Una de las escenas más impresionantes de la vida esta santa mujer narra que Mónica no dejó de orar, ayunar y llorar por la conversión de su hijo Agustín. Un obispo, que había sido antes un hereje le dijo: «Tu hijo está actualmente obstinado en el error, pero ya vendrá la hora de Dios... estate tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas». La respuesta del obispo y el recuerdo de la visión eran el único consuelo de Mónica, pues Agustín no daba la menor señal de conversión. Años más tarde, Agustín, en Milán, conoció al gran obispo san Ambrosio, que años más tarde lo bautizó. Mónica pudo ver, entonces, los frutos de sus oraciones, ayunos y lágrimas. Años después los dos, madre e hijo, serán canonizados.
Si todas las mamás cristianas comprendiesen la importancia de su misión, de sus oraciones, de sus ayunos, de sus lágrimas, como santa Mónica, pasarían mucho tiempo en oración secreta, para presentar a sus hijos a Jesús, implorar su bendición sobre ellos y solicitar sabiduría para cumplir correctamente sus deberes sagrados. Cuántas mamás de hoy, con sus hijos pequeños, dejan pasar de largo tantas oportunidades que tienen de formarlos en la fe, atrapadas por la mundanidad que impera en nuestra sociedad. Toda oportunidad para modelar la disposición y los hábitos de sus hijos es irrepetible y no se debe dejar escapar. Pidamos a santa Mónica y por supuesto a María Madre, que interceda por todas ellas y vean el fruto de su ser de madres en la fe viva de sus hijos. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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