INTRODUCCIÓN:
Los evangelistas nos han consignado en sus
escritos inspirados, las solemnes afirmaciones de Jesús en la Cruz. La tarea
que al respecto tenemos nosotros, como discípulos-misioneros de nuestra época,
es hacer memoria de esta herencia que recibimos en el Evangelio, para meditar
en lo que Cristo nos quiere decir con cada una de estas palabras que pronunció
en la Cruz. Les invito a ir al testimonio de estos evangelistas, que, por ellos
mismos o a través de otros, que convivieron con nuestro Redentor, nos comparten
en este y otros temas, la experiencia viva de Cristo, la Palabra de la vida, lo
que vieron con sus ojos, lo que escucharon con sus oídos y lo que tocaron con
sus manos (1 Jn 1,1).
Las Siete Palabras, pues, están tomadas de
los relatos de los cuatro evangelistas y declaran breve y profundamente quién
fue Jesús en el momento de su agonía y de su meurte, pero también nos dicen
quién es Él en su vida. Estas «Siete Palabras» son palabras de vida para el
hombre y la mujer de todos los tiempos.
Los evangelistas las presentan de esta
manera:
San Lucas describe tres palabras del
Maestro de Nazaret, las dos primeras y también la última. La intención del este
evangelista consiste en mostrarnos que Jesús es el Camino de la misericordia
(Lc 23, 34. 43. 46).
San Mateo y San Marcos nos describen la
cuarta afirmación o palabra de Jesús en la cruz, realizando una relectura del
Salmo 22. Una oración de confianza expresada por el Hijo a su Padre (Mt 27, 46;
Mc 15, 33).
San Juan culmina la relación sinóptica,
sobre este asunto de las palabras de Jesús en la Cruz, con la quinta y la sexta
palabra (Jn 19, 28; 19, 30).
Ahora vayamos a cada una de estas palabras
para ver lo que el Señor nos dice detrás de cada una de stas frases cortas y
sumamente expresivas:
PRIMERA PALABRA
«PADRE, PERDÓNALES, PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN»
(Lc.23,34)
Según la narración de san Lucas, ésta es la
primera Palabra pronunciada por Jesús en la Cruz. El Señor se ve envuelto en un
mar de insultos, de burlas y de blasfemias. Se mofan de Él diciendo: “Si eres
hijo de Dios, baja de la Cruz y creeremos en ti” (Mt .27,42). “Ha puesto su
confianza en Dios, que Él lo libre ahora” (Mt.27,43).
Nuestra sociedad actual está retratada en los personajes. «Me dejarán sólo»,
había dicho Jesús a sus amigos. Está solo, entre el Cielo y la tierra, sin
siquiera el consuelo de morir con un poco de dignidad. Jesús, desde la Cruz, no
sólo perdona, sino que pide el perdón de su Padre para los que lo han entregado
a la muerte.
Para Judas, que lo ha vendido. Para Pedro
que lo ha negado. Para los que han gritado que lo crucificaran, para los que
allí se están burlando.
Así también pide ese perdón para todos
nosotros. Para todos los que hoy, con nuestros pecados, somos el origen de su
condena y crucifixión.
Jesús, en medio de aquel sufrimiento
insoportable no se centró en su propia experiencia de dolor, en la injusticia
que sufría, sino que sumergió en su oración todas nuestras traiciones. Pide
perdón, porque el amor todo lo excusa y todo lo soporta… (1 Cor. 13).
SEGUNDA PALABRA
«TE LO ASEGURO: HOY ESTARÁS
CONMIGO EN EL PARAÍSO»
(Lc.23, 43)
En el Calvario había otras dos cruces. El
Evangelio dice que, junto a Jesús, fueron crucificados dos malhechores. (Lc.
23,32) y, como dice San Agustín, aunque para los tres la pena era la misma,
cada uno moría por una causa distinta. Uno de los malhechores blasfemaba
diciendo: “¿No eres Tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros!”
(Lc. 23,39). Desesperado, como muchos de los que hoy niegan a Cristo, había oído
a quienes insultaban a Jesús. Había podido leer ese título que habían escrito
sobre la Cruz: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”.
El otro malhechor era un hombre que se
quedó impresionado al ver cómo era Jesús. Lo vio lleno de paz, de esa paz que
el mundo de hoy busca y no sabe en dónde está. Aquel hombre descubrió enseguida
en Aquel a quien le había oído pedir perdón a su Padre para los que le
ofendían.
Dimas, el buen ladrón —como lo conocemos—
hace una súplica, sencilla, pero llena de vida: “Jesús, acuérdate de mí cuando
estés en tu Reino”. Se acordó de improviso que había un Dios al que se podía
pedir paz, como los pobres pedían pan a la puerta de los señores. ¡Cuántas
súplicas hace nuestra sociedad actual a los dirigentes de hoy, y qué pocas le
hace a Dios!
