viernes, 18 de abril de 2014

LAS SIETE PALABRAS...

INTRODUCCIÓN:

Los evangelistas nos han consignado en sus escritos inspirados, las solemnes afirmaciones de Jesús en la Cruz. La tarea que al respecto tenemos nosotros, como discípulos-misioneros de nuestra época, es hacer memoria de esta herencia que recibimos en el Evangelio, para meditar en lo que Cristo nos quiere decir con cada una de estas palabras que pronunció en la Cruz. Les invito a ir al testimonio de estos evangelistas, que, por ellos mismos o a través de otros, que convivieron con nuestro Redentor, nos comparten en este y otros temas, la experiencia viva de Cristo, la Palabra de la vida, lo que vieron con sus ojos, lo que escucharon con sus oídos y lo que tocaron con sus manos (1 Jn 1,1).

Las Siete Palabras, pues, están tomadas de los relatos de los cuatro evangelistas y declaran breve y profundamente quién fue Jesús en el momento de su agonía y de su meurte, pero también nos dicen quién es Él en su vida. Estas «Siete Palabras» son palabras de vida para el hombre y la mujer de todos los tiempos.

Los evangelistas las presentan de esta manera:

San Lucas describe tres palabras del Maestro de Nazaret, las dos primeras y también la última. La intención del este evangelista consiste en mostrarnos que Jesús es el Camino de la misericordia (Lc 23, 34. 43. 46).

San Mateo y San Marcos nos describen la cuarta afirmación o palabra de Jesús en la cruz, realizando una relectura del Salmo 22. Una oración de confianza expresada por el Hijo a su Padre (Mt 27, 46; Mc 15, 33).

San Juan culmina la relación sinóptica, sobre este asunto de las palabras de Jesús en la Cruz, con la quinta y la sexta palabra (Jn 19, 28; 19, 30).

Ahora vayamos a cada una de estas palabras para ver lo que el Señor nos dice detrás de cada una de stas frases cortas y sumamente expresivas:

  
PRIMERA PALABRA
«PADRE, PERDÓNALES, PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN»
(Lc.23,34)

Según la narración de san Lucas, ésta es la primera Palabra pronunciada por Jesús en la Cruz. El Señor se ve envuelto en un mar de insultos, de burlas y de blasfemias. Se mofan de Él diciendo: “Si eres hijo de Dios, baja de la Cruz y creeremos en ti” (Mt .27,42). “Ha puesto su confianza en Dios, que Él lo libre ahora” (Mt.27,43).

Nuestra sociedad actual está  retratada en los personajes. «Me dejarán sólo», había dicho Jesús a sus amigos. Está solo, entre el Cielo y la tierra, sin siquiera el consuelo de morir con un poco de dignidad. Jesús, desde la Cruz, no sólo perdona, sino que pide el perdón de su Padre para los que lo han entregado a la muerte.

Para Judas, que lo ha vendido. Para Pedro que lo ha negado. Para los que han gritado que lo crucificaran, para los que allí se están burlando.
Así también pide ese perdón para todos nosotros. Para todos los que hoy, con nuestros pecados, somos el origen de su condena y crucifixión.

Jesús, en medio de aquel sufrimiento insoportable no se centró en su propia experiencia de dolor, en la injusticia que sufría, sino que sumergió en su oración todas nuestras traiciones. Pide perdón, porque el amor todo lo excusa y todo lo soporta… (1 Cor. 13).


SEGUNDA PALABRA
«TE LO ASEGURO: HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO»
(Lc.23, 43)

En el Calvario había otras dos cruces. El Evangelio dice que, junto a Jesús, fueron crucificados dos malhechores. (Lc. 23,32) y, como dice San Agustín, aunque para los tres la pena era la misma, cada uno moría por una causa distinta. Uno de los malhechores blasfemaba diciendo: “¿No eres Tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros!” (Lc. 23,39). Desesperado, como muchos de los que hoy niegan a Cristo, había oído a quienes insultaban a Jesús. Había podido leer ese título que habían escrito sobre la Cruz: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”.

El otro malhechor era un hombre que se quedó impresionado al ver cómo era Jesús. Lo vio lleno de paz, de esa paz que el mundo de hoy busca y no sabe en dónde está. Aquel hombre descubrió enseguida en Aquel a quien le había oído pedir perdón a su Padre para los que le ofendían.

Dimas, el buen ladrón —como lo conocemos— hace una súplica, sencilla, pero llena de vida: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. Se acordó de improviso que había un Dios al que se podía pedir paz, como los pobres pedían pan a la puerta de los señores. ¡Cuántas súplicas hace nuestra sociedad actual a los dirigentes de hoy, y qué pocas le hace a Dios!

