El don de consejo actúa como un soplo nuevo en la conciencia del creyente, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma. La conciencia se convierte entonces en el «ojo sano» del que habla el Evangelio (Mt 6, 22), y adquiere una especie de nueva pupila, gracias a la cual le es posible ver mejor que hay que hacer en una determinada circunstancia, aunque sea la más intrincada y difícil. El cristiano, ayudado por este don, penetra en el verdadero sentido de los valores evangélicos, en especial de los que manifiesta el sermón de la montaña.
Gracias, en buena parte, a este regalo del Espíritu los misioneros fueron a parar a territorios que ni sabían dónde quedaban en la geografía de los continentes o países. Allí fueron a dar con su enorme carga de fe y de amor, guiados, quizá sin saberlo, por el consejo sutil y cierto del Espíritu Santo. Ayuda mucho, pero mucho, a esa virtud tan rara y muy pocas veces tomada en cuenta que es la prudencia, virtud casi desconocida y raras veces empleada en nuestro vivir y en nuestro actuar. Nuestras grandes determinaciones en la vida están o deben estar signadas por el don de Consejo, si es que no queremos fracasar con nuestras propias loqueras o nuestros criterios personales. San Francisco Javier se dejaba guiar siempre por este don y ponía todo su ser apostólico y aventurero en sus manos como un príncipe sabe que todo lo suyo depende del rey.
Este Espíritu de Consejo inspiró a la Venerable Madre Inés en los detalles de la vida. Ella tuvo el alma llena de luz y supo pasar a la acción en las cosas pequeñas de cada día. “En cumplir la voluntad de Dios y mis deberes de estado, encontraré la más exquisita santidad. A ella quiero llegar como han llegado todos los santos, ayudados de tu gracia” (María-Inés-Teresa Arias, “Ejercicios Espirituales”, 1943.)
En su vida se entremezclaron personas y sucesos de toda raza y nación, hombres y mujeres de toda clase y condición que en el momento de estar con ella se convertían en la niña de sus ojos. Vivió sin mirar fronteras, con un espíritu de catolicidad que quedó impregnado en el nombre de nuestra congregación: “Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal”. No supo de nacionalismos estrechos ni de diferencias de pueblos. El empuje misionero le venía del Espíritu, que le hacía recorrer la tierra con el soplo de un nuevo Pentecostés que infundía el olor de Cristo por donde quiera que pasaba. “Tenemos en nuestras manos todo lo necesario para enriquecer a otras muchas almas; tenemos la obligación de ser luz e irradiar luz sobre las almas que Dios ha vinculado a nuestra vida, esas almas esperan mucho de nuestra total donación, serán fruto de ella y mientras más numerosos, alegres y generosos sean nuestros FIAT, más abundante será la cosecha... ella enriquecerá a Dios, a quien tanto debemos; a las almas que anhelamos salvar por millones... A nosotras mismas, para la eternidad” (María-Inés-Teresa Arias, 15 de agosto de 1964.)
No era ella la que hablaba, era el mismo Espíritu a quien ella le entregaba su ser. “... si Tú quieres servirte de mí, pobre y miserable instrumento para tu gloria...”, “manejando Tú este inútil instrumento...”, “¿por qué no te sirves de este inútil instrumento que sólo anhela desaparecer en tus divinas manos?...”, “Instrumentos que quieran dejarse hacer en sus manos creadoras... Señor, mi fuerza, mi poder, mi confianza, mi fe ciega está en mi miseria, puesta al servicio de tu misericordia. Con esto lo digo todo” (María-Inés-Teresa Arias, “La Lira del Corazón”, II Parte, Cap. VI.)
Quería que la palabra de Dios llegara a todos los rincones del mundo y no dudó en mandar a sus primeras hijas a Japón, apenas terminada la segunda guerra mundial.
Fue organizadora, fundadora, madre y maestra, consejera y constructora, misionera y cocinera, administradora y doctora. Bromista, alegre, siempre servicial, sencilla, pobre y humilde, atenta siempre a descubrir qué pedía Dios. Decía, a imitación de Santa Teresita: “Sólo el primer paso cuesta, luego se camina de victoria en victoria”. Firme en sus propósitos, exigente consigo misma y comprensiva con quienes le rodeaban.
Viviendo siempre bajo la acción del Espíritu Santo el don de consejo se explayó en ella y con ella, sobre todos los demás.
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
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