Y Jesús, que no pronunció palabra alguna
cuando el otro malhechor le injuriaba, volvió la cabeza para decirle: “Te lo
aseguro. Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Le promete el Paraíso para aquel
mismo día. El mismo Paraíso que ofrece a todo hombre que cree en El. Lo más
grande que puede poseer un hombre, una mujer, es compartir su existencia con
Jesucristo. Hemos sido creados para vivir en comunión con él. Dice san Alfonso
María de Ligorio decía: “El corazón humano es el paraíso de Dios” y lo más
hermoso que el hombre y la mujer de nuestros tiempos y de todos los tiempos es
escuchar de Jesús palabras como estás: «Yo te amo y quiero que estés conmigo
para siempre. Te quiero conmigo en el paraíso».
TERCERA PALABRA
«MUJER, AHÍ TIENES A TU
HIJO”. “AHÍ TIENES A TU MADRE»
(Jn. 19, 26)
Junto a la Cruz estaba María, su Madre. La
presencia de la Virgen junto a la Cruz fue para Jesús motivo de alivio, pero
también de dolor. Ella, su Madre, la mujer maravillosa que era el primer fruto
de la Salvación traída por el Mesías, Corredentora, compañera en la redención.
Jesús y María vivieron en la Cruz el mismo
drama de muchas de nuestras familias de hoy, de tantas madres e hijos, reunidos
a la hora de la muerte. ¡Después de largos períodos de separación, por razones
de trabajo, de enfermedad, de labores misioneras en la Iglesia, o por azares de
la vida… cuantas madres e hijos se encuentran de nuevo en la muerte de uno de
ellos!
Al ver Jesús a su Madre, recordó
seguramente que sobre sus rodillas aprendió el shema, la primera oración con
que un niño judío invocaba a Dios; recordó que tomado de su mano, había ido
muchas veces a la Pascua de Jerusalén con José… Habían hablado tantas veces en
aquellos años de Nazaret, que el uno conocía todas las intimidades del otro.
¿De quién había aprendido Cristo a conocer la voluntad de su Padre? ¿De quién
adquirió un corazón tan compasivo? ¿Quién le enseño a ir en busca de la oveja
perdida?
Treinta y tres años antes, María había
subido un día al Templo, con su Hijo entre los brazos, para ofrecérselo al
Señor, cuando de labios de un anciano sacerdote escuchó aquellas palabras: “Una
espada te atravesará el alma”. En la Cruz se estaba cumpliendo aquella lejana
profecía. Jesús, desde la Cruz, le va a confiar a María una nueva maternidad.
Dios la eligió desde siempre para ser Madre de Jesús, pero también para ser
Madre de los hombres.
CUARTA PALABRA
«DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ
ME HAS ABANDONADO»
(Mt.27,46)
Son casi las tres de la tarde en el
Calvario y los ojos de Cristo están borrosos de sangre y sudor. En este
momento, incorporándose como puede, grita: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?”.
No había gritado en el huerto de los
Olivos, cuando sus venas reventaron por la tensión que vivía y solamente
exclamó: «Padre mío, si es posible aparta de mí este cáliz». No había gritado
en la flagelación, ni cuando le colocaron la corona de espinas, aunque había
dicho: «Me muero de tristeza». Ni siquiera lo había hecho en el momento en que
le clavaron a la Cruz. Jesús grita ahora. Jesús, el Hijo único, aquel a quien
el Padre en el Jordán y en el Tabor había llamado: «Mi Hijo único», «Mi
Predilecto», «Mi amado», Jesús en la Cruz se siente abandonado de su Padre.
¿Qué misterio es éste? ¿Cuál es el misterio
de Jesús Abandonado, que dirigiéndose a su Padre, no le llama «Padre», como
siempre lo había hecho, sino que le pregunta, como un niño impotente, que por
qué le ha abandonado? ¿Quién está con Él ahora? ¿En quién puede encontrar
fuerzas?
Hay que contemplar todo el misterio tremendo,
y a la vez inmensamente grande, que Jesús vive en este momento que para Él es
el más doloroso de toda la Redención. El verdadero drama de la Pasión Jesús lo
vivió en este abandono de su Padre. Y si la Pasión de Jesús, el Hijo bendito
del Padre, es el misterio que no tiene nombre, no lo es simplemente por los
azotes, ni por la sangre derramada, ni por la agonía o por la asfixia, sino
porque nos hace entrar en el misterio de Dios.
Y en este abandono de Jesús, los hombres y
mujeres de todos los tiempos tenemos que decubrir el inmenso amor que Jesús
tuvo por cada uno y hasta dónde fue capaz de llegar por amor a su Padre y cada
uno de nosotros, sus hermanos. Escuchamos palabras de un moribundo, pero a fin
de cuentas, palabras que nos invitan a vivir, aún sintiéndonos solos o
abandonados diciendo: «Dios mío, Dios mío» sabiéndonos posesión suya.
