domingo, 20 de abril de 2025

HOMILÍA DEL DOMINGO DE RESURRECCIÓN 2025

En este Domingo radiante de Vida, la Iglesia nos invita a participar del gozo de la Resurrección del Señor que aquí, en la parroquia, hemos celebrado desde anoche con la solemne Vigilia Pascual. En una celebración radiante de gozo, hemos pasado de la oscuridad a la Luz del Señor, del caos de este mundo al orden de la Nueva Creación que Dios ya introdujo en Jesucristo Resucitado. Con él, hemos pasado del hombre viejo destinado a la muerte al hombre nuevo, hecho para el Cielo. La Vigilia Pascual ha coronado nuestras vidas de la alegría de la Fe, la Esperanza y el Amor. Y es que no puede haber para el hombre alegría más profunda que la que en este día se proclama: la alegría de la Salvación. A estas horas, resuena, como el silbido de una luz vertiginosa, el eco, aún vivo, del anuncio de la Resurrección del Señor de anoche. Cristo ha resucitado y se ha aparecido. Es verdad, como dice el Evangelio, nosotros somos testigos de ello. Sin embargo, para poder gozar esta fiesta de la Resurrección, es necesario que nos vistamos con el traje de fiesta adecuado. Y ese traje de fiesta es la Fe, porque sin Fe, nos quedamos fuera de esta fiesta.

De los hombres y mujeres que conocieron a Jesús, sólo los que tuvieron fe en Él encontraron la alegría de la salvación. Para los otros, como para mucha gente de nuestros tiempos, las cosas no cambiaron. Sí, del mismo modo ocurre hoy: sólo por la fe, que recibimos en el Bautismo y compartimos en cada Misa, encontramos la alegría de la salvación... para muchos, incluso de los nuestros, este Domingo es igual a todos los demás... incluso puede que sea hasta un día triste, vacío, lleno de nostalgia y de un deseo ahogado de encontrarse con Dios. La Pascua que celebramos inaugura un tiempo de gozo muy especial, 50 días de fiesta con un prólogo maravilloso: La Octava de Pascua. Jesucristo ha resucitado como el Primero de muchos, para mostrarnos cual es la vida que nos espera y se nos ofrece si con esperanza, damos el paso de la fe.

Por la fe celebramos a Jesucristo, el Hombre Nuevo que nos renueva, a nosotros y a toda la Creación, inaugurando cielos nuevos y tierra nueva; y Jesús, el Señor, es ya la Cabeza de esta Nueva Creación. Por eso anoche hemos bendecido el fuego, la luz, el agua, y hemos renovado nuestras promesas bautismales: porque celebramos la nueva Vida que nos trae el mismo Dios hecho hombre. La Resurrección aniquila el poder de la muerte y la transforma sólo en un paso —amargo pero no definitivo—. La muerte se transforma en el último acto de amor y entrega del hombre a su Señor mientras somos peregrinos de esperanza en camino a la Resurrección con Cristo.

Ciertamente nosotros no hemos tenido oportunidad de ver a Jesús Resucitado. Pero Él mismo nos dice que son felices los que creen sin ver. Por eso el Señor no da, en primera instancia, pruebas en sentido estricto de la Resurrección, sino sólo signos: una tumba vacía, y ángeles que lo proclaman vivo... Por eso, nuestra única respuesta quiere ser la Fe... La fe del discípulo amado, que no vio a Jesús (Evangelio de hoy); vio las vendas caídas y el sepulcro vacío, y creyó en Jesús, al que más tarde vería... Al celebrar hoy llenos de alegría al Señor Resucitado, avivemos nuestra fe, acrecentemos nuestra esperanza con María, y dejemos que Cristo Resucitado renueve la fuerza de nuestro Amor.

AMÉN. ¡ALELUYA!

Padre Alfredo.

sábado, 19 de abril de 2025

HOMILÍA DE LA VIGILIA PASCUAL 2025

Jesús, queridos hermanos, no es un personaje del pasado. Él vive y, como ser viviente, camina delante de nosotros; nos llama a seguirlo a Él, el viviente, y a encontrar así también nosotros el camino de la vida.

