La fortaleza es la virtud que nos asegura contra el temor de las dificultades, de los peligros y de los trabajos que se presentan en la ejecución, de nuestras empresas.
Todo esto lo hace admirablemente el don de Fortaleza; pues es una disposición habitual que el Espíritu Santo pone, en el alma y en el cuerpo para hacer y sufrir cosas extraordinarias, para acometer las obras más difíciles, para exponerse a los más espantosos peligros y para soportar los trabajos más rudos y las penas más amargas. Y todo ello constantemente y de una manera heroica.
Este don es muy necesario en determinadas ocasiones: cuando se es combatido por grandes tentaciones, para resistir a las cuales es preciso estar dispuesto a perder las bienes, el honor o la vida. Entonces el Espíritu Santo asiste poderosamente al alma fiel con el don de, consejo y de fortaleza; porque no fiándose de ella misma y convencida de su debilidad y de su nada, implora su socorro y pone en El toda su confianza. No bastan en estas ocasiones las gracias comunes; hacen falta luces y fuerzas extraordinarias; por eso une el Profeta el don de consejo y el de fortaleza: el uno ilumina el espíritu y el otro fortalece el corazón.
Tenemos mucha necesidad de este don por la dificultad de ciertos espacios en que la obediencia puede colocarnos. Hay que convencerse de que por un solo acto de generosidad cristiana, merece uno mucho más delante de Dios que por todo el resto de su vida aunque sea muy larga. Lo mismo que si una persona, al ingresar a la vida religiosa o a un seminario, diera de un golpe todos sus bienes a los pobres, merece tanto como si, permaneciendo en el mundo, hiciera varias limosnas en diversos tiempos. ¿Y qué sabemos nosotros el tiempo que viviremos después y el estado en que estaremos para morir? ¿Qué seria ahora de Orígenes y Tertuliano si antes de su caída, permaneciendo fieles a Jesucristo hubiesen tenido la ocasión de morir por Él?
Según la promesa de Jesús, el Espíritu Santo es un Espíritu que fortalece. En la Venerable María Inés Teresa Arias se encuentran las que son, por así decir, las dos formas clásicas del don de fortaleza: El espíritu de conquista al servicio del Reino de Dios y el espíritu de sacrificio hasta la muerte.
El espíritu de conquista resplandece en ella como apóstol, no sólo en el plano externo, sino partiendo desde las dimensiones internas del amor a Dios. “Quisiera hacer a mi Dios una ofrenda de todas las naciones y para su conquista no tengo más que mi miseria puesta al servicio de su misericordia, pero se la doy de corazón, con la convicción de que Él es poderoso para obrar maravillas” (María-Inés-Teresa Arias, “Notas Íntimas”, p. 96.) –decía en su oración–.
Parece que Santa Teresita la contagió del celo por las almas y de la valentía espiritual que se apoya en la fuerza de Dios. Santa Teresita decía: “Una sola misión no me bastaría: quería, al mismo tiempo, anunciar el Evangelio por las cinco partes del mundo y hasta en las islas más remotas...” y la Venerable Sierva de Dios, como decimos, se contagió. “El martirio -decía Santa Teresita-: he aquí el sueño de mi juventud...” y la Venerable quería ser mártir como ella e hizo voto de vivir como “Víctima de Holocausto de amor”. “Me he ofrecido víctima a tu amor. Que sea una verdadera víctima, dulce y afable, que te encante y te deleite. Que ya para mi próxima profesión Perpetua quiero ser una verdadera esposa fiel, viviendo vida oculta en mi corazón Contigo y en la Cruz; bien se Dios mío, que no bastan mis propósitos por sinceros y fuertes que sean, si tu gracia no los fecundiza y para que ésta no me falte, que mi oración sea sin interrupción”. (María-Inés-Teresa Arias, “Ejercicios Espirituales”, 1933.)
El espíritu de fortaleza se manifestó en la vida de Madre Inés en el espíritu de sacrificio llevado hasta el heroísmo, aún y sobre todo, en los sacrificios ocultos que pasaban inadvertidos a los ojos de los demás. Por eso amaba la vida de Nazareth.
Su fidelidad en las cosas más pequeñas y aparentemente más insignificantes, no se explica sino por presencia de la misma Fuerza de Dios. Cumplía perfectamente todos los deberes cotidianos y había hecho voto de perfección.
La Cruz marcó su vida de muchas formas y ella fue siempre fiel. Vivió los votos religiosos en todo su esplendor y dinamismo, con una fidelidad impresionante. “Tenemos un esposo de Cruz” solía decir. Sufrió la persecución de muchas formas y se manifestó siempre serena y llena de Dios. En ella, con una extraordinaria sencillez de vida, se desarrollaron en pleno todas las virtudes con la fuerza del Espíritu. “Mi vida -decía- debe ser un espejo en el que se reproduzcan las virtudes de Nuestro Señor” (María-Inés-Teresa Arias, “Ejercicios Espirituales”, 1933).
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
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