jueves, 15 de diciembre de 2016

El sentido del Adviento en nuestra vida de compromiso con el Señor... Un tema para retiro

En una de sus homilías diarias en el tiempo de Adviento, el Papa Francisco dijo: «Está llegando la Navidad y todo se llenará de luces, árboles y belenes. Pero todo será falso porque el mundo continuará haciendo guerras. Todo esto es una farsa. El mundo no ha comprendido el camino de la paz. El mundo entero está en guerra» (1). ¡Cuánta razón ha tenido el Santo Padre! En el mundo en el que nos ha tocado vivir, el Adviento y la Navidad han experimentado un incremento de su aspecto externo y festivo profano. En los países del primer mundo y aún en los menos desarrollados, desde inicios de septiembre se van viendo en los grandes comercios, los artículos que engalanarán muchos hogares y espacios públicos recordando esta época del año.

Hay un famoso libro, que luego fue convertido en película —me refiero al primer libro de las historias de Harry Potter—, en el que se retrata el modo en que el mundo ve el Adviento y la Navidad. Allí en una escena, aparece la Navidad, pero no lo que en ella se festeja, hay adornos, hay una comilona, pero está ausente Jesús. El mundo parece ir tras de una celebración que ha acomodado en el calendario y en la economía consumista pero no en el corazón.

Nosotros, como creyentes que nos hemos dejado «tocar» y «sorprender» por el Señor, queremos vivir un «Adviento» auténtico, el adviento del corazón que anhela la llegada de Aquel que viene a transformar nuestras vidas. Mientras que en el mundo, la insuficiencia del ánimo festivo se deja sentir en el desvío hacia el consumismo, el objetivo de nuestra aspiración como hombres y mujeres de fe, es el núcleo del acontecimiento que celebraremos, ese alimento del espíritu fuerte y consistente del que nos queda un reflejo en las palabras piadosas con que nos felicitamos en la Navidad: ¡«Feliz» Navidad! ¿Cuál es ese núcleo de la vivencia del Adviento?

Podemos tomar como punto de partida la palabra «Adviento». Este término no significa de entrada «espera», como lo traducimos ordinariamente, sino que es la traducción de la palabra griega parusía, que significa «presencia», o mejor dicho, «llegada», es decir, presencia comenzada. En la antigüedad, esta palabra se usaba para designar la presencia de un rey o señor, o también del dios al que se rendía culto y que regalaba a sus seguidores el tiempo de su parusía. Es decir, que «Adviento» significa la presencia comenzada de Dios mismo. Por eso a nosotros nos recuerda dos cosas:

1. Que la presencia de Dios en el mundo ya ha comenzado, y que él ya está presente de una manera oculta.

2. Que esa presencia de Dios que acaba de comenzar, aún no es total, sino que esta en proceso de crecimiento y maduración en un «ya... pero todavía no».

La presencia de Dios en el mundo ya ha comenzado, su reino se ha establecido y no tendrá fin. Nosotros, que hemos creído, somos quienes hemos de hacerlo presente en el mundo actual. Por medio de la fe, la esperanza y el amor de los miembros de la Iglesia, como «signos visibles», Dios quiere hacer brillar la luz continuamente en la noche del mundo. De modo que las luces que encendemos en las noches oscuras de este tiempo de Adviento, serán a la vez consuelo y advertencia: certeza consoladora de que «la luz del mundo» se ha encendido ya desde aquella noche oscura de Belén y ha cambiado la noche del pecado humano en la noche santa del perdón divino; por otra parte, este tiempo privilegiado de Adviento, volvemos a tomar conciencia de que esta luz solamente puede —y solamente quiere— seguir brillando si es sostenida por aquellos que, por ser cristianos comprometidos —como queremos serlo nosotros—, continúan, como discípulos misioneros a través de los tiempos, la obra de Cristo. La luz de Cristo quiere iluminar la noche del mundo a través de la luz que somos nosotros; su presencia ya iniciada ha de seguir creciendo por medio de nosotros, en nuestra oración, en nuestra vida de fe en familia, en nuestra entrega de cada día, en nuestra alegría de vivir para Él y para salvar almas. 

