Con la muerte de Cristo, nuestros pecados perdieron el poder de gobernar sobre nosotros (Rm 6). Con Su muerte, él destruyó las obras del diablo (Jn 12,31; Hb 2,14; 1 Jn 3,8), condenó a Satanás (Jn 16,11) y aplastó la cabeza de la serpiente (Gn 3,15). Sin embargo, la resurrección de Cristo también es fundamental para el mensaje del Evangelio. Nuestra salvación depende de la resurrección de Jesucristo, como san Pablo afirma en 1 Co 15,12-19. Si Cristo no hubiera resucitado, nosotros no tuviéramos esperanza de resurrección y seguimos sentados «en tinieblas y en sombra de muerte» esperando la salida del sol (Lc 1,78-79).
La entrada de Jesús en la tumba es tan importante como lo fue su salida de ella. San Pablo define la doble verdad de que Jesús murió por nuestros pecados —demostrado por su sepultura— y resucitó al tercer día —demostrado por sus apariciones ante muchos testigos—. Esta verdad del evangelio es «de primera importancia» (ver 1 Co 15,3-5). Es imposible separar la muerte de Cristo de su resurrección. Creer en una sin la otra sería creer en un falso evangelio. Para que Jesús haya resucitado realmente de entre los muertos, debe haber muerto en realidad. Y para que su muerte tenga un verdadero significado para nosotros, él debe tener una verdadera resurrección. No podemos tener una sin la otra. Abramos el corazón, con María, para celebrar el Triduo Pascual acompañando a Jesús en su pasión, muerte y resurrección. ¡Bendecido miércoles santo!
Padre Alfredo.
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