jueves, 25 de mayo de 2017

«De rostro resplandeciente»... Los efectos de la oración en la vida


La Sagrada Escritura, en el libro del Éxodo, nos narra que, cuando Moisés bajó del monte Sinaí, luego de hablar con Dios, tenía el rostro resplandeciente (Ex 34,29-35). El encuentro con Yahvé lo había marcado, había dejado una huella visible en su persona y en su vida, lo cual nos habla, tal vez sin que Moisés dijera palabra alguna, de que hubo un encuentro profundo. Su rostro resplandecía en todo momento. Es el rostro que se ha transformado al contacto con Dios en la oración y que ha dado una nueva fuerza al corazón. «Ellos veían entonces que el rostro de Moisés resplandecería y Moisés cubría de nuevo su rostro».

El contacto con Dios en la oración no es para presumir, es para cumplir una misión, una tarea. Al salir de la oración, Moisés comunicaba a los israelitas lo que el Señor le había ordenado. El objeto de la oración ─cuando nosotros también subimos al Sinaí─ no es coleccionar hermosas ideas de Dios o un «sentir bonito» olvidando que el cristianismo no es cuestión de emociones, sino de valores, sino llegar a escuchar la voz del amigo que transforma nuestro rostro y nuestra vida. «Orar ─decía santa Teresa de Ávila─ es tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama (Vida 8,5). Nuestra Madre la Sierva de Dios dice que para ella «la oración es lo que el agua para el pez y lo que el aire para el ave», es decir, la oración es un ambiente en el que se vive inmerso.

En el contacto con Dios, ese ambiente queda marcado por nuestra pertenencia a la Iglesia, al grupo de los amigos de Dios, al conjunto de los que lo buscan haciendo a un lado todo lo que estorba, lo que haya que «vender» para obtener lo que realmente tiene valor (Mt 13,44ss). Si realmente queremos ser personas de oración, no podemos perder de vista todo esto. Vuelvo a insistir, no se trata de presumir la oración, de llamar la atención, de sentirme más que los demás ─los que no rezan a la vista─, sino de ser más humildes ante Dios y ante los hermanos. Por eso, con sencillez, la Virgen María puede exclamar: «Me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48). Dice la beata María Inés Teresa: «Ábrele tu alma de par en par con todas tus miserias y tus anhelos; cuéntale tus luchas, tus dudas, tus alegrías».

San Ignacio de Loyola ─entre otros muchos santos que tratan el tema─ nos habla de la humildad en sus Ejercicios Espirituales (164─168). El santo dice que hay tres niveles de humildad que nos llevan hasta imitar a Cristo y configurarse más efectiva y auténticamente con Él. 

Eso es quizás lo que nos falta a muchos «aprendices de orantes» en nuestro tiempo. Nos hemos acomodado a fórmulas, a horarios que se cumplen con la asistencia a Misa o el rezo de devociones, tal vez hasta a una oración que a veces puede presumir nuestra pertenencia a Dios y no se transforma en un servicio o en una sonrisa que brotan de un rostro iluminado por Dios. A veces la oración se queda fría porque falta ese «cara a cara» y nos quedamos ante Dios viéndonos a nosotros mismos. Y si nos miramos solamente a nosotros mismos ─con nuestros límites y nuestros pecados─ pronto seremos presa de la tristeza, del desánimo o de la soberbia y vanidad. Pero si mantenemos nuestros ojos vueltos al Señor, entonces nuestros corazones se llenarán de esperanza, nuestras mentes, así como nuestros rostros ─se suele decir que la cara es el reflejo del alma─ y nuestras vidas, serán iluminados por la luz de la verdad, y llegaremos a conocer la plenitud del Evangelio con todas sus promesas y su plenitud de vida. El Evangelio nos recuerda «la necesidad de orar siempre sin desanimarse» (Lc 18,1).

Quién ha adquirido el tesoro (Mt 13,44) o la perla fina (Mt 13,45-46) debe sentirse tan feliz, que inmediatamente se botará esa alegría en el rostro, porque ese tesoro y esa perla es Jesús y a él se le conoce en la oración. «Jesús ─dice Benedicto XVI─ es el verdadero y único tesoro que nosotros tenemos para dar a la humanidad. De él sienten profunda nostalgia los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, incluso cuando parecen ignorarlo o rechazarlo. De él tienen gran necesidad la sociedad en que vivimos, Europa y todo el mundo» (Benedicto XVI, Gruta de Lourdes de los Jardines Vaticanos, 31 de mayo de 2010).

María Santísima, mujer de rostro resplandeciente, es una fiel maestra de oración. Ella captó fielmente los planes de Dios porque en oración se había dejado iluminar el rostro. Sabía, porque en oración profundizaba en las profecías de la Sagrada Escritura, que el Mesías tenía que venir para salvar a los hombres. Ella, desde pequeña, había encontrado el tesoro escondido y la perla preciosa, por eso de jovencita tomó la decisión de consagrar su vida a Dios para dedicarse por completo a Dios. La misión de María estaba en el pensamiento de Dios desde siempre, desde toda la eternidad. El la escogió sabiendo que sería una mujer de oración. Él también nos ha elegido a nosotros y quiere iluminarnos el rostro para ser «luz del mundo» que irradie el gozo de vivir para Él dándolo a los demás (Mt 5,14).

Alfredo Delgado, M.C.I.U

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