Con el bautismo, todos los fieles recibimos la vida nueva de los hijos de Dios, germen de santidad que debemos desarrollar durante toda nuestra existencia. La vocación a la santidad consiste precisamente en la exigencia de cumplir con la máxima fidelidad posible los compromisos bautismales, llevando la realización de las virtudes hasta la vivencia en grado heroico. Dios da a cada bautizado una vocación específica diversa: unos son seglares, otros sacerdotes; unos elegimos la vida religiosa y otros la matrimonial. Todos misioneros, con un estilo de vida diferente, pero todos llamados a la santidad, imitando a Cristo.
Después de María, los santos han sido quienes han logrado llevar la vivencia de las virtudes al grado heroico y han sido quienes más docilidad al Espíritu han experimentado y mostrado. Su recuerdo nos estimula a seguir sus ejemplos, pues lo que ellos hicieron, bajo el influjo del Espíritu Santo, nosotros también lo podemos hacer. Son, diríamos, unos modelos más a nuestra medida humana, desde el momento que vemos que ellos experimentaron también, las dificultades de la carne.
En Roma, cuando se realiza una beatificación, y la ceremonia se realiza dentro de la Basílica de San Pedro, se coloca en la gloria de Bernini la imagen del nuevo bienaventurado, pintada en un gran estandarte. Al inicio de la ceremonia la imagen está cubierta con una cortina que se deja caer cuando se proclama beato al Venerable Siervo de Dios. Por allí pasan, una tras otra, las imágenes de hombres y mujeres ilustres que supieron vivir bajo la acción del Espíritu Santo, hombres y mujeres que llevaron el desarrollo de las virtudes bajo la acción del Espíritu Santo, a los grados más heroicos de santidad. Cuando termina la ceremonia, cuando la fiesta litúrgica se ha terminado y todos se han retirado, se retira la imagen y queda nuevamente, en el vitral, encima de la cátedra de San Pedro, una paloma de deslumbrante blancor, con las alas desplegadas, como significando que el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, que sin Él nada puede hacer la jerarquía y que este Espíritu de Amor es el principal Artífice de la santidad en la Iglesia de Cristo.
Todos los santos son formados por el Espíritu de Dios. Él es quien imprime en cada uno de ellos un reflejo especial de la santidad de Cristo. Una gran diversidad de gracias, dones y carismas, dimana de la multiforme actividad de un mismo Espíritu de Amor. El mundo de las almas y de los espíritus ofrece una riqueza de tipos diversificados más sorprendentes que las del universo material. Cada alma humana constituye un universo autónomo. La armonía interna de sus facultades y de sus actos la diferencia de todas las demás que existen.
La articulación de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo varía en cada uno de nosotros como los rasgos personales de nuestra fisonomía. Desde el primer contacto con el mundo sobrenatural se manifiestan diversos tipos de creyentes, según el temperamento personal, la cultura intelectual o artística, la educación familiar y social, la formación religiosa y moral, el medio ambiente. Todos los bautizados recibimos los dones del Espíritu Santo, los cuales evolucionan según la gracia de cada uno.
A partir de hoy, que es día de Pentecostés, quisiera ocuparme en esta y siete reflexiones más, de un alma privilegiada, que aún no ha sido elevada a los altares pero que va en camino y ya está muy cerca precisamente por haber dejado actuar al Espíritu Santo y por haber vivido, las virtudes y los votos religiosos, en un grado heroico. Me refiero a la Venerable Sierva de Dios María Inés Teresa Arias, la fundadora ─por inspiración del Espíritu Santo─ de nuestra familia misionera, la Familia Inesiana.
En la Madre María Inés, el Espíritu Santo ocupa un lugar preponderante, pues vivió siempre bajo su influjo y atenta a sus mociones.
Quisiera detenerme ─aunque sea de manera breve─ en ver cada uno de los dones en la vida de la Venerable Sierva de Dios y eso lo iremos haciendo poco a poco, en siete pequeños artículos posteriores a esta introducción .
La Providencia dispone de infinitas posibilidades para iluminar las almas, lo mismo que el artista creador posee en su arte ilimitados recursos. Unas veces el Espíritu Santo revela su voluntad por un súbito claror, otras nos deja discurrir lentamente, asistiéndonos con su suavidad, igual que una ligera brisa acompaña y facilita el movimiento de los remos, sin que los remeros la perciban apenas. Esta manera, difusa y latente, trasciende en realidad las fuerzas connaturales del hombre, aun las del divinizado por la gracia. El Espíritu de Dios sopla cuando y como quiere. El Espíritu Santo sigue siendo hasta el día de hoy, «el gran desconocido».
La Venerable Sierva de Dios María Inés Teresa Arias, nuestra amada Fundadora, se dejó mover por el Espíritu, se revistió de su modo de obrar y así incendió el mundo en el fuego de su amor. ¡Envía Señor tu Espíritu y todo será creado y se renovará la faz de la tierra!
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
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