El comienzo del prólogo del Evangelio de san Juan nos remonta, cada vez que lo leemos, a lo más alto y más sublime del misterio trinitario. «Aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios. Ya en el Principio Él estaba con Dios... y esa Palabra puso su morada entre nosotros» (Jn 1,1ss).
Una noche, hace más de 2,000 años, el Señor decidió plantar su tienda entre nosotros. La Palabra cambió la vecindad de Dios por la vecindad de los hombres y, el resplandor de la gloria, acampó, habitó junto a la debilidad de nuestra carne. El que estaba junto al Padre puso su morada en un lugar descampado de un pueblo desconocido que no tenía categoría por sí solo. Hay que precisar —para que se ubique con exactitud el lugar— que Belén era un lugar perteneciente a Judea, porque ese pequeño lugar no era conocido como lo era Jerusalén o Roma. Y, desde allí, desde los brazos de María, Dios habló a los hombres de todos los tiempos haciéndose cercano a cada uno por medio de su Hijo muy amado, resplandor de la gloria del mismo Dios, porque Él es verdadero Hombre y verdadero Dios.
La gloria de Dios es la manifestación sensible de su santidad. El «resplandor» de Dios brilla en la creación y en los acontecimientos o «maravillas» que jalonan la historia del pueblo. La gloria brilla en Jesús, presencia viva, entrega total.
A Dios no le bastó el paraíso de Adán, ni la zarza ardiente de Moisés, ni los mensajes cálidos de los profetas. Quiso hacerse niño desvalido y pequeño, quiso hacerse hombre y desarrollar su vida enganchado totalmente a la vida de los hombres. La revelación definitiva de Dios tiene rostro humano. Es una realidad cercana a nosotros... ¡Esto es la Navidad, un amor loco de Dios al hombre, un amor que no lo entienden sino solamente aquellos que aman!
Navidad es presencia de Dios en el mundo, ese Dios que irrumpe en nuestra vida ordinaria haciendo saltar en pedazos la insolidaridad. Él es encarnación, es cercanía, es proximidad. Navidad es superación de distancias y diferencias, convivencia fraterna en el amor. Navidad es locura de un amor divino recio y profundo que vino a cambiar la historia del mundo. EL Hijo de Dios se hizo hombre entre los hombres para salvar a los hombres.
El inmenso e in finito, el insondable y todopoderoso, se hizo pequeño por nosotros. El eterno entra a nuestro tiempo, a nuestra historia, a nuestras vidas. El omnipotente y majestuoso se hace pobre y necesitado de cuidados. El Dios puro se reviste de nuestra carne. Esta suprema expresión del amor del Padre es, claro está, un reclamo a nuestro amor.
No olvidemos que cada Navidad, somos nuevamente invitados a vivir un compromiso de amor, porque Aquel que es la Palabra, habitó entre nosotros... y como decía santa Teresita del Niño Jesús: «Amor con amor se paga».
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
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