martes, 5 de noviembre de 2024

Corazones que sintonizan... la Encíclica del Papa Francisco «Dilexit Nos» y la beata María Inés

«Que te alaben, Señor, todos los pueblos». Estas palabras del salmo 66, en las que el que el escritor sagrado se hace portavoz de los que anhelan la misericordia del Señor, nos vienen muy bien para recordar una vez más a la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento y compartir algo más sobre ella, su ser y quehacer como misionera sin fronteras.

Dios, que nos ha elegido para permanecer en su amor, como dice el Evangelio y también san Pablo a los Efesios (1,4), actúa como quiere, cuando quiere y con los instrumentos que quiere. Ordinariamente se vale de la colaboración libre y responsable de hombres y mujeres que captan sus designios para con ellos y para con toda la humanidad. El ser humano, tan limitado en sus posibilidades, tan pequeño, cuando se le compara con la omnipotencia del Señor; cuando vive y trabaja por Dios y unido a Dios, logra cosas verdaderamente inimaginables. Ésta ha sido la experiencia de muchas de nuestras hermanas misioneras clarisas que vivieron al lado de la beata María Inés y es ahora la experiencia de todos nosotros que celebramos su fiesta.

La beata María Inés Teresa Arias Espinosa, vivió siempre sumergida en el amor de Dios y concretizando su respuesta de amor en la fundación de las Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento, de Van-Clar y casi al final de su vida terrenal, llena de ese ardor misionero que siempre le caracterizó, y llevada por la vía de la caridad sin fronteras, con la fundación de los Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal. Al recordarla damos gracias a Dios por la vida y el ejemplo de ella como nuestra fundadora; una mujer siempre enamorada de Dios y adelantada a los proyectos de la nueva evangelización de los que hoy se habla en el mundo de los creyentes.

A lo largo de los años de la vida de Madre Inés, Jesús fue plasmando sus huellas de amor en la sencillez de su corazón, que se hacía las mismas preguntas que se hizo el apóstol de las gentes: «¿cómo van a invocar al Señor, si no creen en él? ¿Cómo van a creer en él, sin no han oído hablar de él? ¿Cómo van a oír hablar de él, si no hay nadie que se lo anuncie? ¿Y cómo va a haber quiénes lo anuncien, si no son enviados?»  

La beata María Inés, con su misma vida, forjada en un corazón sin fronteras, nos ha dejado la tarea de vivir la caridad cristiana enraizado en el Corazón de Jesús. Ella, con su testimonio de vida, nos ha alentado a que la caridad cristiana, el ambiente de amor, se haya hecho casa y hogar para todos. La beata nos ha enseñado, con su doctrina y sus consejos en cartas y circulares leídas una y otra vez, que la caridad cristiana que brota de ese Sagrado Corazón de su amado Jesús, se ha de hacer ternura para los que sufren y para los enfermos. Nos ha animado a hacer de la caridad cristiana perdón, paz, gozo, alegría, presencia. 

Su recuerdo y la súplica de su intercesión, nos debe reafirmar a todos en la maravillosa vocación a la que hemos sido llamados: «Ser santos e irreprochables por el amor» enraizados también nosotros en el Sagrado Corazón de Jesús. 

Apenas hace unos días, el Papa Francisco nos ha regalado su cuarta Encíclica titulada «Dilexit nos» sobre el amor humano divino del Corazón de Jesucristo. 

Ciertamente me ha sorprendido la sintonía entre lo que el Papa escribe y lo que la beata María Inés, en torno al Sagrado Corazón de Jesucristo y a la caridad que brota de Él nos ha dejado en herencia. En cada miembro de la Familia Inesiana y de quienes comparten sus ideales misioneros, por la propia y específica vocación, la beata María Inés quiere que la caridad cristiana se haga sencillez y alegría, testimonio del amor del Señor que permanece en una vida de santidad que hace de cada uno «una copia fiel de Jesús».

