«Qué el Señor me mire con benevolencia» (Núm 6,25). Para el pueblo de Israel, estar o quedar bajo la mirada de Dios era hacerlo a él centro de la vida cotidiana, era experimentar siempre su presencia en cada día. Y la experiencia del acontecer diario se sacramentalizaba con el culto, para vivir iluminados y habitados en su presencia.
También nuestra experiencia cristiana de la Navidad, en el cristianismo, es que Dios nos mira con benevolencia y ternura infinitas. A él, que es amor, lo celebramos en estas fechas como a alguien muy cercano a nosotros. Lo celebramos como un bebé: Un bebé que llora y sonríe, un bebé que ha llegado en medio de la noche, un bebé que llega venciendo la violencia y el desorden del mundo para traernos la paz. Dios nos mira, en este pequeño niño, con benevolencia.
Un día, una jovencita modesta, hija del pueblo, con grandes destinos, recibe una misteriosa embajada, la de un ángel que le hace la más inverosímil de las revelaciones que uno puede imaginarse. El ángel embajador le anuncia que, por el poder de Dios, está destinada —si ella acepta— a ser la Madre del Verbo Encarnado y a ser una Madre Virgen. Al dar su consentimiento, el Verbo de Dios se hace carne por obra y gracia del Espíritu Santo en las entrañas purísimas de aquella joven a la que Dios miró con benevolencia. Recordando este misterio, san Pablo dirá: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de una mujer» (Gal 4,4).
Dios nos ha mirado con benevolencia en María, en ella, que es uno de los nuestros. Y esa mirada despierta también la confianza en el ser humano. El niño que nace de la virgen es el Hijo de Dios, el Rey que gobierna cielo y tierra. Su nacimiento marca el inicio de una nueva era; el año primero de la última edad del mundo. Todo eso es para pensar lo ahondado en este misterio, como lo hacía la Virgen que conservaba todo en su corazón.
Nacido de mujer, el Hijo de Dios se ha hecho hombre y ha entrado en parentesco con todos los hombres, para traernos la paz y salvarnos. El Hijo de Dios se hace hombre para que todos los hombres nos podamos hacer hijos de Dios. Ahora nos colocamos ante la presencia de este misterio, un acontecimiento increíble, manifestación de amor de Dios para con los hombres, a quienes Él mismo quiere dirigir su mirada amorosa, a su estilo, a su manera, para quien nada hay imposible.
Con esta impresión de lo misterioso, quiere la Iglesia que comencemos cada año civil, celebrando, desde hace muchos años, la jornada mundial por la paz.
En los umbrales del año nuevo, nos amenazan dos sentimientos: el de la vida rutinaria y sin relieve, que tal vez hemos llevado en el año que termina y el de lo incierto, frente a lo desconocido, en los diferentes planos que forman nuestra vida. La gente se pregunta: ¿Cómo vendrá la crisis? ¿Qué estará de moda? ¿Por fin encontraré novia? ¿Cómo nos irá este año ahora que el niño entrará a la escuela? ¿Podré terminar la carrera? ¿Me seguirá avanzando la enfermedad que me acaban de detectar? ¿Cómo nos irá ahora de casados? ¿Se hará lo del viaje? y que se yo, tantas preguntas más.
Los buenos deseos del Año Nuevo, que nos damos unos a otros, generalmente no pasan de que la persona a quien felicitamos la pase bien, tenga suerte, esté contento. En un cristiano, las felicitaciones del Año Nuevo tienen que ser deseos de paz, de salud del alma y de serenidad en el alma.
El mundo anhela la paz, el mundo tiene una «urgente necesidad de paz», y, sin embargo, el año que acaba de terminar, como los anteriores, nos presenta un balance de guerras, conflictos, violencia, inestabilidad social, pobreza... ¡La paz parece a veces una meta verdaderamente inalcanzable! ¿Cómo esperar una nueva era de paz, que solo los sentimientos de solidaridad y de amor pueden hacer posible? Dios quiere que la humanidad viva en paz y en armonía, porque la paz está inscrita en proyecto divino originario de todo.
El hombre y la mujer de fe han de mirar el Año Nuevo como una nueva oportunidad de Dios para alcanzar la paz, esa paz que tiene que brotar del interior para luego manifestarse, en primer lugar, en la familia, la institución más inmediata a la naturaleza del ser humano en la que se expresan y consolidan los valores de la paz. Luego la sociedad en que vivimos, recordando aquello que decía san Juan Pablo II: «De la familia nace la paz de la familia humana».
¡Qué hermoso sería si todas las familias fueran como aquella que encontraron los pastores en la cueva de Belén! Una familia de paz, comunión de vida y de amor —Jesús, José y María— lugar de acogida, de esperanza, de solidaridad para todo el mundo. ¡Cuánto hay que trabajar en muchas de las familias de ahora en las que no se ha encarnado la paz! ¡Cuánto hay que luchar para transformar esos espacios de tensión y prepotencia en espacios de paz, de solidaridad y de amor que se contagia alrededor!
Ojalá que ante esta fiesta, que se celebra cada 1 de Enero, cada una de las familias fundadas por hombres y mujeres de fe, renueven su programa de vida cristiana para el año que se estrena, buscando tener un espacio para María, para José y para Jesús, con una vida fecunda en buenas obras de misericordia, de caridad, de paciencia y de conformidad con la voluntad de Dios. ¡Qué cada familia, bajo el amparo de María la Madre de Dios y Reina de la paz, sea lo que debe ser! ¡Que cada familia exija la paz, rece por la paz, trabaje por la paz!
Todos los padres y madres de familia tiene una misión especialísima y única, una misión de educar a sus familias en la paz. Todos los hijos deben apreciar el don de la familia y busquen vivir en paz. cada abuelo y abuela, que representan en la familia unos vínculos insustituibles y preciosos entre las generaciones, aporten generosamente su experiencia para unir el pasado con el futuro en un presente de paz. Que hermoso es pensar en un Año Nuevo en el que todas las familias vivan de manera plena y consciente su misión de paz, en donde cada uno de los miembros sea, como decía la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento: «Un alma pacífica y pacificadora».
Tal vez esté leyendo esto alguien que por varios y variados motivos esté sin familia, o lejos de los suyos. A estas personas les quiero recordar y mencionar textualmente lo que san Juan Pablo II decía en la Jornada Mundial de la paz de 1994: «A ellos quiero decir que tienen también una familia: La Iglesia es casa y familia para todos. La misma Iglesia abre de par en par las puertas y acoge a cuantos están solos o abandonados; en ellos ve a los hijos predilectos de Dios, cualquiera que sea su edad, cualesquiera que sean sus aspiraciones, dificultades y esperanzas».
Quiero dirigirme con todos ustedes a María Santísima, la Madre de Dios y decirle:
Santa Madre de Dios,
Tú que eres la Reina de la paz,
vuelve tu mirada a cada una de nuestras familias,
a los hombres y mujeres que las formamos
y nos esforzamos por alcanzar el vivir en armonía,
Danos el gozo de caminar unidos en el espíritu
y alegres en la fe,
para acoger con nosotros,
como hiciste Tú, Madre de Misericordia,
a Jesucristo, el Príncipe de Paz,
única esperanza del mundo.
Qué este año sea para todas las familias, un año de grandes bienes espirituales y materiales, entre ellos el don precioso de la paz. ¡Feliz Año Nuevo a todos!
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
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