«Ha resucitado..., no está aquí». Recalca el evangelista. Cuando Jesús habló por primera vez a los discípulos sobre la cruz y la resurrección, estos se preguntaban qué querría decir eso de «resucitar de entre los muertos» (Mc 9, 10). En Pascua nos alegramos porque Cristo no se ha quedado en el sepulcro, su cuerpo no ha conocido la corrupción; pertenece al mundo de los vivos, no al de los muertos; nos alegramos porque Él es —como proclamamos en el rito del cirio pascual— Alfa y Omega, y existe no sólo ayer, sino también hoy y por la eternidad (cf. Hb 13,8). Pero, ¿en qué consiste propiamente eso de «resucitar»? ¿Qué significa para nosotros? La resurrección de Cristo es el salto más decisivo hacia una dimensión totalmente nueva, que no se ha producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia.

Jesús ya no está en el sepulcro. Él pudo dejarse matar por amor, pero justamente así destruyó el carácter definitivo de la muerte, porque en Él estaba presente el carácter definitivo de la vida. Él era una cosa sola con la vida indestructible, de manera que ésta brotó de nuevo a través de la muerte. En la última Cena, Él anticipó la muerte y la transformó en el don de sí mismo. Su comunión existencial con el Padre misericordioso era concretamente una comunión existencial con el amor de Dios, y este amor es la verdadera potencia contra la muerte, es más fuerte que la muerte. La resurrección fue como un estallido de luz que inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, de manera transformada, y a través de la cual surge un mundo nuevo. No puedo dejar de imaginar el gozo de la Virgen santísima en el momento de ver a su Hijo resucitado.

Solamente podemos entender esto mediante la fe y el bautismo. Por eso el Bautismo es parte de la Vigilia pascual. El Bautismo significa precisamente que nuestra fe no es un asunto del pasado, sino un salto cualitativo de la historia universal que llega hasta cada uno de nosotros. Es realmente muerte y resurrección, renacimiento, transformación en una nueva vida. El gran estallido de la resurrección nos ha alcanzado en el Bautismo para mantenernos en este mundo como peregrinos de esperanza.

Ésta es la alegría de la Vigilia pascual. La resurrección no ha pasado, la resurrección nos ha alcanzado e impregnado. De este modo, llenos de gozo, hemos podido cantar una vez más el Pregón Pascual celebrando la resurrección como un acontecimiento cósmico, que comprende cielo y tierra, y asocia el uno con la otra. Y podemos proclamar también con este Pregón: «Cristo, tu Hijo, que se encarnó en el seno de María y a quien celebramos de una manera particular en este Año Santo de la Redención y en este año jubilar de nuestra parroquia, ha resucitado... brilla sereno para el linaje humano, y vive y reina glorioso por los siglos de los siglos». Amén.

Padre Alfredo.

viernes, 18 de abril de 2025

HOMILÍA DEL VIERNES SANTO 2025

Algunos de ustedes, que me conocen bien, saben que una de mis pasiones predilectas, junto a la lectura y al deporte, es la música. Cada Viernes Santo, en especial, recuerdo las grandes composiciones en torno a la pasión que escribió Juan Sebastián Bach. Estas pasiones que cantan la resurrección —todas terminan con la sepultura de Jesús—, pero que han sido compuestas gracias a la certeza de la Pascua, de esa certeza de la esperanza, que ni siquiera en la noche de la muerte se apaga. En contraste con esto, está la obra también titulada «La pasión» del compositor polaco Krystof Penderecki, apenas fallecido en el 2020 y en la que desaparece la tranquilidad de una comunidad de creyentes que vive de la Pascua y en su lugar se oyen los gritos atormentados de los presos de Auschwitz y en especial, los gemidos desesperados de los que mueren. Me parece que esta obra de Penderecki, retrata el Viernes Santo del siglo XX: el rostro del hombre infamado, escupido, roto por el hombre mismo. Desde las cámaras de gas de Auschwitz; desde las aldeas arrasadas con niños torturados en Vietnam; desde los suburbios llenos de miseria de la India, de Africa, de Latinoamérica; desde los campos de concentración comunistas; dese los rostros de los niños de Sierra Leona obligados a matar en la guerra civil... pero estamos ya en el siglo XXI y la pasión parece seguir siendo la misma y mucho más cercana: secuestros, violaciones, robos, asaltos, asesinatos, desapariciones.

