La segunda lectura (Rm 1,1-7) nos regala el comienzo de la carta más impresionante de Pablo. En ella el Apóstol de las gentes les anuncia la buena nueva de Jesucristo: nacido de David según la carne y establecido en su poder por el Espíritu de Dios. Pablo entiende que en el Mesías se han realizado las promesas de sus profetas, los que él había intentado conocer en profundidad en las escuelas rabínicas en las que se había formado en Damasco o en Jerusalén. Y se atreve a más: Dios le ha llamado precisamente para que este nombre sea conocido hasta los confines de la tierra. La llegada del Señor Jesús a su vida ha constituido una enorme gracia y por eso mismo él comprende que no puede mantenerla egoístamente para sí, sino que debe proclamarla a todos.
Por su parte el evangelio (Mt 1,18-24) nos presenta el sueño de José, en el que le queda la encomienda de dar un nombre al hijo que dará a luz su prometida María; le pondrá por nombre Jesús. Su nombre simbólico será una realidad eterna, el Emmanuel, el Dios con es el Dios que salva —Jesús significa «Dios salva». José es compasivo como el Padre Misericordioso, no está herido de infamia por haber sido engañado por su prometida. Él comprende que debe desempeñar una misión. José, descendiente de David y esposo legal de María, al imponer el nombre a Jesús se convierte legalmente en su padre y el mismo José comprenderá desde el primer momento que, aunque él no sea padre biológico de Jesús, cuidará de él con una paternidad muy especial, superar a cualquier otra. Con este evangelio se nos abren las puertas de la Navidad; termina el Adviento y la esperanza que genera se debe hacer realidad experimentando de verdad la salvación que nos llega ya. ¡Bendecido IV domingo de Adviento!
Padre Alfredo.
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