Ayer se concluyó, con la Fiesta de la Presentación del Señor, el año dedicado a la Vida Consagrada. El Papa Francisco celebró la Santa Misa de Clausura en la majestuosa Basílica de San Pedro que lució literalmente abarrotada, al grado de que, al final, el Santo Padre saludó con un bellísimo mensaje improvisado a los cientos y cientos de consagrados que permanecieron afuera de la Basílica participando en la Misa.
El Papa Francisco, cuando convocó el año de la Vida Consagrada, dijo que quería «reproponer a toda la Iglesia la belleza y la preciosidad de esta peculiar forma de sequela Christi (seguimiento de Cristo), representada por todos los que han decidido dejarlo todo para imitar a Cristo más de cerca mediante la profesión de los consejos evangélicos».
Y así, con la llamada: «Despierten al mundo, ilumínelo con su testimonio profético y contracorriente», el Papa ha dejado resonar tres palabras programáticas que, durante todo este año, de manera particular, han encontrado cabida en el corazón de tantos que, dejándolo todo, han querido seguir al Señor de una manera más cercana y comprometedora: «Evangelio», «profecía» y «esperanza». Tres palabras que se entrelazaron con otras tres, expresadas en los documentos del magisterio que acompañaron este andar: «Alegrarse», «escrutad» y «contemplad».
El año de la vida consagrada, en primer lugar, ha invitado a quienes han elegido este tipo de vida, a que muestren a todos que, seguir a Cristo y poner en práctica su Evangelio, es algo que llena el corazón de alegría. Por eso, desde el inicio del año el Papa pedía que todo consagrado contagie de esta alegría a los que le rodean.
En segundo lugar, el año de la vida consagrada reanimó a los consagrados a «ser valientes» como profetas de nuestros tiempos. De este modo, el Año de la vida consagrada ayudó a que el mundo vea que, quien se siente amado por el Señor sabe poner en Él toda su confianza. «Con la fuerza del Espíritu Santo que los acompaña, vayan por los caminos del mundo y muestren el poder innovador del Evangelio, que puesto en práctica, realiza también hoy maravillas y puede dar respuesta a todos los interrogantes del hombre», fueron palabras claras y comprometedoras que brotaron de los labios del Santo Padre y se han quedado en el interior de los llamados a este seguimiento de Cristo.
Y finalmente, este año, ha lanzado a los todos los consagrados del mundo el reto de «ser hombres y mujeres de comunión». Al respecto, el Año de la vida consagrada recuerda que mostrar la fraternidad universal no es una utopía, sino el signo mismo de Jesús por toda la humanidad y que ha quedado plasmado en los consagrados.
El don de año de la vida consagrada ha recordado que cada consagrado es y hace misión, una misión llena de esperanza en un mundo nuevo, que puede ser transformado al ser tocado por la misericordia de quienes han decidido seguir e imitar al Señor más de cerca. El año de la vida consagrada ha venido a poner en movimiento y ha señalado un camino: «volver a Jesucristo, a su Palabra, al Evangelio de la alegría». Este año ha venido a romper miedos, a dejarse conducir por el resucitado, que espera tanto de los consagrados para impulsar la vida de fe en todas partes.
El Papa, la iglesia y el mundo entero, al final del año de la vida consagrada, pueden estar seguros de que cuentan con los consagrados, cuya responsabilidad es grande, no detenerse en el camino de la conversión para vivir el presente con pasión y abrirse al futuro con esperanza, haciendo presente y cercano un Dios capaz de saciar la sed del corazón, que puede llenar de sentido la vida.
En cada consagrado y consagrada, ha quedado clara la tarea de prolongar la humanidad de Jesús, sobre todo al contemplar la necesidad y el sufrimiento de la gente. La vida consagrada tiene un rostro universal y está encarnada como servicio a los hermanos, se pone a caminar al lado de ellos y permanece, aunque eso suponga perder la vida. El testimonio de tantos consagrados en el mundo consiste en que en los gestos, en las obras, en las palabras de cada uno y de cada una, y en cada comunidad, emerge el otro, el Señor. El testimonio, como eje de la misión de la Iglesia, se ha consolidado, en el año de la vida consagrada, para cada consagrado, en un vivir la propia humanidad como teofanía, como revelación de la vida de Cristo, a la manera en que vivió cada fundador y cada fundadora.
En un tiempo en el que el mundo se ha hundido en una crisis muy grave, los consagrados han visto que deben presentar una propuesta convincente que pueda atraer la atención de tantos jóvenes contemporáneos y se haga invitación para seguir a Cristo; porque la crisis de valores y de identidad que se extiende por el mundo, toca también a la Iglesia en la tentación del individualismo decaído en un subjetivismo exasperado que hace que los jovencitos, al llegar a la edad de la elección, se pierdan entre tantas y tan atractivas propuestas que hacen a un lado al Señor y su reino. Nunca como hoy debe ser la hora de las mujeres y los hombres consagrados que viven una vida recibida como don que puede contagiar a otros con el solo testimonio de vida de comunidad y no en la autoreferencialidad, sino en el seguimiento desinteresado de Aquel que vivió casto, pobre y obediente.
