Me detengo a meditar en lo terrible que puede llegar a ser el no apartarse del humano extravío y dirijo mi mirada a diversos tipos de mujeres que, desgraciadamente, sin entender su valor de hijas de Dios y la grandeza de su dignidad, se contentan con ser tenidas como provocativos objetos sexuales que buscan atrapar a como de lugar al dinero y al placer como diosecillos que llenan sus aspiraciones. Dirijo también mi mente, al orar, a contemplar esas marchas, incluso inhumanas, que se hacen este día por mujeres que han sacado a Dios de sus vidas, de sus corazones y de sus conciencias y que no han entendido su dignidad ante Dios y ante la humanidad lanzándose, en unos actos aberrantes, a destruir cuanto encuentran a su paso, hasta llegar a los palacios de gobierno de municipios, estados y naciones, para exigir derechos que van mucho más allá de lo que intrínsecamente deben tener no solamente las mujeres sino sobre todo ser humano. Veo, junto a esto, por otra parte y con dolor, a tantas mujeres que ciertamente sufren, y muchísimo, por pérdidas, por duelos, por abusos de hombres que tampoco han entendido su misión en el mundo y se han quedado atrapados en el extravío humano. En contraste con esas actitudes que se quedan atrapadas en el extravío humano, esta el papel de la mujer en la Iglesia, que es interpretado a la luz de una antropología integral y honda y de un feminismo que va a sus raíces. La importancia de un verdadero feminismo cristiano es tal que se hacen todos los esfuerzos posibles y necesarios por presentar los principios en los que se basa su dignidad. Es claro el magisterio reiterado de Juan Pablo II, Benedicto XVI y de Francisco desde una antropología integral que destaca su papel específico, grandioso e insustituible en relación con la humanidad, su igualdad en cuanto naturaleza y dignidad respecto del hombre, su diferencia con el varón y su complementariedad, sus derechos inalienables que le corresponden en su igualdad, su significado original e insustituible en la vida del hombre como madre y como educadora. Veo, junto a esto y en contraste, a tantas mujeres que ciertamente sufren, y muchísimo, por pérdidas, por duelos, por abusos de hombres que tampoco han entendido su misión en el mundo y se han quedado atrapados en el extravío humano.
Hoy les invito a orar por un abierto reconocimiento de la dignidad personal de la mujer y en cuanto mujer con toda su femineidad, personificada radicalmente en María, la Madre de Dios y Madre nuestra. Creo que este reconocimiento, que no se queda atorado en el extravío humano, es el primer paso a realizar con toda la fuerza y sin ninguna limitación para promover la plena participación tanto en la vida eclesial como en la social y pública. Las mujeres participan en la vida de la Iglesia de una manera maravillosa. Yo mismo puedo dar testimonio de ello, pues formo parte de un instituto misionero fundado por una mujer extraordinaria, la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento; en una de mis tareas encomendadas al poner mi granito de arena para las causas de los santos, tengo como jefe, una mujer; mi asistente, que es una persona maravillosa y de una entrega apasionante a su trabajo, es una mujer y por si fuera poco, la inmensa mayoría de los miembros de nuestra Familia Inesiana, son mujeres, todas admirables y alegres, guiadas por la sonrisa perenne de la madre Martha. Por otra parte, en la vida parroquial, en las consultas y en la elaboración de decisiones, tanto en el consejo de pastoral, como en el de asuntos económicos, está la mujer presente con los mismos derechos del hombre. Hoy pido que las mujeres, las que tengo de cerca —tan cerca como mi madre, esa valiosa mujer que vale oro— como todas las demás, no dejen de mirar a María para conservar el candor, la humildad, la alegría, la fortaleza, la serenidad, la maternidad, la belleza interior, la escucha y tantas cosas más que tanto necesitamos los hombres. ¡Bendecido viernes y felicidades a todas las mujeres en su día!
Padre Alfredo.
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