QUINTA PALABRA
«TENGO SED»
(Jn.19,28)
Uno de los más terribles tormentos de los
crucificados era la sed. La deshidratación que sufrían, debida a la pérdida de
sangre, era un martirio durísimo. Y Jesús, por lo que sabemos, no había bebido
desde la tarde anterior. No es extraño que tuviera sed; lo extraño es que lo
dijera.
La sed que experimentó nuestro Redentor en
la Cruz fue una sed física. Expresó en aquel momento estar necesitado de algo
tan elemental como es el agua. Y pidió, «por favor», un poco de agua, como hace
cualquier enfermo o moribundo. Jesús se hace así solidario con todos quellos
que, pequeños o grandes, sanos o enfermos, que necesitan y piden un poco de
agua.
Al meditar en esta quinta palabra no
podemos olvidar el detalle que señala San Juan: “Jesús dijo: «Tengo sed» para
que se cumpliera la Escritura”, dice San Juan (Jn.19,28). Jesús habló en esta
quinta Palabra de «su sed». Esa sed que vive aún Él como Redentor. Jesús sigue
pidiendo hoy una bebida distinta del agua o del vinagre que le dieron. Poco más
de dos años antes, Él se había encontrado junto al pozo de Sicar con la
Samaritana, a la que había dicho «Dame de beber». Hoy Él sigue pidiendo no agua
de pozo. Él está sediento de nuestra conversión. Ahora, casi tres años después,
San Juan, el mismo que relata este pasaje, quiere hacernos ver que Jesús tiene
otra clase de sed. “La sed del cuerpo, con ser grande —decía Santa Catalina de
Siena— es limitada. La sed espiritual es infinita”.
Jesús tiene sed de que todos recibamos la
vida abundante que Él había merecido. Su sed siempre seguirá siendo una sed de
nuestras almas, de nuestra salvación, de nuestra plenitud, para que recibamos
su amor y le amemos con todo el corazón. “Que todos te conozcan y te amen, es
la única recompensa que quiero” exclamaba la beata María Inés Teresa.
SEXTA PALABRA
«TODO ESTÁ CONSUMADO»
(Jn. 19, 30)
Estas palabras no son las de un hombre acabado,
son palabras que manifiestan la conciencia del Redentor, de haber cumplido
hasta el final la obra para la que fue enviado al mundo: dar la vida por la
salvación de todos los hombres. Jesús ha cumplido todo lo que debía hacer. Vino
a la tierra para cumplir la voluntad de su Padre. Y la ha realizado hasta los
últimos momentos.
Su Padre le había pedido que anunciara a
los hombres la pobreza, y nació en Belén, pobre. Le había pedido que anunciara
el trabajo y vivió treinta años trabajando en Nazaret. Le había pedido que
anunciara el Reino de Dios y dedicó los tres últimos años de su vida a enseñarnos
el milagro de ese Reino, que es el corazón de Dios.
La muerte de Jesús fue una muerte joven;
pero no fue una muerte ni una vida malograda. Y ahora Jesús se abandona en las
manos de su Padre porque Él no tuvo ningún miedo de amarle en plenitud.
Antes de Cristo, sabíamos que Dios era el
Creador del mundo. Sabíamos que era Infinito y todopoderoso, pero no sabíamos
hasta qué punto Dios nos amaba. Hasta qué punto Dios es«Padre». Y Jesús sabe que
va a descansar al corazón de ese Padre, de ese Padre a quien nosotros también
queremos cumplirle en todo para complacerle. ¿Qué significado tendrían hoy en
día en los labios de cada uno y de cada una de los seguidores y seguidoras de
Cristo, esas mismas palabras: «Todo está consumado»
SÉPTIMA PALABRA
«PADRE, EN TUS MANOS PONGO MI
ESPÍRITU»
(Luc. 23,46)
Cristo no tiene miedo en absoluto a la
muerte, porque sabe que le espera el amor infinito de Su Padre. Durante tres
años se lanzó por los caminos y por las sinagogas, por las ciudades y por las
montañas, para gritar y proclamar que Aquel, a quien en la historia de Israel
se le llamaba «Él», «Elohim», «El Eterno», «El sin nombre», sin dejar de ser
aquello… era Su Padre. Y también, nuestro Padre.
El hecho de que nuestro Padre Dios tenga más
de seis mil millones de hijos en el mundo, no impide que a cada uno de nosotros
nos mire como a un hijo único con los mismos ojos con que vió a Jesús, si Hijo
muy amado. En las mismas manos que sostiene el mundo, en esas mismas manos
lleva escrito nuestro nombre, mi nombre.
Los seres humanos pasamos la mayor parte de
la vida tratando de controlar todo. Y a través de los años, cuánto tiempo nos
lleva reconocer nuestras necesidades, nuestros límites, soltar lo que necesitamos
soltar, someternos, ceder, aceptar, confiar…
En las manos de ese Padre que Jesús conocía y amaba tan entrañablemente, es donde El puso su espíritu y donde nosotros debemos dejarlo todo. Hermosas y comprometedores palabras pronunciadas a punto de morir. Ojalá sean también las últimas palabras de nuestra existencia: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
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