El momento más terrible de la pasión de Jesús es ciertamente cuando exclama, en el más extremo sufrimiento de la cruz: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» Es una frase de un salmo, en el que Israel, doliente, torturado, despreciado a causa de su fe, le grita a su Dios a la cara su desgracia. Y este grito de oración todo su significado en la boca de aquel que es la misma cercanía salvífica de Dios entre los hombres. Si él se sabe abandonado de Dios, ¿dónde podremos encontrar a Dios? Hoy resuena en nuestros oídos el eco, redoblado, de este grito. Desde algunos barrios cercanos a nosotros, llenos de miseria, donde viven cientos y tal vez miles conciudadanos nuestros faltos de esperanza, se oye decir: ¿Dónde estás, Dios, tú que creaste un mundo en el que continuamente puedes observar cómo tus inocentes criaturas sufren terriblemente, que son conducidas como corderos al matadero y no pueden abrir la boca? Estos tonos, que se dan con demasiada frecuencia, no disminuyen en nada la autenticidad de la pregunta; en la hora actual parece que todos nos hallamos en aquel momento de la pasión de Jesús en que surge la exclamación: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?»

Debemos detenernos y contemplar que Jesús no constata la ausencia de Dios, sino que la transforma en oración. Si queremos integrar en el Viernes Santo de Jesús el Viernes Santo de nuestra sociedad actual, tenemos que integrar el grito angustiado de ésta en el de aquél, cambiarlo en una oración dirigida al Dios que, a pesar de todo, sigue estando cerca. La mayor parte de los que estamos aquí, no participamos de grandes horrores más que como espectadores. Hermanos: No es ninguna casualidad que la fe en Dios provenga de un rostro lleno de sangre y heridas, de un crucificado. Tomemos en serio estas palabras de Jesús, que nos amonestan precisamente en el Viernes Santo. Junto a la presencia real de Jesús en la Iglesia gracias a los sacramentos, en especial la Eucaristía, la celebración de hoy nos recuerda que hay otra presencia real de Jesús en los que sufren en este mundo, en los que él quiere que nosotros sepamos encontrarle. Dios quiera que nuestros ojos y nuestro corazón miren a la Dolorosa y que, en medio de cada Viernes Santo de la historia, recibamos el misterio pascual del Viernes Santo de Cristo y en él seamos salvados.

Padre Alfredo.

jueves, 17 de abril de 2025

HOMILÍA DEL JUEVES SANTO 2025


El Jueves Santo no es sólo el día de la Institución de la Santa Eucaristía, del sacramento del Orden y del mandamiento del amor. También forma parte del Jueves Santo la noche oscura del Monte de los Olivos, hacia la cual Jesús se dirige con sus discípulos. Es la noche en la que la soledad de Jesús que, orando en un cierto abandono, va al encuentro de la oscuridad de la muerte. Forma parte de este Jueves Santo la traición de Judas, de la que ya hemos hablado en estos días y el arresto de Jesús, así como también la negación de Pedro, la acusación ante el Sanedrín y la entrega a Pilato. En todo esto se lleva a cabo el misterio de nuestra Redención.

Durante el andar hacia estos momentos, el Señor Jesús ha cantado con sus Apóstoles los Salmos de la liberación y de la redención de Israel, que recuerdan la primera Pascua en Egipto, la noche de la liberación. Como él hacía con frecuencia, se va a orar solo para hablar como Hijo al Padre. Pero, a diferencia de lo acostumbrado, quiere cerciorarse de que estén cerca tres discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Son los tres que habían tenido la experiencia de su Transfiguración y que lo habían visto en el centro, entre la Ley y los Profetas, entre Moisés y Elías. Habían escuchado cómo hablaba con ellos de su «éxodo» en Jerusalén.

