miércoles, 24 de septiembre de 2025

Desde ayer, en este clima de ejercicios espirituales para sacerdotes, dirigidos por Don Carlos Santos, obispo auxiliar de Monterrey, un hombre profundamente enamorado de la Palabra de Dios que, con su sencillez, nos acerca en cada reflexión a la tarea de reformar nuestra vida para reestrenar la vocación y el ministerio sacerdotal y llevarla a metas más altas de santidad, he pensado mucho en el envío. De hecho ayer comentaba con él cómo Jesús, al enviar a predicar a los apóstoles, no es que se hubiera hecho de un gran equipo de hombres letrados o eruditos... Pedro lo había negado; Santiago y Juan querían solucionar un problema bajando fuego del cielo; Felipe no entendía mucho y había pedido a Nuestro Señor que le mostrara al Padre; Bartolomé, como buen «israelita», seguramente era más «cuadrado» que nada; Mateo tenía un trabajo poco digno, al colaborar con el imperio invasor... y así por el estilo. 

Hoy el Evangelio (Lc 9,1-6) nos refiere que estos hombres, elegidos por Él, conferidos de su Gracia, son enviados a predicar y a realizar signos en su Nombre. A pesar de ser como son, no necesitan más que la Gracia para su misión de ser constructores, anticipadores del Reino entre los hombres. Ciertamente la de ser enviados no es una misión fácil. Y menos en una época como la actual, marcada por un anhelo multicultural de vivir en la opulencia, en una búsqueda frenética de un confort que parece nunca satisfacerse. Las tentaciones, las falsas seguridades del poder o del dinero, se hacen presentes en medio del camino de los enviados, haciendo ver que sin cosas innecesarias que se presentan como del todo necesarias, no se puede evangelizar.

El ejemplo de los Doce, pecadores perdonados que hacen comunidad reconciliados y agradecidos, y que no hacen otra cosa que transmitir y compartir con sencillez su propia experiencia de haberse dejado alcanzar por Cristo nos debe animar, porque todos somos enviados participando de la apostolicidad de la Iglesia. La orden dada a los Doce al ser enviados, vale también, aunque de manera diversa, para todos los cristianos. No necesitamos más que la Gracia de Dios. «Te basta mi gracia» (2 Cor 12,9), le dijo el Señor a San Pablo. «Ni morral, ni comida, ni dinero...». A nosotros también nos envía el Señor a proclamar la Buena Nueva aprendiendo una de las características fundamentales de la comunidad creyente: la confianza en su Providencia. Dirijamos nuestra mirada hacia María Santísima, enviada a ser la Madre de la Iglesia, la Madre de los enviados con un corazón abierto a la confianza. ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

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