martes, 15 de abril de 2025

HOMILÍA DEL DOMINGO DE RAMOS 2025


En este día, queridos hermanos, nos hemos unido, al inicio de nuestra celebración, a la muchedumbre de discípulos que, con alegría festiva, acompañaron al Señor en su entrada en Jerusalén. Como ellos, alabamos al Señor alzando la voz por todos los prodigios que hemos visto. La procesión ha querido ser, ante todo un gozoso testimonio que ofrecemos de Jesucristo, por quien se nos ha hecho visible el Rostro de Dios, y por quien el corazón de Dios se abre a todos nosotros. Esta procesión de Ramos es también una procesión de Cristo Rey: profesamos la realeza de Jesucristo, reconocemos a Jesús como el Hijo de David, el Rey de la paz y de la justicia de quien nos fiamos y a quien seguimos llenos de esperanza. Al seguirle a Él, nos llenamos de esperanza al servicio de la verdad y del amor como caminantes, como peregrinos en esta tierra que juntos, en sinodalidad, nos dirigimos hasta nuestra morada perpetua que es la Jerusalén celestial. 

 

El Domingo de Ramos es el gran pórtico que nos lleva a la Semana Santa, esta semana en la que el Señor Jesús se dirige hacia la culminación de su vida terrena. Él va a Jerusalén para cumplir las Escrituras y para ser colgado en la Cruz, el trono desde el cual reinará por los siglos, atrayendo a sí a la humanidad de todos los tiempos ofreciendo a todos el don de la redención. Sabemos por los evangelios que Jesús se había encaminado hacia Jerusalén con los doce, y que poco a poco se había ido sumado a ellos una multitud creciente de peregrinos como recordamos al inicio de nuestra celebración.

 

La liturgia de la palabra de este día, une a la procesión de los Ramos la lectura de la pasión de Nuestro Señor en el Evangelio, este año tomada de san Lucas. Y es que la esperanza de la entrada del Mesías está centrada, especialmente, en el auténtico gran «sí» que dará a la voluntad del Padre está marcada por la Cruz, ya que la Cruz es el auténtico árbol de la vida. No alcanzamos la vida apoderándonos de ella, sino dándola como la dio Cristo, esa es nuestra esperanza. El amor es la entrega de nosotros mismos y, por este motivo, en la esperanza, la vida auténtica queda simbolizada por la Cruz. Como pergerinos de esperanza —cosa que nos recuerda este año santo con el jubileo de la redención— con el signo de la Cruz, nos hacemos portadores de la paz. 

 

La Cruz se ha convertido, desde aquellos días de la pasión de Cristo, en el centro de nuestras vidas, en el símbolo que da sentido a nuestra esperanza. Hubo un período —y no ha quedado totalmente superado— en el que se rechazaba el cristianismo precisamente a causa de la Cruz, porque la Cruz habla de sacrificio y parece ser que para muchos, en un mundo marcado por la desesperanza y la instalación terrena en el confort, eso ha pasado de moda.

 

Que el Domingo de Ramos sea para nosotros un día de esperanza, el día de la decisión de acoger al Señor y de seguirlo hasta el final, la decisión de hacer de su Pascua de muerte y resurrección el sentido mismo de nuestra vida de cristianos. Pidámosle a María Santísima, que luego de aquella procesión no perdió la esperanza y acompañó a Jesús al pie de la Cruz, que abra nuestros corazones para que, siguiendo a su Hijo en la Cruz, nos convirtamos en auténticos peregrinos de esperanza. Amén. 


Padre Alfredo.

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