«Hermanos, Jesús, el Hijo de Dios, es nuestro sumo sacerdote»... Así comienza el pasaje de la carta a los Hebreos que hemos escuchado en la segunda lectura. Ustedes saben, que, en el marco de este Año sacerdotal que se celebra en esta querida arquidiócesis de Monterrey, un servidor —como lo he mencionado varias veces— cumplirá el 4 de agosto próximo, si Dios me presta vida, 35 años de caminar por la faz de la tierra como sacerdote. Por eso, este Viernes santo, me regala, junto a ustedes, el remontarme a la fuente histórica del sacerdocio cristiano y hace que comparta una homilía, que será bastante larga y se desarrollará en torno a este tema y aumente en nosotros el amor y la gratitud por el don del sacerdocio. La preparé en las primeras horas de este día, con mucho cariño.
De alguna manera, esta liturgia tan especial del día de hoy, en que no se celebra la Eucaristía, es la fuente de las dos realizaciones del sacerdocio cristiano: la ministerial, de los sacerdotes, y la universal de todos los fieles, que también se funda en el sacrificio de Cristo. Él, dice el Apocalipsis, «nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1, 5-6). Por ello, me parece de vital importancia entender la naturaleza del sacrificio y del sacerdocio de Cristo, porque tanto sacerdotes como laicos debemos llevar, aunque de forma particular, la impronta de ese sacrificio y ese sacerdocio, y tratar de vivir sus exigencias.
La carta a los Hebreos, explica en qué consiste la novedad y la unicidad del sacerdocio de Cristo. «Cristo como sumo sacerdote de los bienes futuros (...) penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. Pues si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo! (Hb 9,11-14).
Esta es la novedad, queridos hermanos. Cualquier otro sacerdote ofrece algo fuera de sí; en cambio, Cristo se ofreció a sí mismo. Cualquier otro sacerdote ofrece víctimas, en cambio, Cristo se ofreció como víctima. Cristo es, al mismo tiempo, sacerdote y víctima. Cristo no vino con la sangre de otro, sino con la suya propia. No puso sus propios pecados sobre los hombros de los demás —hombres o animales—, sino que puso los pecados de los demás sobre sus propios hombros: «En el madero de la cruz —dice la segunda carta de Pedro en 2,24— cargó nuestros pecados en su cuerpo».
En Cristo es Dios quien se hace víctima, no la víctima que, una vez sacrificada, es elevada a continuación a dignidad divina. Ya no es el hombre quien ofrece sacrificios a Dios, sino Dios quien se «sacrifica» por el hombre, entregando a la muerte por él a su Hijo unigénito (cf. Jn 3,16). El sacrificio ya no sirve para «aplacar la ira de la divinidad, sino más bien para apaciguar al hombre y hacerle desistir de su hostilidad hacia Dios y el prójimo.
El sacrificio de Cristo en la Cruz, contiene un mensaje formidable para el mundo de hoy. Desde la Cruz, Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, grita al mundo que la violencia es un residuo arcaico, una regresión a estadios primitivos y superados de la historia humana y —si se trata de creyentes— de un retraso culpable y escandaloso en la toma de conciencia del salto de calidad realizado por Él. Jesús cambió el signo de la victoria. Inauguró un nuevo tipo de victoria que no consiste en hacer víctimas, sino en hacerse víctima. «vencedor por ser víctima», diría san Agustín (Confesiones 10, 43).
Queridos hermanos, ¡qué poco entiende el mundo de este aspecto del sacerdocio de Cristo! Hoy la violencia y la sangre se han convertido en uno de los ingredientes de mayor reclamo en las películas y en los videojuegos, a los que la gente se siente atraída y se divierte mirándola. Incluso a los niños más pequeños, se les incita a buscar en el iPad o en el celular, caricaturas donde impera la violencia. Es innumerable la cantidad de películas y de juegos, para todas las edades, que ven como normal el matar a personas o animales, el uso y abuso de drogas y alcohol, el comportamiento criminal, la falta de respeto por la autoridad y las leyes, la explotación sexual y la violencia hacia la mujer, los estereotipos raciales, sexuales y de género, el uso de palabras indecentes, obscenidades y gestos obscenos.