Cuando en las vísperas de la Navidad, en muchos hogares del mundo suene una y otra vez el saludo de ¡Feliz Navidad!, todos debemos recordar que el inicio que se produjo en Belén ha de ser en nosotros un inicio permanente, que aquella noche santa es nuevamente un «hoy» cada vez que un discípulo misionero permite, en su vida de seguimiento y de anuncio de Cristo, que la luz del bien haga desaparecer en él las tinieblas del egoísmo y de todo lo demás que tiene que ver con la noche.

Adviento significa entonces, para nosotros, presencia de Dios ya comenzada, pero también tan sólo comenzada. Esto implica que no podemos mirar solamente a lo que ya ha sido y ya ha pasado, sino también a lo que está por venir. En medio de todas las desgracias del mundo, en medio de la guerra que se vive, entre la desolación que se percibe en algunos ambientes, incluso religiosos, nosotros debemos tener la certeza de que la simiente de luz sigue creciendo oculta, hasta que un día el bien triunfará definitivamente y todo le estará sometido: el día que Cristo vuelva. Nosotros sabemos que la presencia de Dios, que acaba de comenzar, será un día presencia total. Y esta certeza es la que nos hace libres para seguirle y anunciarle de todo corazón llenos de alegría.

Las palabras de san Pablo: “Alégrense siempre en el Señor. Se los repito: ¡Alégrense!” (Flp 4,4), van marcando nuestro andar en este tiempo litúrgico. La alegría es fundamental en el cristianismo, que es por esencia «evangelium», buena nueva. Y sin embargo es ahí donde el mundo actual se equivoca, y se aleja de la Iglesia en nombre de la alegría, se va, se «mundaniza» pretendiendo que el cristianismo le arrebate la alegría al hombre con todos sus preceptos y prohibiciones. Aunque muchos saben, en el fondo, que la alegría de Cristo no es tan fácil de ver como el placer banal que nace de cualquier diversión y que deja una alegría momentánea y sobre todo, pasajera.

Las palabras de San Pablo significa sencillamente esto: «alégrense en el Señor», ya que el apóstol evidentemente cree que toda verdadera alegría está en el Señor, y que fuera de él no puede haber ninguna. Y de hecho es verdad que toda alegría que se da fuera de él o contra él no satisface, sino que, al contrario, arrastra al hombre a un remolino del que no puede estar verdaderamente contento ni satisfecho. Por eso, en el tiempo del Adviento reforzamos nuestra creencia de que la verdadera alegría no llega hasta que no la trae Cristo, y que de lo que se trata en nuestra vida es de aprender a ver y comprender a Cristo, el Dios de la gracia, la luz y la alegría del mundo a quien hemos decidido seguir libremente para “estar con él y ser enviados a predicar” (cf. Mc 3,13-14), pues nuestra alegría no será auténtica hasta que deje de apoyarse en cosas que pueden sernos arrebatadas y destruidas, y se fundamente en la más íntima profundidad de nuestra existencia, imposible de sernos arrebatada por fuerza alguna del mundo. A nosotros, como bautizados, toda pérdida externa debe hacernos avanzar un paso hacia esa intimidad y hacernos más maduros para nuestra vida auténtica. No seguimos al Señor que se acerca por sus cosas, por sus regalos… lo seguimos porque lo amamos conscientes de que «Él nos amó primero» (cf. 1 Jn 4,19).