¿Qué aspecto tendría aquella noche el éxodo de Jesús, en el cual debía cumplirse definitivamente el sentido de aquel drama histórico? Este era el paso esencial para salir hacia la libertad y la vida nueva, hacia la que tiende el éxodo. Los discípulos, cuya cercanía quiso Jesús en esta hora de extrema tribulación, como elemento de apoyo humano, pronto se durmieron. 

Los evangelistas Mateo y Marcos dicen que en aquella noche Jesús «cayó rostro en tierra» (Mt 26,39; cf. Mc 14,35). San Lucas, en cambio, afirma que Jesús oraba arrodillado. En los Hechos de los Apóstoles, habla de los santos, que oraban de rodillas: Esteban durante su lapidación, Pedro en el contexto de la resurrección de un muerto, Pablo en el camino hacia el martirio. Los cristianos, al postrarnos o arrodillarnos, nos ponemos en comunión con la oración de Jesús en el Monte de los Olivos. Este momento de angustia mortal de Jesús es un elemento esencial en el proceso de la Redención. Por eso, la Carta a los Hebreos ha definido el combate de Jesús en el Monte de los Olivos como un acto sacerdotal. En esta oración de Jesús, impregnada de una angustia mortal, el Señor ejerce el oficio del sacerdote: toma sobre sí el pecado de la humanidad, a todos nosotros, y nos conduce al Padre, haciéndose así, modelo de todos los sacerdotes del mundo entero que hemos de ser «pan partido» como él, en la Eucaristía, para llenar de esperanza al mundo, amando sin medida, como él, hasta dar la vida si es necesario.

Me he querido detener, este año, en la oración del Monte de los Olivos, donde hace años pude yo también orar, porque creo que aquí cobra sentido el sacerdocio de Cristo, cobra sentido su abajarse para quedarse en la Eucaristía, cobra sentido la esperanza de que nos amemos unos a otros como él nos amó. Que la Virgen Madre, que seguramente vivió con intensidad estas horas, nos acompañe para que con ella, podamos acompañar a Jesús en esta noche de vela agradeciendo que se ha quedado en la Eucaristía y que nos ha dejado a los sacerdotes para hacerle presente y conducirnos en el amor.

Padre Alfredo.

HOMILÍA DEL MIÉRCOLES SANTO 2025


Hace unas horas, adelantándose al Jueves Santo por cuestiones prácticas, en la basílica de Nuestra Señora del Roble, la insigne patrona de nuestra arquidiócesis, el Señor arzobispo, acompañado de casi la totalidad del presbiterio que hemos renovado nuestro sí en el ministerio, ha consagrado los Óleos y el Crisma para este año. Cada año, algunas personas de nuestra comunidad, son enviados a recoger estos santos Óleos paras ser presentados en esta Eucaristía. Este hecho de ir a esta solemne celebración que a algunos les ha tocado para recoger estos benditos aceites, no es solamente un mero encargo de transporte exterior, ya que actualmente se podría resolver de otra manera —pidiéndolos por Amazon o Mercado Libre por ejemplo—. Se trata de un gesto que nos perpetúa el hecho de que somos comunidad sinodal y que, quienes traen y presentan los Óleos, nos recuerdan que somos servidores de la esperanza de la vida de Iglesia, poniéndonos todos al servicio de la unidad fraterna de la Iglesia, que se funda en su cabeza y vive de la fuerza que de ella procede. 

Junto a nuestro arzobispo, hemos recordado aquello que está formulado en las palabras de san Pablo: «Christi bonus odor sumus in omni loco» —somos fragancia de Cristo en todas partes— (2 Cor 2,15). Y es que ser miembros de la Iglesia no puede consistir en añadir un pequeño mundo de domingo a nuestro mundo de los días laborales, de estudio o de otras ocupaciones, o en algo que podemos construir en cualquier momentito de devoción de nuestra vida, sino que es un nuevo fundamento, es transformación que nos cambia llenándonos de esperanza. 

