La Iglesia, en sus inicios, vivía la hermosa experiencia de celebrar la Eucaristía de una manera muy viva. El capítulo 2 de los Hechos de los Apóstoles nos lo deja ver claramente: «42 Se mantenían firmes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en el partimiento del pan y en la oración. 43Todos estaban asombrados por los muchos prodigios y señales que realizaban los apóstoles. 44Todos los creyentes estaban juntos y tenían todo en común: 45vendían sus propiedades y posesiones, y compartían sus bienes entre sí según la necesidad de cada uno. 46No dejaban de reunirse en el templo ni un solo día. De casa en casa partían el pan y compartían la comida con alegría y generosidad, 47alabando a Dios y disfrutando de la estimación general del pueblo. Y cada día el Señor añadía al grupo los que iban siendo salvos».
Con unos cuantos versículos, podemos palpar la experiencia de Iglesia que vivían en el primer siglo. Una experiencia espiritual profunda de compartir, proyectando la Eucaristía más allá del momento de la celebración, haciéndonos ver que cada uno de los que participaba en la Fracción del Pan (como llamaban en ese entonces a la Misa), se transformaba en «Pan Partido» como Jesús. Un acontecimiento que es sólo fruto de la vida divina en nosotros. Sólo la vida de Dios en nosotros puede hacernos experimentar este ser pan partido para los demás.
Esta era la experiencia de vida de la Iglesia primitiva, una experiencia de vida donde Cristo era el centro de todo y de todos, donde Cristo era la vida misma de la Iglesia, donde Cristo era el todo de la Iglesia. Dicho ahora en términos subjetivos, era una Iglesia que vivía apasionadamente por Cristo, una Iglesia que tenía a Cristo como su primer amor, donde los afectos estaban puestos en su debido lugar y donde, en esa escala de valores y de amores y afectos, Cristo Eucaristía era el mayor afecto, el mayor valor en el corazón de los hermanos.
Pero, por otra parte, el libro del Apocalipsis del Apóstol san Juan, nos habla de una iglesia que quizá, poco tiempo después, comenzó a decaer, una iglesia que perdió su primer amor, su caridad inicial (Ap. 2,4), cuando el Señor le dice a la iglesia de Éfeso: «Recuerda por tanto de dónde has caído y arrepiéntete y vuelve a las primeras obras, vuelve al primer amor», para aquella iglesia, seguramente aquello sonaba a invitación a volver a algo que tuvieron y que habían perdido, porque la iglesia, en el principio, sí que lo tuvo.
A la luz de estos dos pasajes, quisiera que captáramos también nosotros, los hombres y las mujeres del tercer milenio, lejanos tal vez en el tiempo y el espacio de aquella iglesia, este mensaje de volver al primer amor, a ese amor ferviente de Jesús Eucaristía y llenar de fervor nuestras celebraciones eucarísticas con el mismo gozo de los primeros cristianos.
San Justino, quien fue un gran filósofo y mártir (muerto hacia 164), nos describe la celebración de la misa dominical en sus tiempos tal como la vio en Roma: «El día que se llama día del sol tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo. Se leen las memorias de los Apóstoles y los escritos de los Profetas. Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas. Luego nos levantamos y oramos por nosotros... y por todos los demás dondequiera que estén, a fin de que seamos hallados justos en nuestra vida y nuestras acciones y seamos fieles a los mandamientos para alcanzar la salvación eterna. Luego se lleva al que preside el pan y una copa con vino y agua mezclados. El que preside los toma y eleva alabanzas y gloria al Padre del universo, por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo, y da gracias largamente porque hayamos sido juzgados dignos de estos dones. Cuando el que preside ha hecho la acción de gracias y el pueblo ha respondido “amén”, los que entre nosotros se llaman diáconos distribuyen a todos los que están presentes el pan y el vino “eucaristizados”». (SAN JUSTINO, Carta a Antonino Pío, Emperador, año 155)
La celebración de la Eucaristía, y su prolongación en una vida de caridad fraterna, caracterizaban la vida interna de las comunidades cristianas, y constituían su eje vital. Esas comunidades, como es de suponerlo, estarían, –como las nuestras–, formadas por personas (por tanto imperfectas), pero que luchaban por mantener la fe, el culto y el amor fraterno para vivir así y testimoniar al mundo que Dios camina entre nosotros.
En la célebre «Carta a Diogneto», el autor, –desconocido hasta nuestros días–, nos cuenta que los cristianos no se distinguían de los demás hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres. Nos dice que no establecieron ciudades exclusivas suyas, ni usaban alguna lengua extraña, ni vivían un género de vida singular, sino un tenor de vida admirable y, por confesión de todos, extraordinario, Ponen mesa común, dice, y viven en la carne, pero no viven según la carne. Están sobre la tierra, pero su ciudadanía es la del cielo. Aman a todos. Son pobres, y enriquecen a muchos. (Cf. Carta a Diogneto, III “Los cristianos en el mundo”)
Es lo mismo que nosotros, los cristianos del tercer milenio podemos vivir al ser alimentados por Jesús Eucaristía, si nos dejamos transformar por Él. Todo alimento bueno fortalece y llena de energía; todo alimento bueno infunde al organismo lo que necesita. No dejemos de acercarnos a la Eucaristía Dominical y, si es posible, a misa diaria también. Allí, como los primeros cristianos, acompañados por María, seremos alimentados con el Pan de Vida que en nosotros construye la nueva civilización del amor.
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
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