Hay una cuestión que pone en marcha el mecanismo de la violencia: el mimetismo, la connatural inclinación humana a considerar deseables las cosas que desean los demás, y por tanto, a repetir las cosas que se ven hacer a los demás. La psicología del «rebaño» —nos dirán los especialistas en la materia— es la que lleva a la elección del «chivo expiatorio» para encontrar, en la lucha contra un enemigo común —en general, el elemento más débil, el distinto a los demás— una cohesión totalmente artificial y momentánea.
Tenemos un ejemplo en la actual violencia de los jóvenes en los estadios —lo digo aunque me fascine el deporte—, en las agresiones en las escuelas y en ciertas manifestaciones callejeras que dejan tras de sí una violencia desmedida, ruina y destrucción. Pienso, queridos hermanos, en las noticias de un canal local que suelo ver luego de orar en las mañanas y en las que brilla la violencia desmedida en nuestra sociedad regiomontana y que en concreto, abarca todos los niveles de nuestra metrópoli. Somos ya muchas, las generaciones de nuestra patria, que, en general, hemos tenido el rarísimo privilegio de no conocer una verdadera guerra y de no haber sido nunca llamados a las armas, por eso pulula el número de niños, adolescentes y jóvenes y uno que otro adulto despistado, que se entretienen en películas y juegos, que, aunque estúpidos y a veces trágicos, inventan guerras inexistentes, impulsados por el mismo instinto que movía a la horda primitiva. Unido a esto está la violencia familiar, la violencia de género, la violencia por discriminación de raza o de nivel social.
¡Qué contraste entre la actuación de Cristo como Sacerdote y Víctima y la que aún tiene lugar en ciertos ambientes! El fanatismo invoca la lapidación; Cristo, a los hombres que le presentaron a una adúltera, les respondió: «Aquel de ustedes que esté sin pecado, que le tire la primera piedra" (Jn 8, 7). La violencia nunca es tan odiosa como cuando se produce allí donde debería reinar el respeto y el amor recíproco. Es verdad que la violencia no siempre es sólo y toda de una parte; es verdad que se puede ser violento también con la lengua y no sólo con las manos. San Juan Pablo II, a quien admiramos en la Iglesia como aquel que ha sabido asumir esa condición de sacerdote y víctima, inauguró la práctica de las peticiones de perdón por los fallos colectivos, recordándonos que Cristo, desde la Cruz, nos invita a quienes nos declaramos cristianos, a recurrir a gestos concretos de conversión, a palabras de disculpa y de reconciliación dentro de las familias y en la sociedad.
El pasaje de la carta a los Hebreos que hemos escuchado, prosigue diciendo: «Cristo, durante su vida mortal, ofreció oraciones y súplicas aquel que podía librarlo de la muerte, y fue escuchado por su piedad» Jesús conoció en toda su crudeza la situación de las víctimas, los gritos sofocados y las lágrimas silenciosas. Verdaderamente «no tenemos un sumo sacerdote que no sea capaz de compadecerse de nuestros sufrimientos». En cada víctima de la violencia, Cristo revive misteriosamente su experiencia terrena como Sacerdote y Víctima. También a propósito de cada una de ellas dice: «Cuando lo hicieron a uno de ellos, a mí me lo hicieron» (Mt 25, 40).
Así, de esta manera, al adorar la Cruz en esta tarde, somos invitados no a besar un madero para cumplir con una devoción, sino a contemplar, desde lo más profundo de nuestro corazón a Cristo que con su muerte nos dio la vida eterna. Por medio del árbol de la cruz nos enseña el valor del sacerdocio lleno de frutos de la salvación. Por eso, al acercarnos a este momento, mirémoslo a Él, miremos al Crucificado, miremos al Sumo y Eterno Sacerdote que nos lleva a captar la esencia de este sacramento.