El signo del aceite consagrado que esta tarde recibimos en nuestra parroquia, se halla íntimamente unido al misterio de Jesucristo, pues este nombre —Χριστός (Christós)— significa el ungido. Por eso el óleo está presente en los sacramentos de la Iglesia: en la unción de los enfermos es medicina de Dios; en su aplicación antes del bautismo, como óleo de los catecúmenos, nos recuerda que el cristiano es una persona que se arma para la gran lucha de la vida en el drama de la historia. Los atletas que pisaba en la arena urgían su cuerpo con aceite con el fin de qué estuviese flexible, elástico, vigoroso, ágil, no reseco. La unción que después del bautismo se aplica con el Santo Crisma, así como en la confirmación y en la ordenación sacerdotal recuerda la unción de los sacerdotes de los profetas y de los sueños.

La comunidad cristiana contempla a Jesús el «Ungido» del Padre, en estos cánticos del Siervo de Yahvé que en estos días hemos escuchado como primera lectura. Su entrega hasta la muerte no es inútil: así cumple la misión que Dios, al ungirlo con el óleo de la salvación, le ha encomendado, al solidarizarse con toda la humanidad y su pecado.

En el evangelio leemos de nuevo la traición de Judas, esta vez según san Mateo, Precisamente cuando Jesús quiere celebrar la Pascua de despedida de los suyos, como signo entrañable de amistad y comunión, uno de ellos ya ha concertado la traición y las treinta monedas (el precio de un esclavo, según Ex 21,32). En puertas de celebrar el misterio de la Pascua del Señor, junto a la admiración contemplativa de su entrega podemos aprender su lección: reflejarnos bajo la mirada de María, en el Siervo de Isaías y sobre todo en Jesús, que cumple en plenitud el anuncio. ¿Nos sabemos discípulos–misioneros para llevar la unción de esperanza de Jesús a los demás?

Padre Alfredo.

miércoles, 16 de abril de 2025

HOMILÍA DEL MARTES SANTO 2025.

En estos últimos días de Cuaresma, antes del Triduo Pascual, las lecturas de la Misa nos introducen en los aspectos del Misterio Pascual que celebraremos en los próximos días.

Hoy la primera lectura, tomada del profeta Isaías (Is 49,1-6), nos regala uno de los más bellos poemas del Antiguo Testamento y en sí de toda la Escritura. Es el segundo canto del Siervo de Yahvé, hacia el final del libro también llamado «de la Consolación de Israel». Este Libro de la Consolación de Israel, que constituye la segunda parte del Libro de Isaías, fue compuesto durante la deportación a Babilonia, tras la destrucción del Templo, y anuncia ya la esperanza del retorno. Es un poema que describe el sufrimiento del Siervo de Yahvé, pero también canta su plena confianza en Dios. Es un poema cargado de esperanza.

El Papa Francisco, que nos ha dejado como tarea para este año santo no olvidar que somos peregrinos de esperanza, ha hablado varias veces de la esperanza, instándonos a mirar con nuevos ojos nuestra existencia, especialmente cuando pasamos por una dura prueba —como la que él pasa ahora con la enfermedad— y a mirarla a través de los ojos de Jesús, que es, como él lo llama «el autor de la esperanza», para que nos ayude a superar los días difíciles, con la certeza de que las tinieblas se convertirán en luz.

En cuanto al pasaje del Evangelio de Juan que acabamos de leer, describe la última cena de Pascua que Jesús tuvo con sus discípulos, un relato que se abre trágicamente con la mención de la traición de Jesús por Judas y que termina con la profecía del Señor sobre la negación de Pedro. Dos hombres que han fallado, como nosotros tantas veces, pero que nos muestran dos rostros muy diferentes, el primero marcado por la desesperanza y el segundo cargado luego de arrepentimiento para recobrar la esperanza que parecía haberse perdido

A lo largo de los Evangelios, y en particular en los relatos leídos en la Eucaristía de las últimas semanas, hemos visto crecer la oposición de los fariseos y de los sumos sacerdotes a Jesús y hemos visto su determinación de conducirlo a la muerte. Esto queda muy claro en el relato de la pasión. Ahora bien, lo que hace que este desenlace sea aún más trágico es que se logra a través de la traición de uno de los amigos más cercanos de Jesús, uno de sus doce Apóstoles, con el que celebra la fiesta de la Pascua dejándonos en claro que no basta estar «junto» a Jesús, sino sumergidos en él. Judas cedió miserablemente a una tentación del Maligno. Jesús lo había tratado como a un amigo (cf. Mt 26, 50), pero en sus invitaciones a seguirlo por el camino de las bienaventuranzas no lo forzó, respetando la libertad humana.

