La historia de la unción en Betania parece, a primera vista, que corresponde al campo de lo anecdótico, pero va mucho más allá. Jesús compara lo que ocurre aquí con el embalsamamiento de los muertos, que era corriente entre los reyes y los potentados. Jesús ve en el rasgo o gesto de María la tentativa de asestar un golpe a la muerte. El reconoce ahí un esfuerzo que es esencial de todo amor: el comunicar la vida a los demás, la inmortalidad. Jesús habrá de morir, pero la pascua será su victoria, en ella Jesús se mostrará perpetuamente como el Cristo, como el «ungido» de Dios.
De esta manera, la acción de María que hemos contemplado en el Evangelio, sigue siendo algo permanente, algo simbólico y modélico, puesto que siempre debe existir el esfuerzo para mantener vivo a Cristo en este mundo y para oponerse a los poderes que le hacen enmudecer, que pretenden matarlo.
¿Pero cómo puede ocurrir esto? Por cada acción en nuestras vidas, que esté llena de esperanza. Una frase del evangelio puede dar, tal vez, más claridad a esta afirmación. Juan nos cuenta que, por la unción, toda la casa se llenó de la fragancia del perfume (Jn 12,3). Eso nos recuerda una frase de san Pablo: «Porque somos para Dios permanente olor de Cristo en los que se salvan» (2 Cor 2,15). La vieja idea pagana de que los sacrificios alimentan a los dioses con su buen olor, se halla aquí transformada en la idea de que la vida cristiana hace que el buen aroma de Cristo y la atmósfera de la verdadera vida se difunda en el mundo.
Esta escena, por lo tanto, a nosotros nos debe llenar de esperanza, esperanza en que, como María derramó el perfume en Cristo y todo se llenó de esa fragancia, nosotros también, con nuestro testimonio de una esperanza siempre viva, podemos inundar de la fragancia de Cristo nuestro entorno. ero también hay otro punto de vista. Junto a María, la servidora de la vida, se halla en el evangelio Judas, el cual se convierte en el cómplice de la muerte: respecto a Jesús, primeramente, y también, luego, respecto a sí mismo. Él, que ha perdido la esperanza auténtica o que tal vez nunca la cultivó como virtud, se opone a la unción, al gesto del amor que suministra la vida. A esa unción contrapone él el cálculo de la pura utilidad, el materialismo, el costo de aquella fina loción. Pero, detrás de eso, aparece algo más profundo: Judas no era capaz de escuchar efectivamente a Jesús, y de aprender de él una nueva concepción de la salvación del mundo y de Israel.
Él había acudido a Jesús con una esperanza bien determinada, pero una esperanza mundana, como la que tienen muchos y que ponen solamente en el hombre, en los falsos mesías de este mundo que prometen prosperidad, renombre, fama y poder; esta falsa esperanza le midió a él y por ella le negó. Así representa él no sólo el cálculo frente al desinterés del amor, sino también a la incapacidad de escuchar. «La casa se llenó con la fragancia del perfume» ¿sucede así con nosotros? ¿Exhalamos el olor del egoísmo de Judas, que es el instrumento de la muerte, o el aroma de la vida, que procede de la fe de María y lleva al amor?