Su figura de santidad, nos deja ver claramente un corazón que fue dócil a la acción de Dios, un corazón que desde que ella era pequeña, fue descubriendo el valor de amar al «estilo divino», como ella misma decía. Ella nos hace descubrir el «Corazón traspasado de Cristo» que ha dejado huella en el suyo y una huella imborrable que le hizo latir sólo para Él, salvando almas. En una de sus anotaciones, la beata escribe: «Hubiera querido que Él me metiera por la herida de su adorable Corazón y no salir más de allí». 

En el número 87 de esta Encíclica, el Papa muestra algunas de sus preocupaciones en el momento actual: el avance de un mundo libre de Dios, religiosidades sin referencia a una relación personal con Dios, desencarnar el mensaje del cristianismo... En una de sus cartas, Madre Inés escribe: «El corazón de Dios es para los pequeños y miserables que nada pueden, que nada tienen, pero que reconocen alegremente su necesidad, y... todo, ¿lo oyen? todo, lo esperan de su Padre Dios, tan bueno, tan misericordioso, tan cariñoso, y que está dispuesto a dar sus gracias a sus hijos pequeños que confían ciegamente en él y saben que únicamente cuentan con él... para todo. Dios quiera que seamos siempre así. No dejaré de decírselos ni después de muerta. Por eso: Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío.» (Cfr. “Cartas Colectivas”, f. 3163). Ella, al igual que el Santo Padre, vivía con el mundo en su corazón, pendiente de que su misericordia llegara a todos. En su diario, escrito entre los años de 1932 a 1934 anota: «Mi oración consiste sólo en jaculatorias, en la aceptación de todo eso que le ofrezco a Nuestro Señor, y en cortas peticiones con el corazón. Una que me es muy familiar y me ayuda muchísimo, a vaciar, por así decir mis aspiraciones es esta: «Sagrado Corazón de Jesús en ti confío». Porque al decirla le manifiesto todo lo que quiero, todo lo que de él espero y todo lo que en él confío. Me quedo muy satisfecha, y él también. ¡Le agrada tanto la confianza de sus pobres criaturas!»

En medio de las ocupaciones habituales de una fundadora que era al mismo tiempo superiora general, tuvo acceso al misterio «escondido desde los siglos, en Dios» (Ef 3, 9): Jesucristo, que es el Salvador de la humanidad y se dio a la incansable tarea de salvar almas para Él en este mundo, porque este, el misterio de la revelación del amor del Padre en Jesucristo, debe ser considerado como el acontecimiento decisivo de la historia humana. Esta afirmación central de la fe, la llevó ella en el corazón de su existencia. Fue, de verdad, la luz que iluminó su camino bajo la viva compañía de santa María de Guadalupe.

Ella, en perfecta sintonía con lo que ahora el Papa escribe, forjó su vocación en el Corazón de Jesús, ese corazón que construye, que une, que permite superar la fragmentación y el individualismo de nuestro mundo. Solo desde allí, sumergida en ese sagrado recinto, ella fue encontrando respuestas a sus anhelos misioneros más acuciantes. Allí su corazón se fue haciendo semejante al Corazón del Señor y desde allí  nos invita a vivir un caminito espiritual que tiene consecuencias que trascienden todo tipo de fronteras. Por algo Madre Inés es conocida como «La Misionera Mexicana sin Fronteras».

Madre Inés comprendió, desde muy joven, que la condición normal del cristiano es la de ser discípulos- misioneros entre los demás hombres y mujeres sin perder de vista que el Evangelio es ante todo una Persona, Alguien, un Corazón que late de amor por la humanidad. Es el corazón «que tanto amó». Quienes convivieron a diario con ella expresan que era habitual escucharle decir: «Sagrado Corazón de Jesús en ti confío» y encomendarle a ese misericordioso corazón al mundo entero. En un escrito que forma parte de sus experiencias espirituales anota: «Cabe tu corazón sagrado, como Juan en el día de la cena, nuestros corazones se inflamarán; al escuchar tus latidos de amor nuestras almas se abrasarán y sabrán transmitir a otras almas los sentimientos que embargan tu corazón; la sed de almas que lo devora y cómo tú solo quieres que los corazones se inflamen en el fuego que has venido a traer a la tierra».