Las posibilidades de perversión del corazón humano son realmente muchas. El único modo de prevenirlas consiste en reclinarse en Jesús para sumergirse en él, asumiendo sus intereses como nuestros. Día tras día debemos esforzarnos por estar en plena comunión con él. Preparemos, pues, nuestros corazones para entrar en este Triduo Pascual, durante el cual recordaremos todo lo que Jesús tuvo que sufrir por nosotros, pero con la mirada llena de esperanza, puesta ya, con María, nuestra Madre santísima, en la gloria de su resurrección.

Padre Alfredo.

martes, 15 de abril de 2025

HOMILÍA DEL LUNES SANTO 2025

Lucas 7:36–50


La historia de la unción en Betania parece, a primera vista, que corresponde al campo de lo anecdótico, pero va mucho más allá. Jesús compara lo que ocurre aquí con el embalsamamiento de los muertos, que era corriente entre los reyes y los potentados. Jesús ve en el rasgo o gesto de María la tentativa de asestar un golpe a la muerte. El reconoce ahí un esfuerzo que es esencial de todo amor: el comunicar la vida a los demás, la inmortalidad. Jesús habrá de morir, pero la pascua será su victoria, en ella Jesús se mostrará perpetuamente como el Cristo, como el «ungido» de Dios.
 
De esta manera, la acción de María que hemos contemplado en el Evangelio, sigue siendo algo permanente, algo simbólico y modélico, puesto que siempre debe existir el esfuerzo para mantener vivo a Cristo en este mundo y para oponerse a los poderes que le hacen enmudecer, que pretenden matarlo.
 
¿Pero cómo puede ocurrir esto? Por cada acción en nuestras vidas, que esté llena de esperanza. Una frase del evangelio puede dar, tal vez, más claridad a esta afirmación. Juan nos cuenta que, por la unción, toda la casa se llenó de la fragancia del perfume (Jn 12,3). Eso nos recuerda una frase de san Pablo: «Porque somos para Dios permanente olor de Cristo en los que se salvan» (2 Cor 2,15). La vieja idea pagana de que los sacrificios alimentan a los dioses con su buen olor, se halla aquí transformada en la idea de que la vida cristiana hace que el buen aroma de Cristo y la atmósfera de la verdadera vida se difunda en el mundo. 
 
Esta escena, por lo tanto, a nosotros nos debe llenar de esperanza, esperanza en que, como María derramó el perfume en Cristo y todo se llenó de esa fragancia, nosotros también, con nuestro testimonio de una esperanza siempre viva, podemos inundar de la fragancia de Cristo nuestro entorno.  ero también hay otro punto de vista. Junto a María, la servidora de la vida, se halla en el evangelio Judas, el cual se convierte en el cómplice de la muerte: respecto a Jesús, primeramente, y también, luego, respecto a sí mismo. Él, que ha perdido la esperanza auténtica o que tal vez nunca la cultivó como virtud, se opone a la unción, al gesto del amor que suministra la vida. A esa unción contrapone él el cálculo de la pura utilidad, el materialismo, el costo de aquella fina loción. Pero, detrás de eso, aparece algo más profundo: Judas no era capaz de escuchar efectivamente a Jesús, y de aprender de él una nueva concepción de la salvación del mundo y de Israel.
 
