Hace poco, relativamente, me tocó visitar, como Misionero de la Misericordia, dos Monasterios de comunidades diversas y en dos países distintos. El primero fue el Monasterio de las Madres Trinitarias de María, en West Covina, California, en Estados Unidos; el segundo fue el Monasterio De Nuestra Señora Reina De La Paz, de las Clarisas Capuchinas en Perote, Veracruz, en México.
De una u otra manera, la palabra «misericordia» inunda todos los carismas de la vida religiosa, y por supuesto la vida en la clausura de los monasterios. Un amor compasivo de ida y vuelta circula dentro de cada comunidad, y lo proyecta, sobre todo a través de la oración y el sacrificio que se ofrece por la humanidad entera, a los corazones de quienes viven en la miseria de la injusticia, la pobreza, la violencia, la falta de libertad y en las tinieblas del mundo actual.
No puedo describir el gozo inmenso que en cada uno de estos dos monasterios despertó la llegada de un «Misionero de la Misericordia». Una monja muy anciana, con lágrimas en sus ojos exclamó llena de gozo: «¡Nunca me imaginé que un Misionero de la Misericordia viniera a nuestro Monasterio! ¡Somos tan poquitas y tan lejos!».
En un estilo de vida pobre y sencillo, es fácil percibir el gozo de seguir a Cristo y vivir para Él. Cada uno de los monasterios, con su estilo particular de vida, según sus fundadores, es un oasis en medio del mundo en donde la vivencia de la misericordia de Dios, mediante el seguimiento de Cristo por la profesión de la consagración religiosa, se hace signo y testimonio de esta misericordia infinita en la Iglesia y en el mundo. La meta de cada monje y de cada monja, es siempre hacer presente la misericordia divina, mediante la espiritualidad del seguimiento de Cristo anonadado para la vida del mundo, con un profundo sentido eucarístico, junto a una dependencia singular y confianza sin límites en María Santísima en una vida de clausura, en el mundo, pero sin ser del mundo (Juan 15,19).
Frente a cualquier «tendencia innatural de depreciar el mundo y sus valores», tras las huellas del Señor, en el monasterio se participa de la dinámica encarnatoria de Cristo, el Señor de la Misericordia, estando en el mundo sin ser de él.
Estar en el mundo significa para estas religiosas de clausura, asumir el mundo visible creado por Dios como proyecto a realizar mediante un recto dominio sobre sí mismas y sobre todo lo creado. Estar en el mundo significa para cada una de ellas —al igual que en los monasterios de varones— asumir el propio papel histórico y comprometerse intensamente a ofrecer un espacio en donde la misericordia es el pan de cada día. Estar en el mundo significa para ellas evangelizar la cultura y las culturas del hombre, como expresión de la misericordia, que ofrece espacios en donde frente a Jesús Eucaristía o al repaso de las cuentas del Santo Rosario, se implora para el mundo la misericordia que allí, dentro de las cuatro paredes del monasterio, se vive con alegría y en paz.
No podemos olvidar que a pesar de haber sido bautizados aún hay algo en nosotros que nos inclina al mal. El Papa Francisco nos recuerda que todos somos pecadores y estamos necesitados de la misericordia y el perdón de nuestro Dios, porque nadie estamos totalmente libres de la influencia alienante del mundo antagónico a Dios. Por tanto, en respuesta al llamado que Dios les ha hecho, estas mujeres buscan, en el monasterio, poner todo empeño no sólo para no acomodarse al mundo presente rechazando sus criterios y pseudo-valores, sino también para conformarse día a día con el Dios misericordioso mediante la continua conversión. Así, recibir a un Misionero de la Misericordia en el Monasterio, brindó la oportunidad de echarse un clavado al corazón, hacer un buen examen de conciencia y acercarse al sacramento de la reconciliación para celebrar la Eucaristía con un corazón nuevo.
La misión que se tiene en cada monasterio, exige en primer lugar dejarse iluminar por la luz de Cristo misericordioso, permitiendo que Aquel que es la Luz de los hombres (Jn 8,12) ilumine plenamente el propio ser y disipe todo lo que en el consagrado haya de oscuridad, de pecado, de mal. Quien a la luz de la verdad sobre Dios y sobre el hombre revelada por el Señor de la Misericordia descubre cada vez más y reflexiona continuamente sobre su propia identidad, no podrá ser confundido, ni engañado, ni avasallado por el dinamismo alienante del mundo y, a la vez, como discípulo-misionero, ofrecerá al mundo un espacio en donde la misericordia se puede palpar a flor de piel.
La beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, fue formando su corazón misionero en el ambiente de un convento de clausura «El Ave María», allí pasó 16 años de su vida inmersa en la infinita misericordia de Dios. Ella escribió: «¡Cada alma que amas Jesús, y que corresponde a tu amor es una historia deliciosa de tu misericordia, de tus ternuras! Es la página más hermosa de tu misma vida, si me permites la expresión, porque en ella haces derroches de tu ciencia por excelencia, que es amar, darte por entero, entregarte sin reserva, para que las almas también se te den, se te entreguen sin reservas; eres el Mendigo del amor».
¡Dios, en su infinita misericordia, siga suscitando la vocación a la vida consagrada en la clausura!
La beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, fue formando su corazón misionero en el ambiente de un convento de clausura «El Ave María», allí pasó 16 años de su vida inmersa en la infinita misericordia de Dios. Ella escribió: «¡Cada alma que amas Jesús, y que corresponde a tu amor es una historia deliciosa de tu misericordia, de tus ternuras! Es la página más hermosa de tu misma vida, si me permites la expresión, porque en ella haces derroches de tu ciencia por excelencia, que es amar, darte por entero, entregarte sin reserva, para que las almas también se te den, se te entreguen sin reservas; eres el Mendigo del amor».
¡Dios, en su infinita misericordia, siga suscitando la vocación a la vida consagrada en la clausura!
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
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