices actuales de depresión, angustia, drogadicción, abortos, conducta autodestructiva, suicidios y masacres. Este domingo podemos, con la esperanza puesta en el Señor —porque esa nunca muere— echar mano de esas cosas que tenemos que hacer para caminar sin tropiezos. Termino la reflexión recordando a san Agustín que, al contemplar en sus tiempos la caída del Imperio Romano en el Norte de África ante el empuje de los vándalos de Genserico dijo: «no teman, este no es un mundo que termina, sino un nuevo mundo que comienza». Que María santísima nos ayude. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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