Hoy, que la Iglesia está un poco por todas partes en estado de misión, cristianos y no cristianos nos encontramos a diario y el Concilio Vaticano II, en la constitución dogmática sobre la Iglesia —entre otras cosas— nos recuerda que todos los hombres, de una manera o de otra, pertenecen al Pueblo de Dios. 

En verdad, decía la beata madre, la única realidad propia del cristianismo tiene un nombre: «Jesucristo». En Él y solo en Él tienen consistencia los designios divinos de salvación. El Sagrado Corazón, del que el Papa Francisco deja ahora esta bellísima y comprometedora encíclica, nos invita a profundizar en este dato fundamental para ver lo que se deduce de él para la vida cristiana y el contenido del testimonio de la fe. 

Desde toda la eternidad, Dios tuvo el designio de crear por amor y de llamar a los hombres y mujeres a ser sus hijos. Nuestra beata madre captó que la iniciativa divina de la salvación, que tiene lugar en la creación, es la misma que se manifestará en Jesús de Nazaret.

El misterio oculto desde todos los siglos ha sido, por fin, revelado. La historia de la salvación comienza verdaderamente en Cristo nuestro Señor y el amor de su Corazón debe ser revelado a todas las naciones. El mundo no cambiará, si no es teniendo un corazón que vaya latiendo al mismo ritmo del Corazón de Jesús, como sucedió con el corazón de Madre Inés. El Cuerpo resucitado de Cristo, vivo y presente en el mundo en la Eucaristía,  es ya para siempre el «sacramento» primordial del diálogo de amor entre Dios y la humanidad. 

El origen de esta dinámica del banco de las almas en el corazón de nuestra querida beata Madre Inés, como ella expresaba, fue el Espíritu Santo. Sus dones, infinitamente variados, encontraron en el corazón de Manuelita de Jesús —su nombre de pila— la base firme para la edificación del Reino, porque ese corazón, se había arraigado en el amor de Cristo. Es preciso amar como Cristo ha amado, sin que nos detenga ninguna frontera, amar hasta el don total de sí mismo como hizo ella, hasta el don de la vida. 

Con un acceso muy especial a la revelación del misterio oculto en Dios desde los siglos, esta amada madre fundadora se vio empujada por el dinamismo irresistible de su fe a anunciar a sus hermanos la Buena Nueva de la salvación, que de una vez para siempre nos ganó Jesucristo. San Pablo expresa el objeto de la Buena Nueva con estas palabras: «es la incomparable riqueza de Cristo».

Misionar fue para ella ofrecer en participación una riqueza que no se posee y de la que no tenemos ni la exclusividad ni el monopolio. El misterio de Cristo trasciende toda expresión particular. Cualquiera que sea la diversidad y la profundidad, los caminos espirituales de todos los hombres y de todas las culturas encuentran en su Corazón, y solo en Él, su punto de cumplimiento y de convergencia. Por tanto, anunciar a Cristo a todos los que no le conocen y no le aman aún, es estar uno mismo esperando también un nuevo descubrimiento de su misterio en el corazón de los hombres y de los pueblos que se han de convertir a Él; es hacer posible el que la acción del Espíritu, que está obrando en el mundo pagano, fructifique en Iglesia y adquiera una expresión inédita hasta entonces. Misionar, para la beata Madre María Inés, fue vaciarse de sí, hacerse más pobre que nunca para llenarse de los intereses del Corazón de Jesús y así acompañar a las almas en su propio camino, participando en su búsqueda y, en esta participación fraterna, hacer aparecer a Cristo como el único que puede dar sentido a esta búsqueda y llevarla hasta su meta.