Él había acudido a Jesús con una esperanza bien determinada, pero una esperanza mundana, como la que tienen muchos y que ponen solamente en el hombre, en los falsos mesías de este mundo que prometen prosperidad, renombre, fama y poder; esta falsa esperanza le midió a él y por ella le negó. Así representa él no sólo el cálculo frente al desinterés del amor, sino también a la incapacidad de escuchar. «La casa se llenó con la fragancia del perfume» ¿sucede así con nosotros? ¿Exhalamos el olor del egoísmo de Judas, que es el instrumento de la muerte, o el aroma de la vida, que procede de la fe de María y lleva al amor?

Que la Virgen del Rosario, nos recuerde que el aroma de Cristo debe impregnar todos los misterios que se entrecruzan en nuestra vida.

HOMILÍA DEL DOMINGO DE RAMOS 2025


En este día, queridos hermanos, nos hemos unido, al inicio de nuestra celebración, a la muchedumbre de discípulos que, con alegría festiva, acompañaron al Señor en su entrada en Jerusalén. Como ellos, alabamos al Señor alzando la voz por todos los prodigios que hemos visto. La procesión ha querido ser, ante todo un gozoso testimonio que ofrecemos de Jesucristo, por quien se nos ha hecho visible el Rostro de Dios, y por quien el corazón de Dios se abre a todos nosotros. Esta procesión de Ramos es también una procesión de Cristo Rey: profesamos la realeza de Jesucristo, reconocemos a Jesús como el Hijo de David, el Rey de la paz y de la justicia de quien nos fiamos y a quien seguimos llenos de esperanza. Al seguirle a Él, nos llenamos de esperanza al servicio de la verdad y del amor como caminantes, como peregrinos en esta tierra que juntos, en sinodalidad, nos dirigimos hasta nuestra morada perpetua que es la Jerusalén celestial. 

 

El Domingo de Ramos es el gran pórtico que nos lleva a la Semana Santa, esta semana en la que el Señor Jesús se dirige hacia la culminación de su vida terrena. Él va a Jerusalén para cumplir las Escrituras y para ser colgado en la Cruz, el trono desde el cual reinará por los siglos, atrayendo a sí a la humanidad de todos los tiempos ofreciendo a todos el don de la redención. Sabemos por los evangelios que Jesús se había encaminado hacia Jerusalén con los doce, y que poco a poco se había ido sumado a ellos una multitud creciente de peregrinos como recordamos al inicio de nuestra celebración.

 

La liturgia de la palabra de este día, une a la procesión de los Ramos la lectura de la pasión de Nuestro Señor en el Evangelio, este año tomada de san Lucas. Y es que la esperanza de la entrada del Mesías está centrada, especialmente, en el auténtico gran «sí» que dará a la voluntad del Padre está marcada por la Cruz, ya que la Cruz es el auténtico árbol de la vida. No alcanzamos la vida apoderándonos de ella, sino dándola como la dio Cristo, esa es nuestra esperanza. El amor es la entrega de nosotros mismos y, por este motivo, en la esperanza, la vida auténtica queda simbolizada por la Cruz. Como pergerinos de esperanza —cosa que nos recuerda este año santo con el jubileo de la redención— con el signo de la Cruz, nos hacemos portadores de la paz. 

 

La Cruz se ha convertido, desde aquellos días de la pasión de Cristo, en el centro de nuestras vidas, en el símbolo que da sentido a nuestra esperanza. Hubo un período —y no ha quedado totalmente superado— en el que se rechazaba el cristianismo precisamente a causa de la Cruz, porque la Cruz habla de sacrificio y parece ser que para muchos, en un mundo marcado por la desesperanza y la instalación terrena en el confort, eso ha pasado de moda.

 

Que el Domingo de Ramos sea para nosotros un día de esperanza, el día de la decisión de acoger al Señor y de seguirlo hasta el final, la decisión de hacer de su Pascua de muerte y resurrección el sentido mismo de nuestra vida de cristianos. Pidámosle a María Santísima, que luego de aquella procesión no perdió la esperanza y acompañó a Jesús al pie de la Cruz, que abra nuestros corazones para que, siguiendo a su Hijo en la Cruz, nos convirtamos en auténticos peregrinos de esperanza. Amén. 


Padre Alfredo.