“¿Seré yo, Señor?” (Juan 13,21-33)
Ayer, Lunes Santo, contemplamos a nuestro Señor con sus amigos de Betania: Lázaro, Marta y María. Hoy el Evangelio nos lo presenta con sus discípulos y, entre ellos, un personaje que también apareció en la escena de ayer: Judas Iscariote.
La misericordia del Maestro permanece inalterable incluso y por supuesto cuando tiene que hablar fuerte y claro: “Uno de vosotros me va a traicionar”.
Cómo cuesta compartir la vida , el pan y la sal y con aquellos que sabemos que aparentan querernos, apoyarnos, respetarnos, acompañarnos por delante pero nos clavan la espada por detrás. En Jesús, que es todo amor y misericordia, una vez más y para no variar, se rompen los esquemas para que se cumpla hasta la última coma de las escrituras: ¡Todo esto es necesario!
Judas Iscariote convirtió su trato con el Señor en una farsa. Vendió al amigo (el tesoro más grande) por 30 monedas de plata. Y, ¡quién sabe!, sino hubiera robado también el perfume que vertió María sobre los pies de Jesús y se hubiera quedado con los 300 denarios en que lo tasó. En un blog leí el otro día que «los buenos amigos son como la sangre: acuden enseguida a la herida». Todos los que compartían con intensidad ese tenso momento, comenzaron a preguntarse: «¿Seré acaso yo Señor?». Eran tan amigos, tan cercanos a Jesús, que acudieron solidariamente para intentar taponar inmediatamete la herida por la que se escapaba ya a borbotones la sangre de Jesús. No lo consiguieron, como tampoco Judas consiguió por más tiempo encubrir su pecado y su falta de misericordia.
¡Qué tremendo es ser inmisericordes! ¡Qué inhumano se vuelve aquel que saca a la misericordia ya la compasión de su vida, porque con ello se va el amor!... Del cenáculo a las tinieblas; de la amistad
al egoísmo solitario; de la riqueza de una cuantas monedas al ruido miserable de la conciencia mundanizada... del vino de la misericordia del Amigo al maligno trago para intentar lavar un disparate y la ingratitud de amigo.
¿Seré yo, Señor?... ¿Seré yo, Señor; que me cuesta enfrentarme a mi propia realidad de pecado que no me hace tu amigo? ¿Seré yo, Señor; el que venda, no por dinero, y tal vez por menos, tu nombre y tu gloria al llenarme de mundo y alejarme más y más de Ti? ¿Seré yo, Señor; que comparto el pan único y partido y escapo a continuación a las tinieblas que esconden mi vida sin hacer obras de misericordia?
¿Seré yo, Señor?... ¿Seré yo, Señor; que digo «SÍ» cuando se que en realidad que es un «NO» o un «AL RATO»? ¿Seré yo, Señor; que te presento y te presumo como amigo en el altar y como a un gran desconocido en la vida debido al miedo o a la vergüenza? ¿Seré yo, Señor; que beso tu cruz por ser viernes santo y, luego te olvido besando el mundo y sus placeres pasajeros que ensucian mis labios y me aljan más y más de Ti? ¿Seré yo, Señor; que me escondo bajo el ropaje que me viste, la bolsa acaudalada que me seduce y lo que en el fondo me convence aunque te entregue una y otra vez?
¿Seré yo, Señor?... ¿Seré yo, Señor; que no tomo una postura valiente por tu Reino y poco reparo en comulgar en tu mesa acercándome poco o casi nada al sacramento de la Reconciliación? ¿Seré yo, Señor; que me quedo con el peso de mis pecados y no con la grandeza y poder de tu misericordia que salva y que da la vida? ¿Seré yo, Señor; que tardo en llevar a cabo lo que es importante y al instante, lo que conduce al pecado y a la ingratitud hacia tu amor misericordioso
Que nunca, Señor, lleguemos a pensar que es mas fuerte nuestro pecado que la infinita misericordia de Dios. Nuestra traición, no puede ser mayor que la Divina Misericordia que nos llama siempre: «Amigo» y espera fielmente a cada uno... Bastaba tal vez otro beso de Judas para pedir perdón, bastaba una mirada arrepentida para alcanzar la absolución... El mayor pecado de Judas, según se ve, no fue haber traicionado a Jesús, sino haber dudado de su misericordia y su perdón. Aunque nadie puede afirmar qué pasó con Judas en el momento de su muerte. Aún entre la soga y el cuello queda lugar para la esperanza. El drama de Judas, más que la gravedad de su pecado en sí, fue su falta de esperanza, el hecho de cerrarse en sí mismo, en vez de reconocer su falta, llorar su pecado y volver al amor de Dios, como lo hizo, por ejemplo, el Apóstol Pedro.
“Jesús nunca abandonó a Judas y nadie sabe dónde cayó en el momento en que se lanzó desde el árbol con la soga al cuello: si en las manos de Satanás o en las de Dios. ¿Quién puede decir lo que pasó en su alma en esos últimos instantes? «Amigo», fue la última palabra que le dirigió Jesús y él no podía haberla olvidado, como no podía haber olvidado su mirada” (Raniero Cantalamessa, "Sermones de la Casa Pontificia" – Cuaresma – 18 de abril 2014).
Nosotros tenemos esperanza... no la perdamos, el Buen Jesús nos espera en el confesionario. El sacramento de la Reconciliación nos permite experimentar sobre nosotros lo que la Iglesia canta la noche de Pascua en el Exultet: «¡Oh, feliz culpa, que mereció tal Redentor!» Jesús sabe hacer, de todas las culpas humanas, una vez que nos hemos arrepentido, «felices culpas», culpas que ya no se recuerdan si no por haber sido ocasión de experiencia de misericordia y de ternura divinas! Dice la beata María Inés: “Pongamos mucho empeño en evitar la menor falta deliberada, pero aun cuando hayamos cometido alguna falta, corramos a sus brazos, confesémosle nuestra miseria llenos de paz, pidámosle perdón y esperemos su beso de reconciliación”. (Carta colectiva del 24 de abril de 1953 en altamar).
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
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