Y Jesús, que no pronunció palabra alguna cuando el otro malhechor le injuriaba, volvió la cabeza para decirle: “Te lo aseguro. Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Le promete el Paraíso para aquel mismo día. El mismo Paraíso que ofrece a todo hombre que cree en El. Lo más grande que puede poseer un hombre, una mujer, es compartir su existencia con Jesucristo. Hemos sido creados para vivir en comunión con él. Dice san Alfonso María de Ligorio decía: “El corazón humano es el paraíso de Dios” y lo más hermoso que el hombre y la mujer de nuestros tiempos y de todos los tiempos es escuchar de Jesús palabras como estás: «Yo te amo y quiero que estés conmigo para siempre. Te quiero conmigo en el paraíso».


TERCERA PALABRA
«MUJER, AHÍ TIENES A TU HIJO”. “AHÍ TIENES A TU MADRE»
 (Jn. 19, 26)

Junto a la Cruz estaba María, su Madre. La presencia de la Virgen junto a la Cruz fue para Jesús motivo de alivio, pero también de dolor. Ella, su Madre, la mujer maravillosa que era el primer fruto de la Salvación traída por el Mesías, Corredentora, compañera en la redención.

Jesús y María vivieron en la Cruz el mismo drama de muchas de nuestras familias de hoy, de tantas madres e hijos, reunidos a la hora de la muerte. ¡Después de largos períodos de separación, por razones de trabajo, de enfermedad, de labores misioneras en la Iglesia, o por azares de la vida… cuantas madres e hijos se encuentran de nuevo en la muerte de uno de ellos!

Al ver Jesús a su Madre, recordó seguramente que sobre sus rodillas aprendió el shema, la primera oración con que un niño judío invocaba a Dios; recordó que tomado de su mano, había ido muchas veces a la Pascua de Jerusalén con José… Habían hablado tantas veces en aquellos años de Nazaret, que el uno conocía todas las intimidades del otro. ¿De quién había aprendido Cristo a conocer la voluntad de su Padre? ¿De quién adquirió un corazón tan compasivo? ¿Quién le enseño a ir en busca de la oveja perdida?

Treinta y tres años antes, María había subido un día al Templo, con su Hijo entre los brazos, para ofrecérselo al Señor, cuando de labios de un anciano sacerdote escuchó aquellas palabras: “Una espada te atravesará el alma”. En la Cruz se estaba cumpliendo aquella lejana profecía. Jesús, desde la Cruz, le va a confiar a María una nueva maternidad. Dios la eligió desde siempre para ser Madre de Jesús, pero también para ser Madre de los hombres.


CUARTA PALABRA
«DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO»
 (Mt.27,46)

Son casi las tres de la tarde en el Calvario y los ojos de Cristo están borrosos de sangre y sudor. En este momento, incorporándose como puede, grita: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

No había gritado en el huerto de los Olivos, cuando sus venas reventaron por la tensión que vivía y solamente exclamó: «Padre mío, si es posible aparta de mí este cáliz». No había gritado en la flagelación, ni cuando le colocaron la corona de espinas, aunque había dicho: «Me muero de tristeza». Ni siquiera lo había hecho en el momento en que le clavaron a la Cruz. Jesús grita ahora. Jesús, el Hijo único, aquel a quien el Padre en el Jordán y en el Tabor había llamado: «Mi Hijo único», «Mi Predilecto», «Mi amado», Jesús en la Cruz se siente abandonado de su Padre.

¿Qué misterio es éste? ¿Cuál es el misterio de Jesús Abandonado, que dirigiéndose a su Padre, no le llama «Padre», como siempre lo había hecho, sino que le pregunta, como un niño impotente, que por qué le ha abandonado? ¿Quién está con Él ahora? ¿En quién puede encontrar fuerzas?

Hay que contemplar todo el misterio tremendo, y a la vez inmensamente grande, que Jesús vive en este momento que para Él es el más doloroso de toda la Redención. El verdadero drama de la Pasión Jesús lo vivió en este abandono de su Padre. Y si la Pasión de Jesús, el Hijo bendito del Padre, es el misterio que no tiene nombre, no lo es simplemente por los azotes, ni por la sangre derramada, ni por la agonía o por la asfixia, sino porque nos hace entrar en el misterio de Dios.

Y en este abandono de Jesús, los hombres y mujeres de todos los tiempos tenemos que decubrir el inmenso amor que Jesús tuvo por cada uno y hasta dónde fue capaz de llegar por amor a su Padre y cada uno de nosotros, sus hermanos. Escuchamos palabras de un moribundo, pero a fin de cuentas, palabras que nos invitan a vivir, aún sintiéndonos solos o abandonados diciendo: «Dios mío, Dios mío» sabiéndonos posesión suya.


QUINTA PALABRA
«TENGO SED»
(Jn.19,28)

Uno de los más terribles tormentos de los crucificados era la sed. La deshidratación que sufrían, debida a la pérdida de sangre, era un martirio durísimo. Y Jesús, por lo que sabemos, no había bebido desde la tarde anterior. No es extraño que tuviera sed; lo extraño es que lo dijera.

