El don de temor de Dios es la disposición común que el Espíritu Santo pone en el alma para que se porte con respeto delante de la majestad de Dios y para que, sometiéndose a su voluntad, se aleje de todo lo que pueda desagradarle. El primer paso en el camino de Dios, es la huida del mal, que es lo que consigue este don y lo que le hace ser la base y el fundamento de todos los demás. Por el temor se llega al sublime don de la sabiduría. Se empieza a gustar de Dios cuando se le empieza a temer, y la sabiduría perfecciona recíprocamente este temor. El gusto de Dios hace que nuestro temor sea amoroso, puro y libre de todo interés personal.
Este don consigue inspirar al alma los efectos maravillosos como son: una continua moderación, un santo temor y un profundo anonadamiento delante de Dios; un gran horror de todo lo que pueda ofender a Dios y una firme resolución de evitarlo aun en las cosas más pequeñas y cuándo se cae en una falta o una humilde confusión; una cuidadosa vigilancia sobre las inclinaciones desordenadas, con frecuentes vueltas sobre nosotros mismos para conocer el estado de nuestro interior y ver lo que allí sucede contra la fidelidad del perfecto servicio de Dios venciendo la tibieza.
A este don de temor pertenece la primera bienaventuranza : bienaventurados los pobres de espíritu (Mt 5,1): la desnudez de espíritu que comprende el despego total del afecto a los honores y a los bienes temporales se sigue necesariamente del perfecto temor de Dios ; siendo éste el mismo espíritu que nos lleva a someternos plenamente Dios y a no estimar más que a Dios, despreciando todo lo demás, no permite que nos elevemos ni delante de nosotros mismos buscando nuestra propia excelencia, ni por encima de los demás buscando las riquezas y las comodidades temporales.
Los santos han pasado igual que nosotros por la tierra: entre las oscuridades de la fe, en medio de las dificultades diarias, pero con inquebrantable confianza en Dios. La Venerable Madre María Inés Teresa Arias estaba persuadida de que, como San Pablo decía, nada podía apartarla del amor de Dios. El amor de Dios la llevó siempre de la mano. “Soy un pensamiento de Dios, porque desde toda la eternidad pensó en darme el ser; Él ya me veía tal cual soy, con mis defectos y mis cualidades, mis promesas y mis inconstancias, mi confianza y mi amor, y con todas mis miserias”. (María-Inés-Teresa Arias, “Ejercicios Espirituales”, 1941.)
La omnipotencia de Dios se manifestó en esta mujer de apariencia alegre y jovial. Su voluntad se vio sostenida siempre por el don de Temor de Dios. Él inspiró todos sus pensamientos, todas sus acciones, todas sus decisiones. Él puso en su ser siempre la caridad, una caridad exquisita que se dejaba sentir en todo. “Quiero transformarme en tu amor, quiero vivir de amor, quiero morir de amor, en un acto de suprema y perfecta contrición” (María-Inés-Teresa Arias, “Ejercicios Espirituales”, 1943.)
La Madre dejó que el Temor de Dios la librara de todo mal, de la soberbia, del orgullo, de la vanidad. Supo experimentar su debilidad personal, su posibilidad de caer. “Gracias Señor...” Solía ser siempre alma agradecida con el Creador por las gracias concedidas.
Hija de Dios, se sintió siempre hija de la Iglesia. Con amor entrañable a todos y cada uno de los miembros de la Iglesia. Quería, desde Roma, donde pasó sus últimos años, contemplar la Iglesia del mundo entero y transportarse a los cinco continentes para decir a todos que tenemos un Padre que es Misericordia, que es Amor.
La huella del don de Temor quedó impresa en la Venerable Sierva de Dios hasta los últimos momentos de su vida, que la puso y la mantuvo siempre en disposición de llegar a la casa paterna.
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
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