Quiero empezar mi extensa y anestesiante homilía con unas palabras sobre el sacerdocio que, a lo largo de mi caminar vocacional, me he topado en varias ocasiones y que ciertamente en mucho me retrata a mí y a mis hermanos sacerdotes.
El escrito es anónimo y data de muchos años. Dice así: Si el sacerdote es gordo, lo quieren flaco. Si es feo, no les agrada. Si es guapo, es una lástima que esté allí. Si es alegre y chistoso, lo quieren serio. Si es negro, lo quieren blanco. Si es muy simpático, lo critican por eso. Si es muy observante, lo llaman puritano. Si fuma, es un vicioso. Si no fuma, es poco hombre. Si canta mal, sobra tema para burlarse. Si canta muy bien, es un hombre vanidoso. Si es suave, lo quieren de más carácter. Si es serio, lo critican de áspero. Si predica mucho, es un rollero. Si predica poco, no se prepara bien. Si habla en voz alta, regaña. Si lo hace en tono natural, nadie lo puede oír. Si tiene coche grande, anda buscando lujos. Si tiene un carro pequeño, no tiene aspiraciones. Si visita a sus feligreses, le gusta el chisme. Si se queda en la parroquia, no se interesa por la gente. Si es sedentario lo quieren movido. Si practica algún deporte es que le gusta lucirse. Si no sabe de deportes, sabrá Dios en qué se entretenga. Si solicita ayuda, es un dinerero. Si no organiza eventos sociales, no sabe hacer vida parroquial. Si los organiza, es que quiere ser el centro. Si se tarda al confesar, le gusta enterarse de todo. Si despacha rápido en la confesión, rehuye a los problemas. Si es puntual en misa, seguro su reloj está adelantado. Si empieza tarde la misa, hace perder el tiempo a todos. Si arregla la iglesia, está malgastando el dinero. Si no le hace nada a la iglesia, no cuida la Casa de Dios. Si es joven, le falta experiencia. Si es viejo, ya debería retirarse...
Pero, si no hubiera sacerdotes... ¿quién pudiera traer a nuestra existencia a Cristo el Pan de Vida en la Eucaristía?
El 4 de agosto de 1989, hace 35 años, fui ordenado sacerdote en la Basílica de Guadalupe de esta ciudad de Monterrey por el señor obispo Rafael Bello Ruiz, de feliz memoria. En aquel entonces tenía 27 años y la verdad nunca me imaginé que llegaría a la llamada «tercera edad». Recuerdo que casi recién ordenado, luego de que había celebrado aquí mismo, en este templo del que años después fui el primer párroco, mi primera misa al día siguiente de mi ordenación, un sacerdote cercano celebró sus bodas de plata y yo pensé... con lo achacoso que soy, a ver si llego. ¡Pues nada, aquí me tienen celebrando estas bodas de coral!
La sociedad llama bodas de coral a los aniversarios de 35 años debido a la durabilidad que tienen los corales en el océano, su resistencia y fortaleza. Yo entiendo esto desde la misericordia de Dios, pues a lo largo de todos estos años, han sido no pocas las veces en que este coral ha sido reparado por la ciencia y sobre todo por la gracia. Por eso he querido celebrar con todos ustedes esta Santa Eucaristía, de tal manera que a luz del misterio pascual, el don tan extraordinario que aquel dichoso día he recibido se renueve, se fortalezca y recobre la unción propia del Espíritu de Dios. Consciente que sin los auxilios divinos que proceden de su benevolencia, la vocación sacerdotal puede perder el vigor y la frescura que le son propios.
El Evangelio de este domingo, día de san Juan María Vianney, el santo cura de Ars, patrono de todos los sacerdotes y en especial de los párrocos, me ofrece tres pautas en torno al sacerdocio para compartir con ustedes una breve reflexión que luego de este preámbulo ya no pinta que sea breve, pero que creo que vale la pena, incluso en el contexto del año sacerdotal que estamos celebrando en esta querida arquidiócesis de Monterrey en donde con motivo de los 350 años de las apariciones del Sagrado Corazón a santa Margarita María de Alacoque, la parroquia del Sagrado Corazón —la de las bodas y quince años, en el centro— ha sido elevada a santuario sacerdotal.
