miércoles, 23 de marzo de 2016

Una reflexión para el Miércoles Santo...

"... y les dijo: «¿Cuánto me darán si se lo entrego?»" (Mateo 26,14-25). 


Judas se fue en busca de los jefes del pueblo judío y les dijo: "¿Qué me dan si se los entrego?". Ellos se alegraron y prometieron darle dinero. Judas sigue apareciendo como el protagonista de la liturgia de los tres primeros días de la Semana Santa: el Evangelio siempre habla de él. Y Judas está presente también en el cenáculo. 

La presencia de Judas en medio de los doce, en torno a la mesa de Jesús, es, indudablemente, el hecho más inquietante entre los hechos, todos inquietantes, que se condensan en vísperas de la pasión del Señor. Es la presencia del enemigo entre los amigos, del que golpea en el momento y lugar en que se precisa la confianza, porque nadie puede ya defenderse con ninguno. 

Jesús no ignora esta presencia, no la pasa por alto; pero, a la vez, no descubre a Judas, no le acusa, no discute con él, no trata de defenderse. No calla a propósito de dicha presencia, para hacerse también presente a él hasta el final. Los doce, sin embargo, tratan de descubrir quién es el que de ellos miente: y en esta tentativa sucumben y caen en la antigua ley de la sospecha recíproca generalizada, de la acusación, de la división. Puede decirse que, por parte de Jesús, no hay ninguna condena, sino el ofrecimiento de una amistad. Es Judas solo el que se condena al rehusar la tentativa de su amigo. Por otra parte, Jesús estaba suficientemente habituado a "comer con los pecadores", como se le ha reprochado a menudo: y esta tarde, no menos que otras veces, no ha rechazado a un pecador... es Judas quien se ha separado de Él.

De la desconfianza, de la sospecha, de actos como esos nace siempre la crisis de la relación fraterna y de comunión: del temor de ser traicionados, del temor de que otro se aproveche, de la pretensión imposible de poner a prueba y verificar las intenciones del otro. No existe otra manera de vencer al traidor que entregarse en sus manos y poner en manos de Dios la propia causa. Pensemos en cuántos desavenencias, cuántas ofensas, cuántas prepotencias, se esconden en nuestra vida por la sospecha. Para sentarse en torno a la mesa de Jesús es preciso fiarse uno de otro sin pensar en el precio que puede costar esta confianza.

Ahondar en la traición de Judas nos puede este día traer la ventaja de que nos remueve el fondo de traición que todos llevamos dentro y nos enfrenta con lo más sucio de nuestro interior. Toda traición hay que ligarla a un proyecto. En la medida en que alguien deje de estar de acuerdo con el proyecto en el que venía o se creía comprometido, no tiene inconveniente en traicionarlo. Judas comenzó a falsearse en pequeños asuntos, en detalles insignificantes, y haciendo de la lado el proyecto inicial se fue haciendo mañoso; y el que falló en lo poco se fue haciendo indigno de lo grande, y llegó hasta lo impensable, lo inaudito. Quién lo iba a decir, si eran nimiedades. Y sin embargo, el fallo final es muy severo: “más le valdría no haber nacido”.

Por eso, entrar a ciegas en un proyecto o entrar en el mismo sin entender sus principios o su finalidad, es preparar traiciones en cadena. Aunque el proyecto de Jesús tiene un contenido divino, por reflejar la propuesta de Dios y por recibir de Él su fuerza, está sometido a las leyes del comportamiento humano. Dios no puede tocar la libertad, para evitar que su proyecto sea traicionado. Él acepta esta posibilidad. Tal es el precio de la libertad. Jesús aceptó estar sometido a la posibilidad de la traición. Piensa en tu honestidad, ante tu propia conciencia, ante Dios. ¿A qué das importancia? En cuestión de amor todo tiene su importancia; nada es despreciable. ¿Cuál es tu proyecto? ¿Concuerda con el proyecto de Jesús?. Es muy peligroso comenzar a trampear, porque no sabemos hasta dónde nos puede conducir la mala costumbre, el habituarnos a la mentira y la falsedad.

La traición de Judas y la reacción de Jesús, quedarán para siempre como una prueba del respeto por la libertad humana de parte de Dios, y una muestra de la malicia y de la astucia de que viene revestido todo intento de traición ausente de misericordia. La traición no ha estado ni estará ausente del cristianismo. Somos seres humanos. Pero la comunidad cristiana debe cuidar de que el proyecto de Jesús, ese proyecto de amor y misericordia, sea claro y explícito para todos sus participantes. Así no habrá sorpresas. El hecho de ser cristianos por herencia y no por lucha, traerá siempre el riesgo de no identificarse con las exigencias del Reino. Y cuando aparezcan los intereses personales o de grupo, necesariamente aparecerá la traición.

Un miembro de la Iglesia, sin la claridad que exige el proyecto de Jesús y sin procesos de asimilación del mismo, será una mina de traiciones, desilusiones y amarguras. Aunque justifiquemos la traición, frente a ella nuestra alma quedará siempre herida. La Eucaristía, no lo olvidemos, es también una comida en la que Jesús nos ofrece la comunión con Él para contagiarnos de su misericordia. Cada Misa que celebramos es un gesto de Jesús hacia los pecadores que somos nosotros, siempre que no nos excluyamos nosotros al rehusar su amor misericordioso.

Menos mal que nuestra dignidad no depende de nuestro personal valor, sino del don de Dios Padre. Menos mal que el precio de Jesús no está marcado por las treinta monedas. Menos mal que Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no se dejó llevar por los acontecimientos, sino que fue capaz de convertir la traición en entrega libre. A Jesús no le quitaron la vida sino que la dio voluntariamente (Jn 10,18). De esa manera nos reconcilió con nuestro «Judas personal» y nos hizo comprender la inmensidad del amor de Dios que se manifestaba en su propia entrega.

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

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