El corazón misionero de Madre Inés, unido al Corazón Sacratísimo de Jesús y sumergido en el Corazón Inmaculado de María, se hace hoy, para cada uno de nosotros, invitación a poner manos a la obra, a explotar recursos personales, a hacer que la tierra sea cada vez más habitable para el hombre, a dar todo su valor a la riqueza de la creación de Dios en un mundo que se desgarra entre el egoísmo y el placer, entre el consumismo y la ceguera espiritual. Nuestra beata viene a gritar a nuestro corazón a veces mezquino y triste, que el amor que edifica el Reino es inseparable del amor que hace que progresivamente la humanidad acceda a su verdad definitiva, y que esta verdad no se consigue sino más allá de la muerte, pero se va construyendo en este mundo sobre un terreno en el que sin cesar encontramos a la cizaña mezclada con el buen trigo. La separación no se hace hasta después de haber pasado por la muerte.

El desarrollo de la historia de la salvación va unido al desarrollo de la sacramentalidad. El templo del reencuentro perfecto de Dios y de la humanidad debe crecer, y los momentos privilegiados de este crecimiento están marcados por la celebración del bautismo y de la Eucaristía. Por eso Madre Inés llevó a plenitud su bautismo, viviendo las virtudes en grado heroico y por eso puso en el centro de su vida a Jesús Eucaristía y tanto el significado del bautismo como el de la Eucaristía hacen referencia al sacrificio de la cruz. 

Estamos agradecidos por este don, estamos contentos por este regalo, pero más que nada, estamos comprometidos con la beata Madre Inés porque algo tenemos que ver con ella y su amor a Dios y a las almas;  y ella no tuvo tiempo de teorizar. La Palabra de Dios poco a poco, seguirá labrando nuestro corazón como hizo con el de ella y el de su amada María, para que también nosotros, nos convirtamos en compañeros de Cristo en el cumplimiento de los designios de la salvación. 

Quiero terminar esta mal hilvanada reflexión, invocando el cariño del Inmaculado Corazón de María porque donde su corazón maternal late, allí está el de Jesús y transcribiendo el número 220 de la Encíclica «Dilex Nos» —el último— precedido de unas palabras de la Beata Madre María Inés Teresa. La beata María Inés nos dice: «No se fíen mucho, en sus propias fuerzas y en su propia habilidad. Confíen sí, inmensamente, que Dios estará con ustedes; que el sagrado Corazón de Jesús será su fuerza, su sostén, en todo cuanto necesiten, en la seguridad que él obrará por ustedes y en ustedes, por el bien de las almas que se les ha confiado. Necesitan amar mucho a las almas, inmolarse por ellas, aceptando y recibiendo con amor, pequeños y grandes sacrificios que la misericordia Divina les depare; de lo contrario todo se vendrá abajo, y ante todo hay que ver por la propia santificación, que redundará en bien de todas las almas que tienen bajo su cuidado. Oración y más oración por ellas. Y el apostolado que se cumpla íntegro, y con sumo cuidado, en las horas prescritas, sin perder un minuto de tiempo». (Cfr. "Cartas Colectivas”, f. 3185)

Y el Papa Francisco, en el número 220 de la Encíclica escribe: «Pido al Señor Jesucristo que de su Corazón santo broten para todos nosotros esos ríos de agua viva que sanen las heridas que nos causamos, que fortalezcan la capacidad de amar y de servir, que nos impulsen para que aprendamos a caminar juntos hacia un mundo justo, solidario y fraterno. Eso será hasta que celebremos felizmente unidos el banquete del Reino celestial. Allí estará Cristo resucitado, armonizando todas nuestras diferencias con la luz que brota incesantemente de su Corazón abierto. Bendito sea».

P. Alfredo Delgado, M.C.I.U.

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