Ahora, pensando en esta alegría que debemos vivir como discípulos misioneros, me gustaría que al pensar en el Adviento lo viéramos como un tríptico, Cristo al centro y dos cuadros laterales, san Juan de un lado y María Santísima del otro, apuntando al centro a Cristo, que desde el que son comprensibles todas las cosas. Celebrar el Adviento para nosotros, significa, retomando lo que ya dije, despertar a la vida la presencia de Dios oculta en nosotros. Juan y María nos enseñan a hacerlo. Para ello hay que andar un camino de conversión, de alejamiento de lo visible y acercamiento a lo invisible. Andando este camino del Adviento, podemos ser capaces de ver la maravilla de la gracia y aprendemos en nuestro seguimiento de Cristo que no hay alegría más luminosa para el hombre y para el mundo que la de la gracia, que ha aparecido en Cristo como nuestro Salvador. El mundo —a pesar de que lo vemos como lo vemos— no es un conjunto de penas y dolores, toda la angustia que exista en el mundo está amparada por una misericordia amorosa, está dominada y superada por la benevolencia, el perdón y la salvación de Dios. Quien celebre así el Adviento puede hablar con derecho de la Navidad feliz, bienaventurada y llena de gracia que nos hace encontrarnos con el Dios misericordioso que todo lo transforma. Así es cómo podemos palpar que la verdad contenida en las felicitaciones navideñas es algo mucho mayor que ese sentimiento romántico de los que la celebran como una especie de diversión de carnaval. ¡Es la manifestación de la misericordia de Dios!

La misericordia es el núcleo del Evangelio y el núcleo de nuestra identidad como cristianos. Jesús vino a manifestar la misericordia de Dios, y nos llama a seguirlo, practicando la misericordia para con los demás.

El Papa Francisco ha hecho de la misericordia un «punto central» de sus enseñanzas. Él, dejándonos en su herencia un Año Jubilar que dedicó a este tema, nos ha recordado una y otra vez que nuestra identidad como cristianos se define en base a las Bienaventuranzas que encontramos en el capítulo 5 del Evangelio de San Mateo, y a las obras de misericordia que encontramos en el mismo Evangelio, en el capítulo 25. Así que, para nosotros, el Adviento llega como una oportunidad maravillosa para vivir la misericordia. En la parábola sobre el juicio final que se encuentra en Mateo 25,31 y siguientes, donde habla de las obras de misericordia, Jesús nos dijo que la misericordia que tengamos para con los demás será la medida de nuestro amor a Dios.

Todos los días de Adviento son para de vivir, de una manera particular, en este ambiente de «Misericordia», especialmente para con los miembros de nuestra comunidad y para con los que son pobres y viven junto a nosotros, para que ellos, junto con nosotros, experimenten la misericordia y el amor de Dios en los pequeños gestos de misericordia que podamos expresar.

Así, nuestra espera durante el Adviento no es algo pasivo. La venida de Jesús es un llamado a salir a su encuentro en el pesebre de Belén en medio de la pobreza que nos rodea y al mismo tiempo en medio de la riqueza que hay en cada uno de nuestros hermanos y amigos. Nuestra vida, como discípulos-misioneros, es una respuesta alegre y generosa a este llamado, al encuentro con Jesús que viene a nosotros. Debemos vivir el Adviento anhelando la llegada de Jesús, y actuando como Él, dando de comer al hambriento, dando de beber al sediento, vistiendo al desnudo, proporcionando un espacio de escucha en las visitas a las villas, asistiendo a los enfermos…

En el capitulo 13 que Pablo escribió a los Romanos, el Apóstol de las gentes dice lo siguiente: «La noche va muy avanzada y se acerca ya el día. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistamos las armas de la luz. Andemos decentemente y como de día, no viviendo en comilonas y borracheras, ni en amancebamientos y libertinajes, ni en querellas y envidias, antes vístanse del Señor Jesucristo...» (Rm 13,12-14). Según eso, Adviento significa ponerse en pie, despertar, sacudirse del sueño. ¿Qué quiere decir san Pablo? ¿Qué me dice a mí? Con términos como «comilonas, borracheras, amancebamientos y querellas» ha expresado claramente lo que entiende por «noche». Las comilonas nocturnas que se acostumbraban ya desde sus tiempos y mucho antes, con todos sus acompañamientos, son para él, la expresión de lo que significa la noche y el sueño del hombre. Esos banquetes se convierten para san Pablo en imagen del mundo pagano en general que, viviendo de espaldas a la verdadera vocación humana, se hunde en lo material, permanece en la oscuridad sin verdad, duerme a pesar del ruido y del ajetreo. La comilona nocturna aparece como imagen de un mundo malogrado. ¿No debemos reconocer con espanto cuan frecuentemente describe Pablo de ese modo el paganizado el presente de muchas naciones? Despertarse del sueño significa, para nosotros, que somos hombres y mujeres de fe y que queremos vivir una pertenencia al Señor, sublevarse contra el conformismo del mundo y de nuestra época, sacudirnos, con valor para la virtud y la fe del sopor que nos invita a desentendernos de nuestra vocación y nuestras mejor posibilidades… ¡El Adviento es un tiempo para despertar! Los cantos del Adviento, que entonamos de nuevo en este tiempo, son señales luminosas que nos muestran el camino y nos permiten reconocer que hay una promesa más grande que la del dinero, el poder y el placer que el mundo en muchas partes ofrece.

