Estamos
ya muy familiarizados con el término «ADVIENTO». Ya sabemos lo que
significa esta palabra porque hemos vivido la experiencia de este tiempo
litúrgico en otros años. Pero, tal vez, al adentrarnos más en la vida de la
Iglesia, no hemos llegado a captar toda la riqueza que encierra dicho
concepto.
«Adviento»,
esta palabra que viene del griego, tiene varias connotaciones, quiere decir:
«Venida», «Llegada comenzada», «Presencia por llegar». Por tanto, a la luz de
estos significados, debemos preguntarnos: ¿Quién es el que viene? y ¿para qué
viene?
Esto
hasta un niño de catecismo nos lo responde, todo mundo en la Iglesia sabe que
es Jesús el que viene, ese Jesús a quien también ya nos hemos acostumbrado a
ver como hombre. Estamos tan familiarizados con la encarnación de Jesús (el
Hijo de Dios hecho Hombre), que no nos maravillamos ya cuando leemos la páginas
del Evangelio que narran la historia de la encarnación del Verbo y del nacimiento.
Creo
que es necesario recobrar y mantener vivo el sentido de la admiración, el
sentido de la sorpresa y de la adoración frente a este misterio de los
misterios. Precisamente para eso disponemos de este tiempo del Adviento, para
que podamos adentrarnos en esta verdad esencial del cristianismo cada año: Jesús,
el Verbo Encarnado, ha asumido la naturaleza humana y de nuestra naturaleza ha
tomado también las dimensiones terrenas.
El,
Hijo del Padre en la eternidad, ciudadano de la eternidad y del Cielo por
derecho natural, se ha hecho Hijo del hombre y ciudadano de la tierra. Así, el cristianismo
brota de una relación particular: «DIOS-HOMBRE». El itinerario que Jesús ha
recorrido de lo alto hacia lo bajo, para convertirse en el Hijo del Hombre y
ciudadano de la tierra, es el mismo itinerario de lo bajo hacia lo alto, que
nosotros debemos recorrer para hacernos hijos de Dios y ciudadanos de la
eternidad. Se trata de una realidad profunda y sencilla, que resulta cercana a la
comprensión y sensibilidad de todos los hombres y, sobre todo, de quien sabe
hacerse niño con ocasión de la noche de Navidad. No en vano dijo Jesús una vez:
«Si no se convierten y se hacen como niños, no entrarán en el reino de los
cielos» (Mt 18,3). Solamente
haciéndonos como niños podemos:
— Renovar
el sentido gozoso de la espera.
— Sentir
necesidad de convertirnos.
— Rejuvenecer
la esperanza.
Según
la lógica sobrenatural, nosotros deberíamos razonar así, como niños para
quienes todo pasa pronto: es bello que todo pase y pase pronto, porque así el
Señor viene, y viene pronto. Se trata de ver las cosas con otros ojos, con ojos
limpios, con un corazón nuevo. De manera que nuestra vida asuma una semejanza
profunda con el misterio de Jesucristo, que viene en un compromiso de caridad y
para hacer público cómo es que Él ama a su Padre y ama a quienes el Padre le ha
dado. Todo pasa y mientras que este pasar de todas las cosas sea manantial de
tristeza, quiere decir que la criatianización de las almas, de las conciencias,
de los pueblos, de la civilización, no está todavía completa, porque la única
reacción cristiana al hecho de que todo pasa, no puede ser más que una reacción
de alegría. Todo pasa y Dios viene. Y si llega Él, aquél es el día de gloria,
día de felicidad.
Por
eso la alegría es un elemento fundamental del tiempo de Adviento. Si el
Adviento es tiempo de vigilancia, de oración, de conversión; lo es además, de
ferviente y gozosa espera. El motivo de la alegría es claro: Todo pasa y «El
Señor está cerca» (cf. Flp 4,5). «¡Exulta,
alégrate!» le dice el ángel a María (Lc 1,28),
y a ella, antes que a nadie, le anuncia una alegría que luego se proclamará
para todo el pueblo que aún vive sumergido en la tristeza de un mundo de
egoísmo, de rivalidad y de discordias.
Este
pensamiento, puede parecer muy alto, muy utópico… ¡De dónde sacamos alegría en
un mundo como este! Sin embargo es en realidad un pensamiento que debemos hacer
familiar en cada momento de nuestra vida. Nuestros días, tan llenos de cosas,
nuestros días, tan llenos de quehaceres que resultan un afán sin paz y sin descanso, en realidad,
deben transformarse en días de una paz serena, en la seguridad de que Dios
viene, que Dios pasa para no ocultarse jamás, en todos los momentos de nuestra
vida. El Adviento es una reafirmación del camino eterno del hombre hacia Dios;
cada año marca un nuevo comienzo de este camino: ¡La vida del hombre no es un
camino impracticable, sino vía que lleva al encuentro con el Señor! ¡Vamos en
espiral a su encuentro… cada año más arriba! Por
eso el cristiano, esta criatura que tiene tanta esperanza en el cielo, es
paciente, no se inquieta nunca ante las agitaciones de la vida de todos los
días... así la encarnación se da en una realización histórica de la vida
cotidiana: la pobreza de la Madre, el ambiente de un pueblo, los comentarios de
la gente.