Sí, el año de la vida consagrada nos ha dejado hombres y mujeres convencidos de que el seguimiento de Cristo mantiene despierto y lleva a despertar al mundo. Es hora de despertarnos todos, de tener la valentía de María, la mujer que consagró totalmente su vida al Señor en la alegre entrega de un "sí", la mujer que escrutando su corazón, supo guardar allí un tesoro valioso y, contemplando el rostro del Señor, supo decirnos: "hagan lo que él les diga".
En la Misa de clausura, en la que pudimos concelebrar un buen número de sacerdotes, entre ellos el padre Pepe y yo, y en donde el prefecto de la Congregación agradeció al Santo Padre el regalo de este año, el Papa Francisco, en la homilía, y en el mensaje improvisado el final, dejó pautas, porque el Año de la Vida Consagrada ha terminado, pro la tarea de hacer vida todo esto ha empezado. Estas son algunas de sus palabras:
''Ante nuestros ojos hay algo sencillo, humilde y grande: María y José llevan a Jesús al templo de Jerusalén. Es un niño como tantos... Este Niño nos trae la misericordia y la ternura de Dios: Jesús es el rostro de la Misericordia del Padre. Y éste es el icono que el Evangelio nos presenta al final del Año de la Vida Consagrada... que ahora como un rÍo, confluye ahora en el mar de la misericordia, en este inmenso misterio de amor que estamos experimentando con el Jubileo extraordinario''.
''Simeón y Ana son la espera y la profecía, Jesús es la novedad y el cumplimiento: Él es la perenne sorpresa de Dios; en este Niño nacido para todos se encuentran el pasado, hecho de memoria y de promesa, y el futuro, lleno de esperanza''.
''Los consagrados y las consagradas están llamados, ante todo, a ser hombres y mujeres del encuentro. La vocación... no es el resultado de un proyecto nuestro... sino de una gracia del Señor que nos alcanza, a través de un encuentro que cambia la vida. Quien verdaderamente encuentra a Jesús no puede permanecer igual que antes...Quien vive este encuentro se convierte en testimonio y hace posible el encuentro para los otros; y también se hace promotor de la cultura del encuentro, evitando la autoreferencialidad que nos hace encerrarnos en nosotros mismos''.
''El Evangelio también nos dice que... «su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él»… José y María custodian el estupor por este encuentro lleno de luz y de esperanza para todos los pueblos. Y también nosotros, como cristianos y como personas consagradas, somos custodios del estupor. Un estupor que pide ser renovado siempre...¡Ay, de la costumbre en la vida espiritual! ¡Ay, de cristalizar nuestros carismas en una doctrina abstracta!: Los carismas de los fundadores no son para encerrarlos en una botella, no son piezas de museo. Nuestros fundadores fueron movidos por el Espíritu y no tuvieron miedo de ensuciarse las manos con la vida cotidiana, con los problemas de la gente, recorriendo con coraje las periferias geográficas y existenciales''.
''De la fiesta de hoy aprendemos a vivir la gratitud por el encuentro con Jesús y por el don de la vocación a la vida consagrada. Agradecer, acción de gracias: Eucaristía. Que bonito es encontrar el rostro feliz de personas consagradas, quizás ya ancianos como Simeón o Ana, felices y llenas de gratitud por la propia vocación. Esta es una palabra que puede sintetizar todo aquello que hemos vivido en este Año de la Vida Consagrada: gratitud por el don del Espíritu Santo, que anima siempre a la Iglesia a través de los diversos carismas''.
''Gracias por terminar así, todos juntos, este Año de la Vida Consagrada. Seguid adelante. Cada uno de nosotros tiene un lugar, tiene una tarea en la Iglesia. Por favor no os olvidéis de la primera vocación, de la primera llamada. Recordadlo: El Señor continúa llamándoos hoy con el mismo amor. ¡Que no disminuya la belleza y el estupor de la primera llamada! Y después seguid trabajando... Siempre hay algo que hacer. Lo principal es rezar, el meollo de la vida consagrada es la oración. Rezar. Y así envejecer, pero envejecer como el buen vino.''
''Os digo también que a mí me gusta tanto encontrar a esos religiosos, a esas religiosas ancianos, pero con los ojos brillantes porque tienen el fuego de la vida espiritual encendido. No se ha apagado ese fuego... Seguid trabajando y mirad al mañana con esperanza, pidiendo siempre al Señor que nos mande vocaciones, para que nuestra obra de consagración siga adelante. Y la memoria: no os olvidéis de la primera llamada; el trabajo de todos los días ? y la esperanza de seguir adelante y de sembrar bien para que los que vengan después de nosotros reciban la herencia que les dejamos''.
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
MISA DE CLAUSURA DEL AÑO DE LA VIDA CONSAGRADA:
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