Vale la pena agradecer al Señor este ambiente de austeridad en el que la crisis económica nos hace vivir y que nos permite ejercitar la virtud de la pobreza en medio de un mundo consumista y materializado. Hay que estar despiertos para Dios y para los demás: este es el tipo de vigilancia a la que se refiere el Adviento, la vigilancia que descubre la luz y proporciona más claridad al mundo.

Juan el Bautista y la santísima virgen María —los cuadros laterales de nuestro tríptico— son los dos grandes prototipos de la existencia propia del Adviento. Por eso, dominan la liturgia de ese período. ¡Fijémonos primero en Juan el Bautista! Está ante nosotros exigiendo y actuando, ejerciendo, pues, ejemplarmente la tarea masculina que se convierte en modelo a imitar. Él es el que llama con todo rigor a la metanoia (2), a transformar nuestro modo de pensar. Quien quiera ser cristiano debe «cambiar» continuamente sus pensamientos. Nuestro punto de vista natural es, desde luego, querer afirmarnos siempre a nosotros mismos, pagar con la misma moneda, ponernos siempre en el centro. Quien quiera encontrar a Dios tiene que convertirse interiormente una y otra vez, caminar en la dirección opuesta. Todo ello se ha de extender también a nuestro modo de comprender la vida en su conjunto.

Día tras día nos topamos con el mundo de lo visible que violentamente penetra en nosotros a través de carteles, la radio, la internet y el televisor; el ir y venir del mundo que va siempre de prisa sin saber a dónde y demás fenómenos de la vida diaria, con los que somos inducidos a pensar que sólo existe eso, lo visible. Sin embargo, lo invisible es, en verdad, más excelso y posee más valor que todo lo visible. Una sola alma es, según la soberbia expresión de Pascal, más valiosa que el universo visible. Mas para percibirlo de forma viva es preciso convertirse, transformarse interiormente, vencer la ilusión de lo visible y hacerse sensibles, afinar el oído y el espíritu para percibir lo invisible. Aceptar esta realidad es más importante que todo lo que, día tras día, se abalanza violentamente sobre nosotros. «Metanoeite»: demos una nueva dirección a nuestra mente, dispongámosla para percibir la presencia de Dios en el mundo, cambiemos nuestro modo de pensar situándolo como discípulos- misioneros en la misericordia divina, consideremos que ese Dios de misericordia se hará presente en el mundo en nosotros y por nosotros. Ni siquiera Juan el Bautista se eximió del difícil acontecimiento de transformar su pensamiento y del deber de convertirse. ¡Cuán cierto es que éste es también el destino de cada cristiano que anuncia al Señor y su Reino, al que conocemos y nos falta tanto por conocer.

Ahora veamos a María. En el tiempo del Adviento, la Iglesia, como Madre y maestra, prepara a la Navidad invitándonos a meditar el relato del anuncio del ángel a María. El Arcángel Gabriel revela a la Santísima Virgen la voluntad del Señor, que ella se convierta en la Madre de su Hijo unigénito: «Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo» (Lc 1,31). Podemos fijar, en Adviento, nuestra mirada en esta muchacha de Nazaret, en el momento en que se vuelve disponible al mensaje divino con su «sí» y podemos captar dos aspectos esenciales de su actitud, que es para nosotros modelo de cómo prepararse a la Navidad. El Papa Francisco nos los da:

1. La fe de María. “Al responder al ángel María dijo: «Yo soy la sierva del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho» (Lc 1,38). En su «sí» lleno de fe, María no sabe por cuáles caminos deberá aventurarse, cuáles dolores deberá padecer, cuáles riesgos afrontar. Pero es consciente que es el Señor quien pide y ella se fía totalmente de Él, se abandona a su amor”.

