Yo creo que mucha gente no participa en misa porque no se conoce o no se entiende todo lo que sucede en torno al altar, ni saben qué significan los signos, los ritos, los cantos, las palabras litúrgicas y los tiempos de la ceremonia. De esta manera se convierten en una especie de espectadores extraños y más si solamente van a Misa cuando hay boda, quince años o difunto. La asistencia a misa dominical es realmente muy reducida entre el número de católicos.
La misa no es un misterio abstracto, no es algo puramente teatral o intelectual, ni algo frío, inerte o simplemente técnico o rubricista. La misa es una celebración viva y palpitante que, cuando se comprende, nos hace revivir los acontecimientos de la última cena, nos hace presente el sacrificio de la cruz, y nos hace injertarnos de vida divina mediante la participación de la comunión eucarística para proyectarnos hacia la unión perfecta y eterna con Dios dando testimonio de su amor en el mundo.
La misa es el acto de adoración más perfecto que pueda ofrecerse a Dios porque allí Cristo continúa ofreciendo al Padre Eterno lo que es y lo que hace en nosotros. En la misa estamos unidos plenamente a Cristo y lo expresamos con gozo en el «Amén» que la asamblea recita o canta después de que el presidente de la celebración dice: “Por Cristo, con Él y en Él, a ti Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos”.
La misa es la acción de gracias más sentida que le podamos dar a nuestro Padre Dios, porque no son donde de la naturaleza los que se ofrecen en sacrificio, bajo las apariencias de pan y vino, ofrecemos a Dios lo único capaz de darle gracias perfecta y substancialmente, lo mismo que Él nos ha dado, su Hijo Jesucristo.
En la misa, Jesucristo ejercita la mediación en persona, estando realmente ofreciéndose al Padre, presentándole sus sufrimientos del viernes santo y exteriorizándole todo lo que hay en nuestros corazones como necesidades, súplicas, intenciones y acciones de gracias.
En la misa, que no deja de celebrarse cada día alrededor del mundo, Jesucristo ofrece el precio de nuestra redención a fin de que libres de la condenación eterna, seamos agregados a los elegidos. Esa entrega redentora de Jesucristo alcanza también a los que nos precedieron y duermen ya el sueño de la paz, porque satisface las deudas de los difuntos y los libra del tiempo de purificación, para que entren ya a gozar del cielo que abrió con su sangre el Cordero Inmaculado.
La misa no es un misterio abstracto, no es algo puramente teatral o intelectual, ni algo frío, inerte o simplemente técnico o rubricista. La misa es una celebración viva y palpitante que, cuando se comprende, nos hace revivir los acontecimientos de la última cena, nos hace presente el sacrificio de la cruz, y nos hace injertarnos de vida divina mediante la participación de la comunión eucarística para proyectarnos hacia la unión perfecta y eterna con Dios dando testimonio de su amor en el mundo.
La misa es el acto de adoración más perfecto que pueda ofrecerse a Dios porque allí Cristo continúa ofreciendo al Padre Eterno lo que es y lo que hace en nosotros. En la misa estamos unidos plenamente a Cristo y lo expresamos con gozo en el «Amén» que la asamblea recita o canta después de que el presidente de la celebración dice: “Por Cristo, con Él y en Él, a ti Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos”.
La misa es la acción de gracias más sentida que le podamos dar a nuestro Padre Dios, porque no son donde de la naturaleza los que se ofrecen en sacrificio, bajo las apariencias de pan y vino, ofrecemos a Dios lo único capaz de darle gracias perfecta y substancialmente, lo mismo que Él nos ha dado, su Hijo Jesucristo.
En la misa, Jesucristo ejercita la mediación en persona, estando realmente ofreciéndose al Padre, presentándole sus sufrimientos del viernes santo y exteriorizándole todo lo que hay en nuestros corazones como necesidades, súplicas, intenciones y acciones de gracias.
En la misa, que no deja de celebrarse cada día alrededor del mundo, Jesucristo ofrece el precio de nuestra redención a fin de que libres de la condenación eterna, seamos agregados a los elegidos. Esa entrega redentora de Jesucristo alcanza también a los que nos precedieron y duermen ya el sueño de la paz, porque satisface las deudas de los difuntos y los libra del tiempo de purificación, para que entren ya a gozar del cielo que abrió con su sangre el Cordero Inmaculado.
Así como los primeros discípulos, participaban de la celebración Eucarística acompañados por María, pidámosle que ella nos ayude a valorar y comprender todo este misterio de amor en plenitud.
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
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