jueves, 17 de abril de 2025

HOMILÍA DEL MIÉRCOLES SANTO 2025


Hace unas horas, adelantándose al Jueves Santo por cuestiones prácticas, en la basílica de Nuestra Señora del Roble, la insigne patrona de nuestra arquidiócesis, el Señor arzobispo, acompañado de casi la totalidad del presbiterio que hemos renovado nuestro sí en el ministerio, ha consagrado los Óleos y el Crisma para este año. Cada año, algunas personas de nuestra comunidad, son enviados a recoger estos santos Óleos paras ser presentados en esta Eucaristía. Este hecho de ir a esta solemne celebración que a algunos les ha tocado para recoger estos benditos aceites, no es solamente un mero encargo de transporte exterior, ya que actualmente se podría resolver de otra manera —pidiéndolos por Amazon o Mercado Libre por ejemplo—. Se trata de un gesto que nos perpetúa el hecho de que somos comunidad sinodal y que, quienes traen y presentan los Óleos, nos recuerdan que somos servidores de la esperanza de la vida de Iglesia, poniéndonos todos al servicio de la unidad fraterna de la Iglesia, que se funda en su cabeza y vive de la fuerza que de ella procede. 

Junto a nuestro arzobispo, hemos recordado aquello que está formulado en las palabras de san Pablo: «Christi bonus odor sumus in omni loco» —somos fragancia de Cristo en todas partes— (2 Cor 2,15). Y es que ser miembros de la Iglesia no puede consistir en añadir un pequeño mundo de domingo a nuestro mundo de los días laborales, de estudio o de otras ocupaciones, o en algo que podemos construir en cualquier momentito de devoción de nuestra vida, sino que es un nuevo fundamento, es transformación que nos cambia llenándonos de esperanza. 

El signo del aceite consagrado que esta tarde recibimos en nuestra parroquia, se halla íntimamente unido al misterio de Jesucristo, pues este nombre —Χριστός (Christós)— significa el ungido. Por eso el óleo está presente en los sacramentos de la Iglesia: en la unción de los enfermos es medicina de Dios; en su aplicación antes del bautismo, como óleo de los catecúmenos, nos recuerda que el cristiano es una persona que se arma para la gran lucha de la vida en el drama de la historia. Los atletas que pisaba en la arena urgían su cuerpo con aceite con el fin de qué estuviese flexible, elástico, vigoroso, ágil, no reseco. La unción que después del bautismo se aplica con el Santo Crisma, así como en la confirmación y en la ordenación sacerdotal recuerda la unción de los sacerdotes de los profetas y de los sueños.

La comunidad cristiana contempla a Jesús el «Ungido» del Padre, en estos cánticos del Siervo de Yahvé que en estos días hemos escuchado como primera lectura. Su entrega hasta la muerte no es inútil: así cumple la misión que Dios, al ungirlo con el óleo de la salvación, le ha encomendado, al solidarizarse con toda la humanidad y su pecado.

En el evangelio leemos de nuevo la traición de Judas, esta vez según san Mateo, Precisamente cuando Jesús quiere celebrar la Pascua de despedida de los suyos, como signo entrañable de amistad y comunión, uno de ellos ya ha concertado la traición y las treinta monedas (el precio de un esclavo, según Ex 21,32). En puertas de celebrar el misterio de la Pascua del Señor, junto a la admiración contemplativa de su entrega podemos aprender su lección: reflejarnos bajo la mirada de María, en el Siervo de Isaías y sobre todo en Jesús, que cumple en plenitud el anuncio. ¿Nos sabemos discípulos–misioneros para llevar la unción de esperanza de Jesús a los demás?

Padre Alfredo.

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