En el libro de los Hechos de los Apóstoles (9,32 y 9,41) y
en la primera Carta a los Corintios (1,2) encontramos que la palabra «santo» se
utiliza para indicar una persona que ha aceptado en su vida a Cristo como su Salvador. Así,
desde esta perspectiva, todos, si nos esforzamos por vivir por Cristo, con Él y
en Él, imitando su vida y siguiendo sus consejos, somos santos.
Al señalar de manera especial a algunas personas como
«Beatos» o «Santos», la Iglesia busca señalar unos cuantos de entre el gran
conjunto de los hombres y mujeres de fe, que, por sus grandes virtudes, vividas
en grado heroico, sirvan más de ejemplo para todos y puedan ser intercesores.
Con esto se da honra y gloria a Dios, que se manifiesta de una manera
excepcional en estos sus siervos fieles.
Si bien este concepto de «santo» existe en otras religiones
con mayor o menor fuerza (y no exactamente con el mismo significado) la
religión católica es la única que posee un mecanismo formal, continuo y
altamente racionalizado para llevar a cabo el proceso de canonización de una
persona; sólo en la Iglesia se encuentra un número de profesionales cuyo
trabajo consiste en investigar las vidas de quienes han sido considerados
santos por su comunidad y/o conocidos (y en convalidar los milagros
requeridos). El proceso de canonización es algo así como la capacidad de
discernimiento —con apoyo doctrinario y la ayuda de Dios— de la santidad de una
persona en base a su perfecta ortodoxia y el ejercicio de virtudes llevadas al
grado heroico con el propósito de, dándole reconocimiento por el grado de
perfección alcanzado, presentarla como modelo de conducta a los creyentes y
como poderoso intercesor ante Dios.
Los santos no son, de ninguna manera, otros mediadores que compiten con Cristo,
sino que, por participación en Él, cumplen la misión que el mismo Señor les ha
confiado en una vocación específica a la que fueron llamados. Sabemos que Dios puede actuar directamente
cuando nosotros nos acercamos a Él y nos queda siempre claro que hay un solo
Mediador que es Cristo, pero Él quiere actuar y acercarse a nosotros por medio
de quienes están cercanos a Él.
En el Evangelio de san Marcos (6,37), encontramos un pequeño
ejemplo de cómo Cristo quiere hacerse ayudar de sus amigos más cercanos para
sustentar a quienes se acercan a Él para invocarle y escucharle: “Denles
ustedes de comer”, les dice Jesús a sus discípulos, refiriéndose a la gente que
le seguía. Y más adelante, en el mismo pasaje (6,41) hace que sean los
discípulos quienes reparten la comida que Él ha multiplicado. También en el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando se nos va
narrando el inicio del «camino» de la Iglesia, aparecen muchos pasajes en los
cuales Dios no actúa directamente, sino que lo hace por medio de sus siervos
fieles, los santos. Un ejemplo es Ananías, quien devuelve la vista a Saulo
(9,1-19), a pesar de que fue el mismo Cristo quien antes se había encontrado
con Él para «tumbarlo» y cambiar el rumbo de su vida. Hay también algunos
ejemplos de enfermos que no se dirigían
directamente a Dios para implorar la curación de sus dolencias, sino que se
acercaban a los Apóstoles para recobrar la salud y recibir las gracias deseadas
de parte de Dios.
Por medio de la acción intercesora de los santos, y en
primer lugar de la Santísima Virgen María, Dios recibe mayor honra y gloria,
porque es su grandeza la que resplandece en la humildad y sencillez de gente
como nosotros. Si le pedimos a nuestros familiares y amigos que recen por
nosotros, con más ganas podemos pedirles a estos hombres y mujeres de Dios que
intercedan por nosotros. Los santos no tienen ninguna necesidad de ser venerados, ni
buscan alcanzar esto. Según la metáfora de San Pablo, ellos han corrido ya la
carrera y ganado sus laureles. La canonización es un ejercicio póstumo del que
ellos, aquí en la tierra, no se dan cuenta.
Para los cristianos primitivos, el
reconocimiento de la santidad de quienes vivían y morían en Cristo fue una
evolución orgánica de su propia fe y experiencia. Venerados por su santidad, a
los santos se los invocaba también por su poder de intercesión, sobre todo en
forma y a través de sus restos mortales. Por esto la historia de la
canonización está muy ligada con las reliquias del santo, si bien no es
imprescindible tenerlas para elevar a alguien a los altares.