Con
todo esto, se podría pensar que si para Nuestro Señor encarnarse ha sido un
itinerario de humildad, para nosotros, divinizarnos debería ser un itinerario
de gloria, ya que si Él baja, nosotros hemos de subir. Pero, no es así, porque
nuestra vida no puede ser una competencia con aquella soberanía que le
pertenece exclusivamente a Dios. Debemos ser conscientes de que todo es un don, de que todo es misericordia y dignación de Dios y que en este tiempo de Adviento
nos reconozcamos peregrinos y saboreemos la humildad que debe haber en nuestras
vidas. Nuestra condición de seres humanos y de hombres pecadores por
naturaleza; nuestra responsabilidad de pecadores por nuestros pecados
personales, todo esto, nos pone frente a Dios en condición de humildad.
Cada
Adviento... ¡Cuantas cosas tenemos que aprender! Hay que entender que el
misterio de la venida del Señor se nos presenta como el misterio que nos
compromete de una manera formidable a ser sobrenaturales, y por tanto a
abandonar con supremo desapego todo aquello que no es transferible a la
eternidad y que, mientras nos compromete en este modo tan austero de vivir, nos
llena de una alegría sin fin. El Adviento del Señor anticipa en lo más profundo
de nuestro corazón y de nuestra vida, experiencias, o al menos presentimientos,
nostalgias de otra vida, la eterna, donde, finalmente, el advenimiento del
Señor será un misterio cumplido, ya que la única casa del Padre será habitada
por la totalidad de los hijos y, desde ese día, en la familia de Dios no habrá
ocaso.
El
Adviento es prospectiva gozosa de ir a la casa del Señor" (cf. Sal 121,1)
de llegar al término de esta gran peregrinación en que debe consistir la vida
terrena. El hombre está llamado a vivir en la casa del Señor. Allí está su casa
verdadera. La peregrinación es figura de nuestro camino hacia la casa del
Padre y el Adviento nos estimula a apresurar el paso con esperanza. El
Adviento es la espera del día del Señor, es decir, de la hora de la verdad. Es
la espera del día en que el Señor será juez de las gentes y árbitro de muchos
pueblos (Is 2,4). El Adviento tiene un significado escatológico, puesto que
atrae nuestro pensamiento y
propósitos hacia realidades futuras. Nos exhorta a prepararnos bien a las
realidades celestiales, de modo que la llegada del Señor no nos encuentre
desprevenidos y mal dispuestos. Esperamos
a Cristo, que si vino ya en la realidad de nuestra carne (y lo vamos a recordar
en Navidad), vendrá también al final del mundo cuando se hayan cumplido todos
los signos de los tiempos y viene constantemente ahora, en el tiempo presente,
a nuestras almas.
En
Adviento contemplamos, entonces estas tres venidas del Señor. San Bernardo, abad, en uno de sus sermones
habla acerca de estas tres venidas de Cristo, la primera: en el portal de
Belén, la última: al final de los tiempos; y la intermedia: la actual, aquella
que se hace presente a cada instante en su Iglesia peregrina de este mundo.
La
primera en la carne, la intermedia en el alma, la última a la hora del juicio. La
primera tuvo lugar en medio de la noche según las palabras del evangelio: “A
medianoche se oyó un grito: Ya está ahí el Esposo.” (Mt 25,6) Esta primera
llegada ya ha pasado, porque Cristo se ha hecho visible en la tierra y ha
conversado con los hombres.
Ahora, nosotros estamos ahora en la intermedia, a condición que estemos preparados para que pueda
venir a nosotros, pues ha dicho que “si le amamos vendrá a nosotros y habitará
en nosotros” (cf Jn 14,23). Esta venida intermedia es para nosotros una venida
mezclada con incertidumbre, porque ¿quién sino el Espíritu de Dios conoce los
que son de Dios? Aquellos que son arrebatados por el deseo de Dios saben bien
cuándo viene, pero no saben “ni de dónde viene ni a dónde va” (Jn 3,8).
En
cuanto a la última venida, es cierto que tendrá lugar e incierto cuándo tendrá
lugar; ya que no hay cosa más cierta que la muerte, ni cosa más incierta que el
día de la muerte. “Cuando los hombres hablen de paz y seguridad, entonces,
caerá sobre ellos la ruina de improviso, igual que los dolores de parto sobre la
mujer embarazada, y no podrán escapar.” (1 Tes 5,3) La primer venida se efectuó
en la humildad y ocultamiento, la intermedia es misteriosa y llena de amor, la
última será manifiesta y terrible... ¡Fascinante! En
su primera venida, Cristo ha sido juzgado por los hombres injustos; en la
intermedia nos hace justicia por la gracia; en la última juzgará todo con justicia
y rectitud: Cordero en la primera venida, León de Judá en la tercera, Amigo
lleno de ternura en la segunda venida.
Los
buenos cristianos viajan siempre con su documentación en regla, por si la
muerte les sorprende de improviso. El Adviento es un clarinazo, y un grito que
dice ¡ALERTA! Viene el Señor. Lo que interesa a fin de cuentas, es que como buenos
cristianos estemos siempre listos para el encuentro con el Hijo del Hombre,
con nuestro Señor Jesucristo, como quien se va a encontrar con un amigo, el
mejor de todos. Preparémonos
al encuentro con Cristo como se prepararon los profetas, los patriarcas, como
se preparó Juan el Bautista, como se preparó la Santísima Virgen. Con grandes
deseos, con oraciones prolongadas, con espíritu de conversión y reconciliación.
Alfredo
Delgado Rangel, M.C.I.U.
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