La sed que experimentó nuestro Redentor en la Cruz fue una sed física. Expresó en aquel momento estar necesitado de algo tan elemental como es el agua. Y pidió, «por favor», un poco de agua, como hace cualquier enfermo o moribundo. Jesús se hace así solidario con todos quellos que, pequeños o grandes, sanos o enfermos, que necesitan y piden un poco de agua.

Al meditar en esta quinta palabra no podemos olvidar el detalle que señala San Juan: “Jesús dijo: «Tengo sed» para que se cumpliera la Escritura”, dice San Juan (Jn.19,28). Jesús habló en esta quinta Palabra de «su sed». Esa sed que vive aún Él como Redentor. Jesús sigue pidiendo hoy una bebida distinta del agua o del vinagre que le dieron. Poco más de dos años antes, Él se había encontrado junto al pozo de Sicar con la Samaritana, a la que había dicho «Dame de beber». Hoy Él sigue pidiendo no agua de pozo. Él está sediento de nuestra conversión. Ahora, casi tres años después, San Juan, el mismo que relata este pasaje, quiere hacernos ver que Jesús tiene otra clase de sed. “La sed del cuerpo, con ser grande —decía Santa Catalina de Siena— es limitada. La sed espiritual es infinita”.

Jesús tiene sed de que todos recibamos la vida abundante que Él había merecido. Su sed siempre seguirá siendo una sed de nuestras almas, de nuestra salvación, de nuestra plenitud, para que recibamos su amor y le amemos con todo el corazón. “Que todos te conozcan y te amen, es la única recompensa que quiero” exclamaba la beata María Inés Teresa.


SEXTA PALABRA
«TODO ESTÁ CONSUMADO»
(Jn. 19, 30)

Estas palabras no son las de un hombre acabado, son palabras que manifiestan la conciencia del Redentor, de haber cumplido hasta el final la obra para la que fue enviado al mundo: dar la vida por la salvación de todos los hombres. Jesús ha cumplido todo lo que debía hacer. Vino a la tierra para cumplir la voluntad de su Padre. Y la ha realizado hasta los últimos momentos.

Su Padre le había pedido que anunciara a los hombres la pobreza, y nació en Belén, pobre. Le había pedido que anunciara el trabajo y vivió treinta años trabajando en Nazaret. Le había pedido que anunciara el Reino de Dios y dedicó los tres últimos años de su vida a enseñarnos el milagro de ese Reino, que es el corazón de Dios.

La muerte de Jesús fue una muerte joven; pero no fue una muerte ni una vida malograda. Y ahora Jesús se abandona en las manos de su Padre porque Él no tuvo ningún miedo de amarle en plenitud.

Antes de Cristo, sabíamos que Dios era el Creador del mundo. Sabíamos que era Infinito y todopoderoso, pero no sabíamos hasta qué punto Dios nos amaba. Hasta qué punto Dios es«Padre». Y Jesús sabe que va a descansar al corazón de ese Padre, de ese Padre a quien nosotros también queremos cumplirle en todo para complacerle. ¿Qué significado tendrían hoy en día en los labios de cada uno y de cada una de los seguidores y seguidoras de Cristo, esas mismas palabras: «Todo está consumado»


SÉPTIMA PALABRA
«PADRE, EN TUS MANOS PONGO MI ESPÍRITU»
(Luc. 23,46)

Cristo no tiene miedo en absoluto a la muerte, porque sabe que le espera el amor infinito de Su Padre. Durante tres años se lanzó por los caminos y por las sinagogas, por las ciudades y por las montañas, para gritar y proclamar que Aquel, a quien en la historia de Israel se le llamaba «Él», «Elohim», «El Eterno», «El sin nombre», sin dejar de ser aquello… era Su Padre. Y también, nuestro Padre.

El hecho de que nuestro Padre Dios tenga más de seis mil millones de hijos en el mundo, no impide que a cada uno de nosotros nos mire como a un hijo único con los mismos ojos con que vió a Jesús, si Hijo muy amado. En las mismas manos que sostiene el mundo, en esas mismas manos lleva escrito nuestro nombre, mi nombre.

Los seres humanos pasamos la mayor parte de la vida tratando de controlar todo. Y a través de los años, cuánto tiempo nos lleva reconocer nuestras necesidades, nuestros límites, soltar lo que necesitamos soltar, someternos, ceder, aceptar, confiar…


En las manos de ese Padre que Jesús conocía y amaba tan entrañablemente, es donde El puso su espíritu y donde nosotros debemos dejarlo todo. Hermosas y comprometedores palabras pronunciadas a punto de morir. Ojalá sean también las últimas palabras de nuestra existencia: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

Alfredo Delgado, M.C.I.U.

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