Aquí van los tres aspectos que quiero compartir:
1. El primero: «El sacerdocio, es fruto de la oración y entrega de Jesús, el Pan de Vida». No cabe duda que la entera vida de Jesús se distinguió por una vida de oración y de servicio. Especialmente en los momentos claves de su ministerio, Jesús mantenía un dialogo siempre íntimo con el Padre del cielo que le llevaba de inmediato a la acción. En la oración, Jesús vive un contacto ininterrumpido con el Padre para realizar hasta las últimas consecuencias el proyecto de amor por los hombres siendo él mismo, alimento para todos. En este sentido podemos afirmar que el sacerdote debe ser, como dice la beata María Inés Teresa, «otro Cristo en la plenitud sacerdotal». Otro Cristo que se hace alimento para todos. Por eso, en el momento de la consagración, resuenan en su corazón, en este clima íntimo de oración, con una fuerza tremenda, las palabras: «Tomen y coman, todos de él porque este, es mi cuerpo». Los sacerdotes hoy estamos llamados a ser «pan», como Cristo y un pan que se reparte incluso hasta en las últimas migajas.
2. El segundo aspecto: «El sacerdocio, tiene una misión muy específica: la apostolicidad para repartir el pan». El evangelio narra que el Señor llamó a doce, y les dio el nombre de apóstoles. Este nombre corresponde al arameo shalihá y significa: «el que recibe una misión determinada». En este caso la misión es triple: que le acompañen; que se sepan enviados por él a predicar la doctrina del reino y, que ejerzan el poder compartido por Cristo para expulsar los demonios. El sacerdocio no puede ni debe entenderse de otra manera, ni con una misión diferente.
3. Finalmente el tercer aspecto: «El sacerdocio, tiene una metodología: la imitación de cercanía de Cristo, Pan de vida eterna». Para los sacerdotes este es el método que debemos emplear: salir de la intimidad con el Pan de Vida al terminar la celebración de la santa misa, convencidos de que somos portadores de ese Pan para todos en una Iglesia de puertas abiertas. Nunca debemos dejar ir a la gente con las manos vacías sin haberles dado el pan, el pan de la palabra, el pan de la eucaristía, el pan de la sonrisa, el pan de la atención, el pan de la escucha. Muchas veces quizá no podremos decir nada o hacer algo, sin embargo, bastará con solo sonreír. A lo largo de estos 35 años, salvo los periodos de enfermedad, estoy siempre en la puerta del templo a la entrada para recibirlos y a la salida para despedirlos. Estoy convencido que, si los sacerdotes no seguimos este camino estaremos lejos de poder hacer vida lo que realmente el Señor quiere.
Pero... ¿saben qué?, no he terminado aún, pues me falta un poco más por decir. Durante todo este peregrinar como sacerdote, he tenido la oportunidad de estar muy cerca de tres papas: san Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. En ellos he podido encontrar el modelo para ser pan partido y repartido, aunque soy consciente de que mucho me falta. El Papa Francisco, que en 2016 me nombró Misionero de la Misericordia dice: «Se trata de llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a los desconocidos… Teniendo la disposición permanente de llevar a otros el amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino» (cf. EG, 127).
Queridos hermanos y hermanas, durante estos 35 años, en el templo, en la calle, en el gym, en el coche, en el avión; aquí en muchas partes de México, en Costa Rica, en Estados Unidos, en Sierra Leona, en Roma y en muchos otros rincones del mundo, he podido constatar que las cosas son así. Un sacerdocio sin fijar la mirada en Jesús el Pan de Vida, termina abandonando la genuinidad del mensaje evangélico. Un sacerdocio sin alegría y sencillez, pierde la razón de su quehacer. Un sacerdocio sin cercanía, se desvincula del método que el Señor nos ha marcado.
Les pido que me ayuden a darle gracias a Dios por este don, y que continúen sosteniéndome con su oración.
Se que tanto en el mundo, como en la Iglesia y en nuestro instituto de Misioneros de Cristo pasamos ahora por momentos muy difíciles que nos invitan a no desfallecer. Sepan que mi ministerio sacerdotal sin el sostén de su oración se volvería pesado, se pondría en riesgo —a pesar de que soy, en algunos aspectos, un viejo lobo de mar— expuesto muchas veces a la desventura, a la enfermedad y al fracaso.
Que a todos los sacerdotes y por supuesto a los seminaristas, nos ampare la poderosa intercesión de la Santísima Virgen María, la Dulce Morenita del Tepeyac que, junto con santa Teresita el Niño Jesús —quien se hace presente de alguna manera cada día— nunca me ha dejado, para que con su protección nos veamos libres de abandonar y perder la genuinidad de nuestra vocación. Aquí, en este templo hermoso que luego de tantos años me ha vuelto a recibir como párroco, la mismísima Guadalupana, vestida ahora de Nuestra Señora del Rosario, nos dice: «Hagan lo que él les diga».
Padre Alfredo.
4 de agosto de 2024.
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