2. El «sí» de María. “María es aquella que ha hecho posible la encarnación del Hijo de Dios, «revelando un misterio que fue guardado en secreto desde la eternidad»… Ella ha hecho posible la encarnación del Verbo gracias precisamente a su «sí» humilde y valiente. María nos enseña a comprender el momento favorable en que Jesús pasa por nuestra vida y pide una respuesta rápida y generosa”. (3)

La Virgen espera con gran recogimiento el nacimiento de su Hijo, que es el Mesías. Todos sus pensamientos se dirigen a Jesús, que nacerá en Belén. Junto a Ella nos será fácil disponer nuestra alma para que la llegada del Señor no nos encuentre dispersos en otras cosas, que tienen poca o ninguna importancia ante Jesús. La beata María Inés Teresa, en una reflexión que escribe, contemplando un cuadro de la Anunciación que está aún en el convento de clausura en donde ella pasó 16 años de su vida, antes de fundar la Familia Inesiana, anota: “La misma escogida para ser la Madre de Dios, se sorprende al escuchar de labios del ángel, la embajada divina. Pero a ella, que ya esperaba la venida del Mesías, lo que la sorprende es: que sea precisamente ella en quien el Altísimo haya puesto sus ojos. ¡Ella que sólo deseaba ser la sierva de la Madre del Señor!”. (4)

En Adviento nos reparamos para la Navidad con la oración, la caridad y la alabanza: con un corazón abierto a dejarse encontrar por el Señor que todo lo renueva. Vayamos por este camino para encontrarnos con el Señor. ¡La Navidad es un encuentro! Y caminemos para encontrarlo: encontrarlo con el corazón en cada hermano, en cada amigo y en cada persona que se cruza por el camino, encontrarlo con la vida de familia en las pequeñas cosas de cada día en nuestro ambiente de casa; encontrarlo vivo en el trabajo, en la escuela, en el mercado y en la plaza; vivo como Él está. Es tiempo de hacer con especial finura el examen de conciencia y de mejorar en nuestra pureza interior para recibir a Dios…

Terminemos nuestra reflexión con una sencilla invitación que nos hace la Beata María Inés Tereasa: “Que ahora que lo esperamos gozosos en su nacimiento, nos decidamos a ser como él, pobres de corazón, abnegados, sufridos, callados, amantes de la oración y de la paz”. (5)

¡Ven, Señor Jesús! (6) 


Padre Alfredo.


(1) De la homilía en la Misa diaria en Santa Martha el 20 de noviembre de 2015.
(2) Metanoia (del griego μετανοῖεν, metanoien, para cambiar una mente) es un enunciado retórico utilizado para retractarse de alguna afirmación realizada, y corregirla para comentarla de mejor manera. Su significado literal del griego denota una situación en que en un trayecto ha tenido que volverse del camino en que se andaba y tomar otra dirección. Esta palabra es usada en teología asociando su significado al arrepentimiento, a la transformación o conversión entendida como un movimiento interior que surge en toda persona que se encuentra insatisfecha consigo misma. En tiempos de los primeros cristianos se decía del que encontraba a Cristo que había experimentado una profunda metanoia. La metanoia también es entendida como una transformacion profunda de corazón y mente a manera positiva.
(3) Ángelus del 21 de diciembre de 2014.
(4) Lo que me dice el cuadro de la Anunciación, f. 615.
(5) Carta colectiva de Diciembre 19, 1968, f. 3788.
(6) Algunos trozos de esta reflexión, están basados en una reflexión sobre el Adviento que el Papa Benedicto XVI hiciera como Cardenal hace algunos años.

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