Al leer estos días de Navidad, el vivo y maravilloso relato del Evangelista san Lucas (Lc 2,1-14), me ha venido a la mente y al corazón, compartir con ustedes una breve reflexión. Creo que en estos días de Navidad, nos podemos hacer más, sino trasladarnos en primer lugar nosotros también, como los pastores, hasta el humilde portal de Belén.
El frío y el silencio lo envuelven todo. Estos dos elementos son elegidos por Dios para manifestarse, en medio de ellos, al mundo. Estas noches de Navidad, tal vez el frío y el silencio nos ayuden a identificarnos más con Jesús.
¿Quién se ha dado cuenta de que hace apenas unos días ha nacido el Salvador? Muchos duermen en la tranquilidad de sus hogares al calor del fuego o la calefacción. Algunos de los que no le dieron posada tal vez se lamentan, aunque tal vez muchos ni saben a quién le negaron la entrada. El canto que tradicionalmente se entona en estos días: «Noche de Paz», dice en una de sus estrofas: «¡Todo duerme en derredor!».
Había por allí unos pastores pobres que cuidaban sus rebaños. Ellos, hombrecillos insignificantes para muchos, como tantos pobres de hoy, marginados quizá, hombres y mujeres a los que otros no tomaban en cuenta, son los primeros en tener, en medio del silencio de la noche, la dicha de ver al Salvador y experimentar su misericordia redentora. Su pobreza, en medio del silencio envolvente de aquellas noches, se transformó en la riqueza más maravillosa que pueda existir... ¡Qué puede hacer falta cuando se tiene al Salvador!
Estas noches de Navidad, nosotros también somos invitados a ir al pesebre a adorar al Niño Jesús. Estos días, en nuestras celebraciones, cantamos el gloria por el gozo de sentir a Dios entre nosotros. Él ha descendido de la altura, a la pobreza de una gruta, de un establo, de un pesebre, para estar con nosotros. Allí está él, un Dios humanado en un niño pobre, pequeño, indefenso, necesitado. Este pequeño niño está cobijado por su Madre, que lo ha envuelto en pañales. Está protegido por san José, su padre custodio aquí en la tierra. La pobreza de lugar se engalana con la presencia de DIos que todo lo transforma. En el cielo todo es fiesta. Una legión de ángeles ha bajado para anunciar a los pastores una Buena Nueva cuyo gozo se prolonga cada día del tiempo de la Navidad: ¡Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor!
Mientras el mundo duerme, el Mesías ha llegado a traer la paz y la dicha... ¡la felicidad! Estos días, nosotros también, como los pastores, vamos hacia el portal de Belén con lo que somos, hacemos y tenemos, y contemplamos a José y a María junto al pequeño niño envuelto en pañales, como los pastores y los reyes venidos de oriente... ¿Qué le hemos traído? ¿Cómo hemos venido?
Hemos caminado juntos como familia durante los días de las posadas, hemos pedido posada para Él y nos la han dado hasta a nosotros, celebrando luego juntos la noche dichosa de la Navidad. Ahora gozosos seguimos anunciando a nuestro entorno el gozo de la llegada del Salvador, nuestro Rey y Salvador.
Cada día del privilegiado tiempo litúrgico de la Navidad, corremos al pesebre a mostrarle al pequeño niño nuestro cariño y gratitud. Le mostramos nuestro cariño porque lo amamos como nuestro Rey y Mesías salvador. Le mostramos nuestra gratitud porque está en medio de nosotros. Le entregamos nuestro corazón para renazca y reine siempre en él. Nosotros también, como aquellos pastorcillos, nos reconocemos pobres en todo sentido, pero, al igual que ellos, nos gloriamos de ser hombres y mujeres de fe que venimos presurosos a adorarle. Nosotros también, como ellos, sabemos reconocer al Dios insondable y misericordioso en ese pequeño niño envuelto en pañales. Él es Dios, así, pequeñito e indefenso, recién nacido. Él es el Señor y Mesías, el Salvador. A él contemplamos cada día de Navidad en una imagen de un pequeñito recién nacido y recostado en un pesebre y le presentamos nuestro ser y quehacer como discípulos misioneros que quieren amarlo amar más y hacerlo amar del mundo entero.
Cada día de la Navidad, llegamos al pesebre a presentar la alegría de todos los niños, el amor a la vida, el entusiasmo y la inocencia, el deseo de que cada niño crezca y se convierta en un hombre y una mujer que busque ser santo para agradarle con lo que es, con lo que tiene y con lo que hace: sencillos como los pastores y sabios como los reyes venidos de oriente a adorar al Niño, humildes como los pastores y generosos como los reyes.
Cada día de la Navidad, presentamos ante el pesebre la fuerza de nuestra gente joven; esa energía e inquietud espiritual por aprender y conocer más de este misterio de amor, los valores de un dinamismo constante y el deseo de superación de tanto adolescente y jovencito de nuestra sociedad que busca el sentido de la vida, en medio de un mundo que confunde y oscurece su andar.
Cada día de la Navidad, le traemos al pequeño Niño la entrega de tantos adultos; especialmente la entrega y el testimonio de tantos hombres y mujeres fuertes y firmes en la fe, que se debaten en medio de un mundo que sufre, cumpliendo con su tarea de padres y madres de familia providentes, trabajadores como san José y los pastores, sosteniendo el «Sí» a la voluntad de Dios como María.
Cada día de la Navidad, nos inclinamos ante el pesebre para dar gracias por la experiencia valiosa de nuestros ancianos, hombres y mujeres amables y sencillos que viven a la escucha de la palabra y llegan con nosotros al portal de Belén cargados de un cúmulo de conocimientos, experiencia y amor.
Cada día de la Navidad, nos postramos ante el Señor en el humilde portal de Belén con lo que cada uno podemos traer... nuestro «Sí» que se identifica con el recién nacido y que pide el cuidado de María y de José.
Este tiempo de la Navidad nos compromete, es un tiempo de ternura y de amor que no se queda en adornos, sino en una invitación a trabajar, a construir, a ir gozos al mundo para contar lo que hemos visto y oído en el portal como los pastores, que «regresaron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto» (Lc 2,20). El Señor nos ha visitado, la gracia de Dios se nos ha manifestado. ¡Felices fiestas de la Navidad a todos y que, bajo el amparo de María y José, dejemos que cada día nazca el Señor!
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
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