La Iglesia no puede contar la cantidad de santos en el cielo
ya son innumerables (por eso celebra la fiesta de todos los santos). Entre los santos y beatos hay gente de toda raza y nación, de toda condición social y de todas las edades en las diversas vocaciones y solo se
consideran para canonización unos pocos que han vivido la santidad en grado
heroico. Canonizar quiere decir declarar que una persona es digna de culto
universal. La canonización se lleva a cabo mediante una solemne declaración
papal de que una persona está, con toda certeza, con Dios. Gracias a tal
destreza, el creyente puede rezar confiadamente al santo en cuestión para que
interceda en su favor ante Dios. El nombre de la persona se inscribe en la
lista de los santos de la Iglesia y a la persona en cuestión se la "eleva
a los altares", es decir, se le asigna un día de fiesta para la veneración
litúrgica por parte de la Iglesia entera. Ser canonizado significa ser incluido
entre aquellos que se mencionan a veces durante la celebración de la misa y
significa también tener una fiesta en el santoral de la Iglesia, al lado de los
días de fiesta de Cristo y de Su Madre, la más distinguida de todos los santos.
En los primeros tiempos de la Iglesia, estando la tierra
regada de sangre de mártires, el concepto de santidad estaba fuertemente
asociado al martirio. El relato de Lucas, en los Hechos de los Apóstoles (6-7),
sobre el martirio de San Esteban es de extrema importancia para entender cómo,
en la fase inicial de la vida de la Iglesia, los demás cristianos de la
comunidad de Esteban reconocieron su santidad. Se puede decir que la santidad y
el martirio fueron inseparables de la conciencia cristiana desde el principio.
Así como Jesucristo obedeció al Padre hasta la muerte, así el santo era alguien
que moría por Cristo; así como el bautismo significaba la incorporación al
cuerpo de Cristo, así el martirio significaba morir con Cristo y resucitar a la
plenitud de la vida eterna. El martirio sellaba la conformidad total del santo
con Cristo. Con el tiempo, la imitación de la muerte del Señor fue dando
espacio también a la imitación de su vida y se fue estudiando cómo vivía una
persona el mérito de la santidad en la vida ordinaria, no solo en el martirio.
Así, la Iglesia llegó gradualmente a venerar a las personas por la ejemplaridad
de sus vidas no menos que con su muerte.
En la práctica, el proceso de canonización conlleva una gran
cantidad y variedad de procedimientos, habilidades y colaboradores: promoción,
financiación y divulgación por parte de quienes consideran santo al candidato;
tribunales de investigación de parte del obispo o de los obispos locales;
procedimientos administrativos por parte de los funcionarios de la
congregación; estudios y análisis por asesores expertos; disputas entre el
promotor de la fe (el "abogado del diablo") y el abogado de la causa;
consultas con los cardenales de la congregación. Pero, en todo momento,
únicamente las decisiones del papa tienen fuerza de obligación; él sólo es
quien posee el poder de declarar a un candidato merecedor de beatificación o
canonización.
Con la beatificación, el Papa concede un permiso para que
localmente o en determinadas familias religiosas se pueda rendir culto público
a un siervo de Dios y esa es básicamente la diferencia entre un santo y un beato. El beato tiene una veneración que se
limita —por así decir— a una diócesis local, a una región delimitada, a un país
o a los miembros de una determinada orden religiosa. A ese propósito, la Santa
Sede autoriza una oración especial para el beato y una misa en su honor. Al
llegar a este punto, el candidato ha superado ya la parte más difícil del
camino hacia la canonización. Pero la última meta le queda aún por alcanzar.
La beatificación no impone nada a nadie en la Iglesia. Por
esto, la memoria de los beatos no se celebra universalmente en la Iglesia, sino
sólo en los lugares donde hay motivo para hacerlo y se pide. La memoria es
siempre libre y no obligatoria, para respetar el carácter propio de la
beatificación. La fórmula de la beatificación puede proclamarla otro distinto
del Papa, por ejemplo, un cardenal en nombre suyo. Así se hacía habitualmente
hasta los tiempos de Pablo VI, que comenzó a hacer personalmente las
beatificaciones. Esta práctica se ha retomado ahora por el Papa Benedicto XVI.
Después de la beatificación, la causa queda parada hasta que
se presente —si es que se presenta— un milagro más realizado por la intercesión
del beato. Cuando el último milagro exigido ha sido examinado y aceptado, el Papa
emite una bula de canonización en la que declara que el candidato debe ser
venerado (ya no se trata de un mero permiso) como santo por toda la Iglesia
universal. Esta vez el Papa preside personalmente la solemne ceremonia.
Aunque la canonización sigue siendo el objetivo de toda
causa, se trata, funcionalmente hablando, de un ejercicio auxiliar y a plazo
indefinido, consistente en comprobar un milagro de intercesión que no agrega
nada a la importancia del beato o la beata ni al significado que tiene para la
Iglesia, si bien es la manifestación de Dios de Su deseo de que sea venerado
por toda la cristiandad.
La intercesión de los santos y beatos nunca remplazará la
oración directa a Dios, quién puede conceder nuestros ruegos sin la mediación
de los santos. Pero, como Padre, se complace en que sus hijos se ayuden y así
participen de su amor. Ellos nos enseñan a interpretar el Evangelio evitando
así acomodarlo a nuestra mediocridad y a las desviaciones de la cultura. En la
actualidad hay pendientes cerca de 2000 procesos de beatificación y canonización en la Congregación para la Causa de los
Santos.
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
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