Esta tarde, aquí en nuestra parroquia, nuestro Rey, constituido para siempre Sacerdote, no solo se deja mirar por nuestra miseria y nuestra pequeñez, no... él también nos mira desde la cruz. Depende de nosotros decidir si queremos ser meros espectadores o involucrarnos con nuestro sacerdocio bautismal y ministerial en sus intereses. ¿Soy espectador o quiero involucrarme?¿Qué hacemos? ¿Nos limitamos a elaborar teorías, nos limitamos a criticar, o a querer hacer nuestro grupito cerrado o nos ponemos manos a la obra, tomamos las riendas de nuestra vida, pasamos del «si» —sin acento— de las excusas a los «sí» de la entrega sacerdotal en el servicio? Todos creemos saber qué es lo que no está bien en la sociedad, todos; hablamos todos los días de lo que hay que erradicar, incluso en la Iglesia, porque tantas cosas no van en la Iglesia. Pero luego, ¿hacemos algo? ¿Nos ensuciamos las manos como nuestro Dios clavado al madero o estamos con las manos en las bolsas mirando para todas partes menos hacia él y esquivando su mirada?
Esta tarde, a la luz de esta carta a los Hebreos de la que hemos escuchado en un pequeño fragmento la grandeza del sacerdocio, de la lectura de Isaías que nos recuerda que sin Dios andamos como ovejas errantes, cada uno siguiendo su camino, nos damos cuenta de que la única puerta de entrada legítima al ministerio del sacerdocio bautismal y ministerial y ministerial es la Cruz de Cristo.
Queridas hermanas, queridos hermanos, no los quiero cansar más. Casi llego al final de esta larga reflexión y quiero invitarlos ahora a que al acercarnos a la adoración de la Cruz dejándonos mirar por Jesús y mirándolo a él, nos dejemos mirar también por su Madre santísima y la veamos a ella. Contemplemos también su corazón traspasado y con ella recodemos, no solamente en este momento, sino cada día, que se entra en el sacerdocio a través del Sacramento: a través de la donación total de sí mismos a Cristo, ustedes como laicos por el sacerdocio bautismal, nosotros los sacerdotes, por el sacerdocio ministerial para que sirvamos a Cristo y sigamos su llamado, incluso si esta tuviese que estar en contraste con nuestros deseos de autorrealización y de estima, guardando en el corazón de aquellas palabras de Cristo cuando dijo: «A mí nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero» (Jn 10,18).
Finalmente, pidan por mí. Ayer me conmovió mucho una señora ya mayor, quizá tan mayor como mi madre, que por cierto hoy cumple 89 años y que esta mañana al felicitarla me dijo: «Yo nací un viernes santo». Esta mujer anciana, la que se me acercó ayer, a la salida, donde suelo estar siempre al término de cada celebración, con excepción de la de hoy, se acercó y me dijo: «padre Alfredo, yo quiero darle mi bendición»... puedo asegurarles, con toda sencillez, que es uno de los regalos más maravillosos que he tenido en mi vida. Pidan por mí, para que llevando la cruz de cada día, para que sin dejar nunca de contemplar a Cristo en la cruz, busque ser siempre fiel al ministerio sacerdotal que he recibido inmerecidamente y que no llegue al juicio final, sin antes haber motivado, por lo menos a unos cuantos varones jóvenes y valientes, a ser sacerdotes como yo. Tal vez, como dice san Juan de Ávila, la cruz, al contemplarla de lejos da miedo, pero cuando se le abraza, no se le quiere soltar y el contacto con ella hace decir: «Bájate Señor, que soy yo quien debe estar clavado allí».
Padre Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
Misionero de la Misericordia.
Parroquia de Nuestra Señora del Rosario en San Nicolás.
29 de marzo de 2024.
Año Santo Sacerdotal en la Arquidiócesis de Monterrey.